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La locomotora

Maruja Torres

Las vacaciones se han convertido en algo de lo que disfrutamos mientras siguen existiendo asuntos -comportamientos, invasiones, masacres, ignominias políticas y sociales- que, pese al obligado lapsus del verano, zumban y tropiezan dentro de nuestra cabeza, como huéspedes inquietantes, impidiendo que gocemos de tregua absoluta. Esos días de descanso completo que arrancamos a la vida, y que tal vez pasemos en casa de parientes o de amigos, con tal de cambiar de sitio sin gastar demasiado de aquello de lo que carecemos, ya no son tan despreocupados como solían. La mierda nacional se ha convertido en un engrudo que alcanza viscosamente la última playa, el más perdido arroyo, el más aislado valle, la cima más alta.

Vacaciones en despreocupación vigilada, podríamos llamarlas. Vigiladas por nuestro propio sentido común, por la sabia presencia de un trabajado estado de escarmiento permanente, por la información acumulada, por las previsiones que tememos para el futuro inminente, por la experiencia de salvajadas anteriores, cometidas por la autoridad con estivalidad y alevosía…

Vacaciones para los nuevos españoles, en definitiva. Para quienes, descabalgados del todo o a medias de la clase ídem y del mundo del trabajo, nunca volverán a gozar plenamente del vacío total en su cabeza durante esos días dedicados al descanso.

Vacaciones para personas consideradas prescindibles por el sistema. No hablemos de los desechados, esos miles y miles de ciudadanos que habitan ya al final de la patada. Para ellos la vida es una angustia que no concede días libres.

Todos estos pensamientos me perturban, mientras realizo las cuatro gestiones que me quedan pendientes antes de irme a casa de una amiga que me ha invitado a su pueblo y escribo este artículo de final de temporada -en septiembre volveré a estas columnas- y voy llenando mi maleta con las prendas que necesitaré para el nuevo habitat, y el e-book con los libros que quiero leer.

Fijaos, terminamos el curso con un prometedor Podemos que ha obligado a varias operaciones urgentes de repuesto: Felipe por Juan Carlos, Sánchez por Rubalcaba, Garzón por otros, y, en fin, tantos cambios que me dejo varios porque ni ganas me entran de acordarme y no tengo el párrafo para nomenclaturas. Terminamos el curso con un único político en la cárcel, Matas, y con el descalabro de la Dinastía Pujol y el enlodado panorama del paraíso catalán de CiU a la vista. Y terminamos con una Ucrania que va ni se sabe a dónde con USA y UE a su favor, y con un Israel que está donde siempre, perpetrando las mismas -y aún más brutales- barbaridades consentidas, mientras los mismos USA y UE agrandan con su indiferencia la magnitud de la tragedia palestina.

Exhaustos, terminamos, sabiendo que ellos no terminan, no se detienen nunca quienes cambian el mundo, oh sí que lo cambian, a peor y mucho más cada instante que pasa.

Y, sin embargo, hay que perseverar.

Porque, como suelo decir, por cada tren solo hay una locomotora. Y muchos vagones de los que tirar: llenos de apáticos, de desinformados, de equidistantes, de posibilistas, de relativistas, de borregos; además, los bandidos atacan. Pero la locomotora, pese a que a menudo parece que no tenga aliento, de repente arranca. Y avanza, pese a todo. Un poco. Un poco más.

Feliz agosto, gente. Y volved, de donde sea, de casa de la abuela o de vuestra calle, al curso que abriremos en septiembre. Volved para alimentar la locomotora que queremos ser algún día.

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