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Gregorio Morán o censurar en el siglo XXI

Guillem Martínez

Hace escasas horas que tenía que haber aparecido el último libro de Gregorio Morán (Oviedo, 1947). Y no lo ha hecho. Se trata de El Cura y los mandarines. Historia no oficial del bosque de los letrados. Cultura y política en España, 1962-1996 (Crítica). Habría sido un Morán auténtico, muy grueso. Y muy esperado. Habría supuesto un repaso cultural a varias décadas que culminan, a partir de los 80, en la cultura europea más especializada en vincularse al Estado, hasta el punto de llegar a ser una cultura y un Régimen político absolutamente unidos y dependientes, situación que sólo parece haber empezado a tambalearse en el siglo XXI. El uso que hace Morán del nombre propio y de los trazos biográficos de sus investigados –siempre alejados de lo que el canon cultural oficial considera publicable, investigable e, incluso opinable–, eran otro gran motivo de interés. La expectativa del libro, constatable en la redes, era absolutamente justificada.

Nada, hasta hace poco, indicaba que el libro tuviera problemas previos. El autor, este verano, estaba elaborando el índice onomástico, y había recibido la portada del libro. Por otra parte, en el último número de la revista Leer, aparecido hace pocos días, se publicaba una entrevista, firmada por Fernando Palmero –muy buena, por cierto–. Tenía el aspecto de ser una entrevista promovida por la editorial con motivo de un lanzamiento. La entrevista llevaba como titular un entrecomillado de Morán: “Este es el libro más duro y brutal de todos los que he escrito”. Y, tal vez, eso es, exactamente, lo que ha pasado. Un autor escribió un libro duro y brutal que hablaba de la cultura española. Ha sido censurado en su último tramo editorial. Y ese libro no existe, en este preciso momento, para el lector. En lo que es un síntoma del carácter terminal de la cultura oficial, hegemónica hasta ahora, todo ello ha sucedido con precipitación, con cierta improvisación, y con escenografía y vocabulario poco certeros.

Este agosto, la editorial debería haber facilitado, en lo que es una dinámica común, las galeradas a los periodistas que así lo solicitaran. No se enviaron. Cuando, ya en septiembre, llamabas a Crítica, sello de editorial Planeta, se te comunicaba que había surgido un problema técnico. Un primer indicio de que algo no funcionaba. En la tradición local, cuando un producto cultural –un artículo, un libro– es censurado, siempre es, en la primera instancia de respuestas, por un motivo técnico. Finalmente, el servicio de prensa, al menos en mi caso, dejó de contestar llamadas o de devolverlas. A escasas horas de la salida oficial del libro, el libro desapareció de la web del Grupo Planeta. Sí, sigue a la venta en webs como Amazon, si bien, y esto es divertido, el libro no llegará jamás a sus compradores vía web. Según personas cercanas a Planeta, nunca llegó a imprimirse. Por lo que jamás fue posible su presentación en la fecha señalada. ¿Qué es lo que ha pasado?

Al parecer, la editorial identificó un capítulo, el penúltimo del libro, como problemático. Supone un total de 11 páginas, lo que en formato Morán equivaldría a un tuit. En esas 11 páginas se abordaba como tema la RAE y, si bien se evaluaban trayectorias político-culturales de otros académicos paradigmáticos de una época y un modelo cultural, como Muñoz Molina, Cebrían o Anson, brillaba con luz propia la figura de Víctor García de la Concha. Ese nombre propio parece ser el epicentro de la decisión editorial de censurar el libro. La editorial, de hecho, pidió a Morán suprimir ese capítulo, un par de semanas antes de la fecha de publicación del libro. La negativa del autor precipitó la rápida y desordenada decisión final, de la que el autor tuvo noticia el pasado viernes. Cabe señalar aquí que Víctor García de la Concha, en su etapa como director de la RAE, ya recibió escarnios y críticas intelectuales llamativas. Francisco Rico, académico de la RAE, accademico de la prestigiosa Accademia Nazionale dei Lincei y, sin duda, uno de los más respetados filólogos en todo el mundo, dedicó al entonces director de la RAE un acróstico en el colofón a una de sus ediciones de El Quijote, en 2005, en el que se podía leer un sintético “VGDLC, idiota de la RAE”. Algo que ilustra que, con la censura del libro, no se protege, a estas alturas, ningún prestigio personal sino, tal vez, otro negociado. En las próximas semanas, en ese sentido, Planeta publicará el nuevo diccionario de la RAE. Lo que parece indicar que, con su decisión de evitarle al lector, primero un capítulo y, luego, un libro, Planeta está protegiendo su relación con otro cliente. Algo sin duda extraño y de otra época.

