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Sobre este blog

'Crónicas secretas de la Guerra Civil en Cantabria' propone un acercamiento a uno de los momentos socialmente más traumáticos y disruptivos de la historia reciente, y lo hace mediante un puzle de secuencias históricas reforzadas por abundante documentación gráfica y visual, en muchos casos totalmente inédita. Estos artículos abordan numerosos acontecimientos y situaciones que nos ayudan a entender una etapa tan cercana como oscura, todavía hoy llena de episodios desconocidos y poco explorados, y forman parte de un extenso trabajo de investigación en formato de libro firmado por el sociólogo, editor y escritor Esteban Ruiz.

Sin novedad en el frente cántabro: la incierta vida en las trincheras

Un grupo de soldados republicanos comen junto a su barracón, con los capotes y mantas tendidos al sol, en las trincheras del frente de Palencia.

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El fracaso de la sublevación militar en Santander y la posterior euforia popular se toparon de repente con la necesidad de construir un dispositivo de defensa en los límites de la provincia. El frente que debían proteger aquellos primeros y abigarrados grupos, compuestos de jóvenes milicianos montañeses, muy concienciados y pésimamente armados, tenía 196 kilómetros de longitud. Se trataba de una primera línea de contacto que conectaba los puertos de Los Tornos, Portillo de la Sía, Estacas de Trueba, El Escudo, Mataporquera, Piedras Luengas y San Glorio. Una cadena montañosa que separaba el territorio republicano de la zona bajo control rebelde.

Durante ocho días de julio de 1936, los militares del cuartel del Alta comprometidos con los golpistas mantuvieron una actitud ambigua, sin atreverse a salir a las calles de Santander a enfrentarse con las milicias republicanas para tomar el control de la ciudad. Fueron jornadas de tensa espera que concluyeron el sábado 25 de julio, cuando los conspiradores depusieron su actitud en medio del entusiasmo popular. Sorprendentemente, el intento de sublevación fue sofocado por un conglomerado constituido por un pequeño sector leal del ejército, una parte de la Guardia Civil y de las fuerzas de asalto, que permanecieron a las órdenes de las autoridades republicanas, y las milicias obreras, precaria y apresuradamente armadas. 

Los militares golpistas convirtieron su pronunciamiento en una contienda civil que se esperaba breve, mientras que la aislada franja republicana del norte se vio sometida a una autonomía operativa casi completa, además de a un constante hostigamiento desde las zonas vecinas controladas por los sublevados. Durante las semanas posteriores al intento de sublevación se produjeron diversos choques armados de escasa entidad, entre republicanos y rebeldes en las zonas del Valle de Mena, Villarcayo y Aguilar de Campoo. De esta manera quedó fijada una línea defensiva que se mantuvo, sin grandes cambios, hasta la ofensiva franquista en el verano de 1937, con una zona leal a la República que incluía la provincia de Santander y algunos pequeños territorios limítrofes de Burgos y Palencia.

Las milicias montañesas carecían del equipamiento militar suficiente para vigilar un frente tan extenso y contener a los sublevados y tampoco disponían de las prendas necesarias para pasar el duro invierno con las mínimas garantías de protección personal. Por eso, con la llegada de los primeros fríos del otoño, las mujeres se movilizaron en la retaguardia para proveer de ropa de abrigo a los combatientes destacados en las trincheras del frente montañoso.

En las alturas de los límites de la provincia con Burgos y Palencia, las trincheras se convirtieron en el hogar de miles de jóvenes reclutados de forma precipitada

Con la creación, a finales de noviembre de 1936, del Cuerpo de Ejército de Santander, se logró devolver a los órganos militares las funciones de mando y organización defensiva, sustrayéndoselas a los Comités de Guerra, constituidos precipitadamente por sindicatos y organizaciones políticas tras el intento de golpe de estado. Fue entonces cuando los jóvenes que hasta entonces no se habían comprometido voluntariamente se vieron obligados a prestar servicio militar, sin más opción que la de acudir al llamamiento a filas o ser perseguidos y fusilados por desertores.

