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Modelos y corruptos

Concepción Fernández Villanueva

Los gobernantes son personas que toman decisiones que nos afectan a todos los ciudadanos. Pero son algo más que simples responsable de leyes o decretos. Se convierten, quieran o no, en modelos y referentes de conducta. Su estatus y su visibilidad les hacen famosos, importantes y deseables para muchas personas, y por ello, marcan pautas de respuesta éticas a los demás. Son referentes de lo que se debe o no se debe hacer. Mucho más cuando una enorme cantidad de personas les han dado su confianza y han delegado en ellos su acción política.

Las personas públicas manifiestan con sus acciones y omisiones cuáles son sus creencias y actitudes éticas ante esos ciudadanos a los que gobiernan. Pueden aparecer como honestos o como corruptos, y lo que esperan los votantes es que sean honestos en el conjunto de sus comportamientos. Pero además de un comportamiento ético general, esperan un conjunto de actitudes adecuadas por parte de los gestos, demostradas no sólo con sus palabras y con sus políticas sino con su imagen.

Las personas públicas pueden mostrar desde empatía, respeto, amor cuidado y protección de las personas o, por el contrario, desconsideración, falta de respeto, desprecio y explotación de los demás. Y aunque no esperemos amor y protección, al menos reivindicamos el derecho al respeto y consideración básicos.

El protagonismo político actual carece de estas cualidades y por ello, está causando un enorme daño a la democracia.

El presidente del Gobierno, con las comparecencias virtuales y obligatorias que se vio obligado a realizar, algunas de ellas en el extranjero, con su resistencia, tardanza en comparecer y desinformación sobre dicha comparecencia, ha revelado, al menos, un importante desprecio y desconsideración a los españoles a los que tanto le gusta referirse cuando defiende sus crueles políticas. Pero en su explicación en el Congreso, con su impostación y su manera de defender por justicia unas más que dudosas remuneraciones de dudoso origen mostró una actitud digna de la mayor desconfianza. Estas breves pero importantes frases no tienen desperdicio:

“¿Se han pagado remuneraciones complementarias por razón del cargo? Sí. ¿Se han pagado anticipos o suplidos a justificar por gastos inherentes al desempeño del cargo? También, como en todas partes. Es de justicia”.

En vez de clarificar y dar cuenta de las preguntas que le llevaron al parlamento, mostró no solo un orgulloso desafío, una afirmación de presumible ilegalidad, sino también un reto y una acusación: “todos los demás sois como yo”. Implícitamente acusó a la sociedad de una actitud corrupta.

Los exsecretarios generales del partido y la secretaria actual, implicados por vía judicial en las mismas preguntas, con su comportamiento evasivo, no responsabilizador y, en ocasiones, agresivo, nos han revelado una imagen que además del desprecio hacia los ciudadanos que esperan repuestas, elimina toda calidad ética, basada principalmente en hacerse cargo de las propias acciones. Han rehuido las respuestas, se han escondido en el desconocimiento y la falta de recuerdo. Han proyectado una representación ética devaluada y mísera que en ningún caso puede ser vista como un modelo de acción positivo. Sus imágenes son irritantes para muchas personas, pero también son desmoralizadoras. Como decía una articulista recientemente “nos hacen peores” y también, añado yo, “creen que somos peores”.

Los efectos de la corrupción de los políticos y más aún, de su falta de respuesta y su rechazo de responsabilidad, provocan una devaluación del sistema moral y un grave daño a los ciudadanos. Los efectos más importantes son el desconcierto, el relajamiento de las normas y la agresividad de las personas.

Desconcertados, nos preguntamos qué instituciones hemos creado, que no han controlado ni sancionado semejante indecencia y desfachatez. Los corruptos nos provocan desesperanza y nos deprimen, nos hacen sentir culpables, ya que pensamos, aunque sólo sea por débiles instantes, que nosotros no debimos haber permitido su conducta. Y si, después de todo lo que estamos viendo, no hay consecuencias políticas o judiciales, nuestro sistema moral se resquebrajará también y nos plantearemos “hacer lo mismo”, ya que en realidad esa norma de conducta despreciable es la que al final triunfa y acarrea las mayores y mejores consecuencias positivas (el poder los recursos económicos y la valoración publica). ¿Con qué autoridad nos van a pedir nuestra contribución al bien común unas personas que no sólo no contribuyen a él sino que utilizan su lugar de poder y de privilegio, su reconocimiento público y la confianza que les hemos dado con los votos para cometer acciones ilegales y son insolidarios y despectivos hacia los ciudadanos?

Aquí entra en escena la irritación y la agresividad. Irrita la injusticia, el hecho de que las personas que no lo merecen sean retribuidas y reconocidas y, sobre todo, queden impunes. Lo coherente es sancionar a los responsables, pero si no podemos hacerlo, quizás busquemos chivos expiatorios, que no siendo los verdaderos responsables, carguen con la culpa y la irritación.

Los efectos de la corrupción son devastadores en los sistemas éticos y cognitivos. Nos hacen cuestionarnos los principios legales y morales vigentes e invitan a su incumplimiento. Además, provocan agresividad. Porque los psicólogos sociales sabemos que no se cumplen las normas por miedo al castigo, porque nos hayan castigado cuando hemos sido pequeños, o nos puedan castigar de adultos. Nos comportamos de acuerdo con las normas porque nuestro sistema ético es sostenido por la mayoría de los otros adultos, que tenemos la convicción de que su cumplimiento es lo mejor para todos y como consecuencia asumimos un compromiso de acción.

Esta Socialización ética de los individuos se ha conseguido con mucho esfuerzo y cuesta mucho mantenerla. Cuando las personas que deben mostrar ejemplaridad pública porque son modelos de acción, incumplen con su deber, con el respeto a las normas que nos han exigido, las autoridades sufren un desmoronamiento y se disuelven. Y lo que es peor, queda sustituido por el deseo de no cumplirlas, de ser menos éticos, como lo son nuestros referentes públicos.

Los modelos positivos construyen, hacen más fuerte el edificio de la moralidad y la solidaridad. Los corruptos, por el contrario, destruyen, desmoronan, y nos hacen trabajar para reconstruirnos de nuevo. Por ello, cuanto más tiempo estén activos en su presencia pública, mayor será su daño y la magnitud de su efecto destructivo.

Invitémosles a que dejen de destruirnos. Su efecto ya ha sido enorme. Váyanse.

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