También cabe la posibilidad de que lo que defiende Planeta al defender a García de la Concha de 11 páginas sean sus relaciones con una institución. La que actualmente dirige García de la Concha: el Instituto Cervantes. El Instituto Cervantes no es una ONG, como demuestra su trayectoria, explícitamente gubernamental desde su fundación y su eclosión como brazo tonto de la ley (máxima), en los 90. No es un Instituto Goethe. Es, como toda manifestación de cultura oficial en nuestro modelo cultural, Estado. Por lo que defender esa institución equivale a defender al Régimen que le da lógica. En lo que es una metáfora de todo ello, la sede del Instituto en Utrecht, censuró recientemente la presentación del imprescindible Víctus, de Sánchez Piñol, por entender que la obra –que narra el enfrentamiento entre élites y sociedad catalana en el siglo XVIII–, era una amenaza al Régimen -a la convivencia, dijeron–. Explicación no solo tiene guasa, sino que orienta sobre las el carácter de la censura, más cotidiano y explícito que en otras etapas, en estos momentos en los que el Régimen, y la cultura que, durante décadas, le protegió de críticas, están en franca crisis.

No he conseguido hablar –en formato llamada, o en formato devolución de llamada– con la editorial Planeta. El periodista Carlos Prieto, de El Confidencial, me dice que la respuesta que consiguió fue que se trata de “un libro estupendo, pero nos habrían cosido a demandas”. Una frase, a su vez, estupenda. Como otras –“la portada de El Jueves era de un pésimo gusto”–, que no explican la realidad del trance de optar por la censura. Es decir, de optar por reducir la libertad de emitir y recibir ideas a través de un acto autoritario, arbitrario y violento. Si una editorial no quiere fricciones, siempre puede optar por cualquier otro autor más dado a puntos de vista previsibles, optimistas y oficialistas –el mercado ofrece una lista inacabable de nombres–. Si una editorial ha optado por Morán, cabe preguntarse por qué opta después por la censura, un hecho editorial inaudito en cualquier otra gran cultura europea, que explica las dimensiones reales de la cultura local y el carácter grave y nada anecdótico de la decisión.

La obra de Morán ofrece amplias posibilidades de diálogo del lector con la realidad. Es autor de obras que, a través de la reedición ampliada -como es el caso de la biografía de Suárez, editada en 1979 y reeditada en 2009, o Los españoles que dejaron de serlo, imprescindible punto de vista sobre el Euskadi postfranquista, editado en 1982 y 2003–, abordan amplios fragmentos de una problemática. Ha conocido la censurada –“blanda”, pero efectiva– de la cultura oficial, consistente en el silencio, el ninguneo y la expulsión nominal de los medios, con libros como su El Maestro en el Erial. Su Miseria y Grandeza del PCE es una de las pocas biografías críticas y solventes de un PCE europeo. Su El precio de la Transición –un balance prismático de la Transición, en el que por primera vez se evalúa la cultura democrática, y en el que establece que las izquierdas realizaron un alto pago moral en la construcción del Régimen–, supone un exotismo y un punto inicial sobre el que posteriores generaciones elaboraron el concepto CT. Su último libro, La decadencia de Catalunya contada por un charnego –2013, una recopilación de artículos publicados en La Vanguardia diario en el que publica una Sabatina Intempestiva, cada sábado, desde hace más de 25 años–, supuso la publicación de un artículo –sobre Pujol–, hoy de rabiosa actualidad, que no pudo aparecer en su época, por lo que confiere al libro un objeto de defensa y restitución ante la censura, esa constante en su trayectoria de Morán.

El libro censurado por Planeta es, junto a su El maestro en el erial –una biografía de Ortega en el momento de adentrarse en el Franquismo, al parecer, y esa era la tesis contrastada del libro, muy felizmente–, una amplia biografía intelectual de España, que aborda más de siete décadas, una región formidable del siglo XX, esa pesadilla. El libro censurado podía ayudar a dibujar uno de los periodos más oscuros de la cultura española: los primeros enfrentamientos –y, todo lo contrario, pactos y flirteos– entre la cultura no oficial y la oficial/el Franquismo, la desarticulación de la cultura durante la Transición y, tras ella, el nacimiento de una novedosa concepción de la cultura, que hoy, como un zombie, está muerta, camina desprestigiada en círculos, pero muerde. El hecho de que una editorial que, en su día, luchó ferozmente contra todo un Presidente de Gobierno para que el primer libro de Morán viera la luz, casi cuarenta años después interiorice la defensa del Estado a través de la defensa de algunos de sus sacerdotes culturales, ilustra un cambio cultural descomunal, un último estadio de la cultura-Estado, en el que la empresa, esa compañera de juergas económicas del Estado, adopta la defensa del Estado y, con ella, sus formas de censura más explícitas. Pasó hace pocos meses con El Jueves/la cultura popular. Ha vuelto a pasar con Morán/la alta cultura.

Morán es un autor solitario, único en su trayectoria y puntos de vista. Y, por ello mismo, frágil. Censurar a Morán, es más que atacar un símbolo. Es un ataque desproporcionado a uno de las pocas personas de su generación –y no sólo de su generación–, que han defendido, con criterios solventes e impecables, la libertad de expresión y de disensión. Algo está pasando, y habría que tomar buena nota.

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