En Santander, el ejército republicano comenzó a nutrir sus batallones con reclutas forzosos; gente no especialmente motivada ni preparada mentalmente para entrar en combate. Al existir muy poca confianza sobre su lealtad y moral, tanto durante el breve periodo de instrucción, como a lo largo de su estancia en el frente, fueron objeto de una estrecha vigilancia disciplinaria a cargo de los comisarios políticos.

Miles de jóvenes, distribuidos a ambos bandos de las líneas, se ocuparon durante 13 meses de labores de fortificación y construcción de parapetos, escaramuzas y tanteos para comprobar la solidez de las defensas enemigas. Más allá de las consigas y de los grandes ideales políticos, la vida cotidiana se desarrolló siempre en medio de preocupaciones bastante prosaicas. A un lado y al otro de las trincheras, a los milicianos les inquietaba el futuro que podían correr sus vidas y las de sus familias, la calidad de la comida, el azote de los piojos, la higiene diaria, la sed, el frío o el calor, la posibilidad de contar con protección ante el riesgo de morir en combate, el dolor por la caída de algún compañero o la obtención de permisos para pasar unos días de ocio en la seguridad de la retaguardia.

Para distraer el tiempo, y olvidarse de las privaciones y los sinsabores de una guerra que siempre sintieron cercana, imprevisible y peligrosa, los soldados jugaron a las cartas, organizaron partidos de fútbol, pasearon por los pueblos de alrededor y confraternizaron con los lugareños (sobre todo con las mujeres jóvenes), leyeron la prensa y asistieron a charlas de educación política…

Mientras, los más comprometidos fomentaban las actividades de propaganda y exhibicionismo ingenuo de “musculo patriótico” ante los periodistas y reporteros gráficos que se acercaban hasta el frente de guerra. Otros muchos sentían la cercanía de las líneas enemigas como una auténtica tentación, buscando el modo de 'pasarse' al bando sublevado y luchar junto a quienes el destino había señalado, fatal y equivocadamente, como sus enemigos.

Dos milicianos cántabros cruzan puños en el frente burgalés.

Existen numerosos testimonios y documentos que dan cuenta de intentos frustrados de evasión, y del fusilamiento inmediato de aquellos que eran capturados en el acto, o de quienes se sospechaba que estaban organizando su huida al campo enemigo. También fueron múltiples los casos de éxito, incluso de grupos amplios de soldados y oficiales que lograron atravesar las líneas e integrarse en las unidades de Falange, las milicias Requetés, o en los cuerpos regulares del ejército rebelde.

Tras el fracaso de la última tentativa para tomar Madrid, en abril de 1937 Franco se convenció de la necesidad de trasladar el frente de operaciones al Norte para ir capturando, pieza a pieza, la aislada franja republicana que iba desde Bilbao hasta Asturias, pasando por la provincia de Santander. Se trató de un cambio táctico que derivó en una guerra de conquista de carácter más metódico y planificado, para el que los sublevados desplegaron una formidable maquinaria bélica compuesta por las Brigadas Navarras, que habían combatido duramente en Vizcaya; el Corpo Truppe Volontarie italiano; las unidades de la Legión Cóndor alemana, y las Brigadas de Castilla, que habían sostenido hasta entonces los frentes de Palencia y Burgos ante el Cuerpo de Ejército de Santander. Se trataba de unidades bien pertrechadas y disciplinadas, con planes de batalla definidos, y objetivos perfectamente planificados.

Con la llegada de la primavera empezó a generarse una gran inquietud en el Estado Mayor Republicano. Desde los servicios de inteligencia se informó del movimiento de grandes formaciones de tropas, y la acumulación de aviones, artillería, blindados y material de todo tipo en las zonas burgalesas y palentinas limítrofes. Todo presagiaba que el esperado ataque podía desencadenarse en cualquier momento, y que la tensa y larga espera estaba llegando a su fin.

