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Un blog sobre cuento y novela breve, con excursiones variadas

La cuarta de The wire

Este fin de semana acabé de leer el cuarto tomo de la novela The wire. Si ya es difícil que una obra literaria se revuelva contra sí misma, añadiendo personajes a los que ya conocemos desde su inicio, reseteando una trama que parecía haber concluido ya, arriesgándose a apartar del escenario a los personajes protagonistas y concediéndoles el protagonismo a secundarios y a un puñado de niños (¡¡¡niños, Hitchcock no aconsejaba trabajar con ellos, ya es sabido!!!) que miran a cámara con la franqueza de vencidos llenos de rabia, si todo eso es difícil, mucho más es retomar la poderosa narrativa dickensiana y neorrealista de la novela para sobre ella conducirse, aguerrida, algo más allá.

El cuarto tomo de The wire se centra, además de en el tráfico de drogas de tomos anteriores; además de en la corrupción extendida en todas aquellas instituciones que poseen los resortes reales para cambiar las cosas; además de en el frustrante trabajo policial, que siempre lleva a un callejón sin salida pese al trabajo de sus agentes –agentes de cambio que no son incapaces de cambiar nada-; además de en el funcionamiento de la política, adherida a los mismos procedimientos mafiosos de negociación que ponen en práctica las bandas de narcotraficantes –en los primeros capítulos de este tomo se ve a la perfección el simétrico comportamiento de ambas-; además de centrarse en todo eso, en este cuarto tomo se nos abren las puertas de las escuelas de Baltimore para mostrarnos -una vez determinada la diagnosis de por qué hemos llegado a tal depredación urbana- cómo funciona en tales ciudades el estamento educativo, que todos identificaríamos como el único que puede revertir tal situación. La conclusión no puede ser más deprimente: tampoco en las aulas hay solución, porque están sometidas por completo a requerimientos administrativos y burocráticos que no cumplen lo que justificaría la existencia de esos requerimientos y burocracia. Eficacia. Todo es una máscara procedimental para derivar fondos hacia los agentes cancerígenos, lleven corbata y buenos trajes o comercien con crack. Los profesores son un muro de contención, y maquillan sus cifras de fracaso escolar para seguir recibiendo unas ayudas económicas que menguan sin parar. Agujeros insalvables de déficit aparecen de repente, y la única alternativa es “regular presupuestos”, cerrar programas educativos de atención especial. El concejal Carcetti logra hacerse con la alcaldía, pero pronto descubre que su eufórico equilibrio entre los apoyos políticos y su vocación transformadora topa con una realidad bien organizada, a la que él también pertenece, porque de no hacerlo, no podría llegar a ser alcalde en modo alguno. Paso intermedio, por cierto, para hacerse con el cargo de gobernador. De nuevo, como en los tomos anteriores de esta novela tan postcapitalista como postapocalíptica, todos aquellos que pueden hacer algo real miran hacia otro lado, ponen palos en las ruedas de cada solución, dinamitan el trabajo de calle –de policías o de maestros, de educadores sociales-, tan sólo urden. Cualquiera que haya trabajado en la Administración sabe que este diagnóstico es certero. Hay un perfecto trabajo de sometimiento del trabajador de calle, y un sofisticado engranaje que impide pedirle cuentas a los de arriba, a los que deciden y no hacen ni quieren hacer.

Y la historia de esos chicos, de esos cuatro amigos que se conocen en las calles y se protegen unos a otros y no tienen absolutamente a nadie, es desoladora. Niños cuyos padres están en la cárcel o son adictos a las drogas, niños que aprenden a cuidar de sus hermanos porque las madres dormitan sus adicciones, niños que nunca podrán emular a sus mayores en las esquinas, vendiendo droga, porque son niños y sienten miedo aunque se prohíban a sí mismos que los demás vean ese temor. Algunos no, algunos descubren el poderoso sabor de la venganza que otorga la violencia. Niños que van sucios porque no tienen quien los vista, porque otros niños les quitan la ropa para venderla y sacar unos dólares, niños que sólo han visto droga, policía y cárcel a su alrededor. No son más listos ni más tontos que otros muchos, pero apenas nadie se ha ocupado de ellos. A la deriva, el sistema acabará con ellos, y aunque tendrían dotes para ser buenos informáticos o montar un pequeño negocio, en realidad terminarán vendiendo droga en las esquinas, dados en acogida, golpeados, monitorizados por un sistema perfectamente trabado para que no escapen, nueva materia narrativa de futuras historias sobre el crimen o la droga. Dickens llegaba a darles alguna oportunidad a sus niños sufrientes, su pura mente victoriana confiaba a pesar de todo en que la fortuna neutralizara la negrura del infortunio, pero en The wire no cabe esa esperanza, porque quienes podrían evitarlo están haciendo números.

Ni siquiera podemos consolarnos con que The wire sea una novela de Baltimore. No. En cada una de las capitales españolas, y en muchos pueblos, hay un puñado de niños así, o muchos centenares. En Almería los hay: niños que van en un carrito de bebé a acompañar a sus madres a juicio, o a ver cómo la policía trae a su padre esposado al palacio de justicia, niños acostumbrados a la droga, instruidos en ella y en la comisión del delito, niños que podrían ser informáticos o tener una tienda de barrio, y por los que luchan unos pocos elementos del sistema, que nunca, nunca, son los que realmente podrían hacer algo por ellos. Aunque, como al final de este cuarto tomo de The wire, alguno de esos niños pueda encontrar una luz, la posibilidad de un futuro digno, la mayoría está a merced de los otros, los que, desde una posición de poder o una esquina en la que se vende la mejor droga de la ciudad, saben perfectamente cómo hay que hacer las cosas.

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