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Cuando Franco despertó, el Valle todavía seguía allí

Una mujer junto a la tumba del general Francisco Franco, en el Valle de los Caídos / EFE

Raquel Ejerique

Cuando Franco despertó, el Valle de los Caídos todavía seguía allí. Aturdido, se sacudió el polvo del traje de caudillo y se santiguó frente al altar mayor de la Basílica. Dio gracias al señor, aunque estaba tan confuso que no sabía muy bien por qué. Por si acaso.

Miró a su alrededor con dificultad, le picaban los ojos, se ajustó las gafas 'aviator' con las que se había despertado. Ya de pie, constató que seguía todo como él lo había dejado. Quedó maravillado ante la belleza del mármol de la iglesia y saludó de compromiso la tumba de José Antonio, delante de la suya. Buscó a su Carmencita, pero no estaba, eso quería decir que el pesado de Arias Navarro finalmente consiguió enterrarlo en el Valle solo, y no junto a su familia.

Dio un paseo por el lateral derecho de la Basílica y se preguntó cuánto tiempo habría pasado. Poco, seguro, porque estaba todo intacto. Entró en una capilla, bajó las escaleras y vio que estaba cochambrosa y con goteras. Una hoja de periódico tapaba un agujero por el que se intuía un batiburrillo de huesos. Ponía 'La Razón' en azul con una tilde roja. Este último detalle le irritó. El titular decía: “El PSOE busca cercar al PP por la corrupción”. Intuyó que sus peores sospechas se habían cumplido: no lo de la corrupción, a la que estaba acostumbrado, sino que esas siglas responderían seguramente a nuevos partidos, lo que querría decir que habría llegado la democracia jaleada por los traidores. Sabía bien que entre sus filas también los había. Le entraron ganas de fusilar, pero no encontró la pistola ni las fuerzas.

Imaginó a una panda de despeinados con pantalón de pana gobernando España, su España. Miró la fecha en el margen derecho del periódico. ¡2017! Estaría todo destruido, se lamentó. Se le cayó el mundo encima.

Las criptas llenas de huesos le recordaron por qué había hecho bien en represaliar a los rojos: eran tan pusilánimes que ni siquiera habían tenido arrojo para sacar de allí a los suyos en 40 años. Vergonzoso. Eso era lo que les importaba la familia... Es verdad que él los metió allí, pero porque estaban desperdigados en otras fosas comunes sin reclamar. Mejor juntitos y mejor aún junto a los héroes de la Cruzada por España, a ver si se les pegaba algo.

Le dolían los huesos (no los republicanos, sino los suyos) por la humedad y salió de la basílica buscando el sol. Allí estaba la gran explanada del Valle. Majestuosa, indemne. Y su gran cruz erecta iluminando el mundo. ¡Seguía allí! Escuchó de lejos a los niños cantores de la escolanía y le brotaron las lágrimas. No fue en balde, se repitió aliviado...

De repente, apareció un grupo de chinos y se hicieron selfies con él. ¡Entonces Mao había llegado a España, maldita sea! ¡El comunismo había llegado a la patria! Habrían pervertido su Valle, pensó horrorizado, y se puso, con las pocas fuerzas que le quedaban, a buscar los síntomas de la destrucción y la barbarie. Grafitis, carteles de rojos, la abadía convertida en after hour, la hospedería sería ahora un Zara... No vio nada raro pero... ¡quizás los montones de huesos eran de los suyos y no de los rojos! Cómo había sido tan ingenuo... Cuarenta años era demasiado tiempo... Ya no quedaba nada...

Cuando iba a llorar por segunda vez vio la hospedería abierta y se apresuró a entrar para confirmar sus peores sospechas. Ahora había una cantina. Pidió una zarzaparrilla y el camarero exlamó: “¡Has vuelto!”. Se partió de risa, antes de hacerse una foto con él y subirla a Facebook. Franco no entendió la broma. Y no se rio.

En una esquina colgaba una tele en la que estaba puesto el No-Do. Salía el hijo de Juanito dando un discurso (¡al menos no había vuelto la República!) y se felicitó de que la monarquía hubiera encajado según lo dejó previsto. Luego salió una mujer hablando en el Congreso con un tonito de superioridad que le pareció impropio e inoportuno. Parecía dar lecciones a los diputados, que obviamente ese día habían llevado a sus esposas al escaño y por eso había unas cuantas.

Pero lo peor vino después, cuando el presentador del No-Do dijo que el Congreso quería ¡que profanaran su tumba y lo sacaran del Valle de los Caídos! Se le nubló la vista y salió a trompicones, tan rápido y cegado que no le dio tiempo a ver que un señor de barba salió acto seguido diciendo que no lo pensaba hacer.

Ya era demasiado tarde. El general desesperó, se autoagarró de las solapas y se arrancó las medallas y varios mechones del poco pelo que le quedaba. Los chinos seguían allí y le apuntaban con algo negro. “No me fusilen”, suplicó.

Lloró en el centro de la explanada al ver cómo se había corrompido el fascismo, cómo todo había sido para nada, cómo la democracia era más peligrosa y renconrosa aún que él. Lloró amargamente y pensó que era mejor morirse otra vez que vivir despojado de sus honores.

Sin embargo el grupo de maoístas no parecían muy interesados en matarle y, cabizbajo, emprendió el camino de vuelta a la basílica, se metió debajo de la lápida y la cerró sobre su cabeza. Cloc. Aguantó la respiración y decidió quedarse muerto allí por toda la eternidad. Afuera, el Valle lucía indemne, impasible y acariciado con un suave sol de primavera.

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