Miembros de un batallón republicano del Cuerpo de Ejército de Santander en el invierno de 1937.

Para hacer frente a la ofensiva, el Ejército del Norte contaba con 80.000 hombres escasamente instruidos, mal armados, faltos de disciplina y de moral, precariamente abastecidos, sin apenas cobertura aérea y parapetados en un sistema de fortificaciones no demasiado sólidas, cuyo diseño, además, había sido saboteado a conciencia por ingenieros y mandos militares que trabajaban para el bando sublevado.

Tras esta primera línea defensiva no existían accidentes geográficos, ni obstáculos importantes para las tropas de Franco en su camino hasta la capital de la provincia. Por ello, los mandos militares republicanos fueron conscientes de que la única ventaja de la que disponían era la ocupación de los puertos y pasos de montaña, y una orografía favorable para resistir los ataques. Todo su plan se ceñía a aguantar firmes en las trincheras el contundente bombardeo al que iban a ser sometidos por la artillería y la aviación rebelde.

Para capturar Santander, el primer paso del ejército franquista era cerrar la bolsa desde los extremos superiores, mediante la acción de dos masas de ataque sobre el Puerto del Escudo y Reinosa y la ocupación de partes sucesivas del territorio sobre las que se ejercería toda la presión posible, a base de una elevada concentración de fuego.

La ofensiva se inició el 14 de agosto, con una tempestad artillera que fracturó rápidamente las líneas republicanas, y provocó una retirada hacia la capital en medio de un permanente hostigamiento aéreo y un rápido despliegue terrestre de blindados e infantería. La falta absoluta de directrices de los mandos, ante el supuesto de que la primera línea fuera rebasada, dio lugar a un desmoronamiento de la resistencia y a una desbandada general.

El cansancio y la desmoralización de los diezmados batallones republicanos no permitió fijar posiciones para frenar el avance, y la supervivencia personal se convirtió en el único objetivo de los milicianos. Muchos aprovecharon para quedarse rezagados y esconderse, porque tenían miedo o porque eran simpatizantes del bando nacional y preferían esperar su llegada para entregarse. El resultado fue una guerra de conquista convertida en un brutal ejercicio de superioridad.

El Balcón de Pilatos, en Tresviso, fue la última posición cántabra defendida por los republicanos antes de su retirada definitiva hacia Asturias el día 17 de septiembre

De ese modo, y tras una fulgurante ocupación de las principales localidades y ejes de comunicación, el jueves 26 de agosto Santander fue tomada sin resistencia, quedando atrapados en la ciudad decenas de miles de soldados con todo su armamento. Los republicanos apenas aguantaron 12 días en un constante y desordenado repliegue. El Balcón de Pilatos, en Tresviso, fue la última posición cántabra defendida por los republicanos antes de su retirada definitiva hacia Asturias el día 17 de septiembre.

Tras el control de la provincia de Santander, Franco afrontó la conquista de la última pieza del frente norte: Asturias, que cayó definitivamente tras la toma del puerto de Gijón el 21 de octubre de 1937. El rápido desmoronamiento del Frente Norte conmocionó al Gobierno de la Republica y puso en evidencia las diferencias de criterio existentes entre los partidarios de una resistencia a ultranza, tesis defendida por Juan Negrín y los comunistas, y los favorables a la negociación con los sublevados mediante la mediación internacional, para acabar cuanto antes con el conflicto, encabezados por el presidente Manuel Azaña. 

Con la liquidación definitiva del teatro de operaciones del Norte desapareció el relativo equilibrio de fuerzas entre los dos bandos y la balanza de la guerra civil empezó a inclinarse, irremediablemente, del lado de los insurgentes.

Vigilancia y control ideológico de los reclutas

La movilización de miles de jóvenes para defender las fronteras de la región generó numerosas tensiones en los pueblos y comarcas de Cantabria. Muchos de ellos no tenían una especial lealtad a la República, se encontraron en el bando equivocado, y aprovecharon cualquier oportunidad para pasarse a las filas nacionales, o bien volverse a sus casas aprovechando un permiso, para que sus familias los escondieran en desvanes e invernales.      

Con el propósito de atajar la oleada de deserciones se puso en marcha lo que pretendía ser un exhaustivo control de la retaguardia mediante la vigilancia vecinal, las multas, el seguimiento y la censura de su correspondencia. Además, las autoridades regionales encomendaron a las organizaciones políticas sindicales, y a los comités de los Frentes Populares locales, la elaboración de dosieres personalizados sobre los reclutas de los que existieran sospechas sobre su falta de apoyo a la República.

La atmósfera de miedo a la muerte bajo el que vivían los milicianos, estuvo acompañada de la lucha diaria contra los parásitos, la lluvia y la humedad constante

Los informes eran enviados a los comisarios políticos y a los jefes de batallones y constaban de tres apartados. En el primero se trataba de identificar la militancia política de cada recluta investigado: (Acción Popular, Carlista o Requeté, Falangista, etcétera), religiosa (Juventud Católica) o sindical (Sindicato Católico, de Oficios Varios). En otro apartado se valoraban sus cualidades morales («buenas», «regulares», «malas», «degenerado», «pendenciero», «provocador», «pistolero», «discípulo de Baco», «indeseable», «peligroso»). En otro apartado de la investigación se intentaba conocer su actitud con respeto a la clase trabajadora, y su comportamiento durante la revolución de octubre de 1934. En el caso de que no se hubieran posicionado a favor de la insurrección, se les acusaba de «delatores», «esbirros de la Guardia Civil» o «enemigos declarados de la clase obrera».

Represión de quintacolumnistas del Batallón 106 en el frente de Valderredible. Declaración de un testigo en el Cuartel del Alta, 20 de enero de 1938

Finalmente se especificaba el concepto que merecía el recluta a cada una de las organizaciones. Los informes procedentes de Izquierda Republicana y de los comités de municipios rurales normalmente se mostraban bastante indulgentes con el joven investigado, mientras que los remitidos por el PSOE, la UGT o el Partido Comunista, eran más severos calificándolo con frecuencia como «malo» o «pésimo».

Cuando el recluta era un trabajador manual, se empleaban contra él términos como: «desclasado», «arrastrado», «lumpen-proletario», «al servicio de los explotadores». Los informes consideraban a Falange como causante de la Guerra Civil y solían concluir recomendando un «castigo ejemplar» o «severa justicia», sobre todo si el investigado pertenecía a organizaciones católicas o Falange.

El número de desertores republicanos creció de forma alarmante con la caída del frente de Vizcaya. Muchos jóvenes movilizados de las zonas de Miera, Liérganes, Ribamontán al Monte y al Mar, Castro Urdiales, Campoo, Valles Pasiegos, Valles de Iguña y Buelna huyeron y se escondieron en los montes cercanos, a la espera de la entrada de las tropas franquistas en sus pueblos y comarcas. Gran parte de ellos volvieron a ser encuadrados en las filas del ejército sublevado, o en las milicias de Falange y el Requeté, y continuaron la lucha hasta la conclusión de la guerra.

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'Crónicas secretas de la Guerra Civil en Cantabria' propone un acercamiento a uno de los momentos socialmente más traumáticos y disruptivos de la historia reciente, y lo hace mediante un puzle de secuencias históricas reforzadas por abundante documentación gráfica y visual, en muchos casos totalmente inédita. Estos artículos abordan numerosos acontecimientos y situaciones que nos ayudan a entender una etapa tan cercana como oscura, todavía hoy llena de episodios desconocidos y poco explorados, y forman parte de un extenso trabajo de investigación en formato de libro firmado por el sociólogo, editor y escritor Esteban Ruiz.

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