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Sombras en la caverna

Rafael Reig

Las obras de Shakespeare siempre se ha insinuado que las escribió Marlowe.

Como decía Woody Allen: vale, de acuerdo, me han convencido, pero ¿quién escribió entonces las obras de Marlowe? ¿Shakespeare? ¿Francis Bacon? ¿Un tipo de Segovia que pasaba por allí y aprendió inglés con el método Ollendorf?

Avellaneda, como todo el mundo sabe, falsificó un Quijote que casi nadie ha leído. Por su parte, Cervantes, tomó prestada la idea para su novela de un romance. Cela escribió unas Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes. Luis Landero tiene una conjetura sobre lo que le pasó a Berthe, la hija de Emma Bovary: reaparece en una novela creo que de Virginia Woolf, según Landero. Como se sabe, Jean Rhys, en Ancho mar de los sargazos escribió de nuevo Jane Eyre, contando lo que no había contado Charlotte Brontë de algunos personajes antes de que empezara la novela. En El diario de la duquesa, Robin Chapman nos cuenta la visita de don Quijote y Sancho al palacio de los duques desde otro punto de vista. Tampoco es raro coger los mimbres de Macbeth, pongamos, y hacer con ellos un cesto de novela policíaca ambientada en el Chicago de los años veinte.

¿Plagio? ¿Copia? ¿Falsificación?

La literatura es así.

Javier Azpeitia lo explica mejor que yo cuando dice: “si se encontraran los dos primeros escritos de la humanidad, uno sería una copia del otro, pero solo el segundo sería literatura”.

Escribir es una forma de leer la tradición.

Pongamos como ejemplo este conocido soneto de Baudelaire:

LE RÊVE D’UN CURIEUX

Connais-tu, comme moi, la douleur savoureuse,

Et de toi fais-tu dire: “Oh! l’homme singulier!”.

─J’allais mourir. C’était dans mon âme amoureuse,

Désir mêlé d’horreur, un mal particulier;

Angoisse et vif espoir, sans humeur factieuse.

Plus allait se vidant le fatal sablier,

Plus ma torture était âpre et délicieuse;

Tout mon coeur s’arrachait au monde familier.

J’étais comme l’enfant avide du spectacle,

Haïssant le rideau comme on hait un obstacle…

Enfin la vérité froide se révéla:

J’étais mort sans surprise, et la terrible aurore

M’enveloppait. ─Eh quoi! N’est-ce donc que cela?

La toile était levée et j’attendais encore.

EL SUEÑO DE UN CURIOSO

Conoces, como yo, el dolor sabroso,

Y has logrado que digan de ti: “¡Qué tipo tan especial!”

–Iba a morir. En mi alma enamorada había,

Deseo mezclado con horror, una enfermedad particular;

Angustia y una viva esperanza, sin ánimo de rebelión.

Cuanta menos arena quedaba en el reloj,

Más áspero y delicioso era mi suplicio;

Todo mi corazón se desgajaba del mundo familiar.

Era como el niño ávido de espectáculo,

Que odia el telón como quien odia un obstáculo…

Por fin la fría verdad se reveló:

Había muerto, sin la sorpresa, y la terrible aurora

me envolvía. –¿Y qué más? ¿Esto era todo?

Se había alzado el telón y yo aún seguía esperando.

Lo primero que nos llama la atención es que parece que hubiera dos personajes, el que habla y otro que, como él, conoce la misma sensación. Sin embargo, son el mismo, uno solo, la voz del poeta, que se ve a sí mismo, por así decir, en primera y en segunda persona, a la vez desde dentro y desde fuera.

Como explicaba Jean-Paul Sartre en su inolvidable libro sobre Baudelaire:

“Pour nous outres, c’est assez de voir l’arbre ou la maison; tout absorbés à lês contempler, nous nous oublions nous-mêmes. Baudelaire est l’homme qui ne s’oublie jamais. Il se regarde voir; il se regarde pour se voir regarder; c’est sa conscience de l’arbre, de la maison qu’il contemple et les choses ne lui apparaissent qu’au travers d’elle, plus pâles, plus petites, moins touchantes, comme la flèche montre la route, comme le signe montre le page, et l’esprit de Baudelaire ne se perd jamais dans leur dédale. Leur mission immédiate est au contraire de renvoyer la conscience à soi. 'Qu’importe', écrit-il, 'ce que peut être la réalité placée hors de moi, si elle m’a aidé à vivre, à sentir que je suis et ce que je suis'”.

Que sería:

“Nosotros, los demás, tenemos suficiente con ver el árbol o la casa; los contemplamos absortos y nos olvidamos de nosotros mismos. Baudelaire es el hombre que no se olvida jamás. Él se mira mientras mira; se contempla para verse mirando; es su conciencia del árbol o de la casa lo que contempla, y las cosas no se le revelan sino a través de ella, más pálidas, más pequeñas, menos conmovedoras, como la flecha señala el camino, como el signo indica la página, y el espíritu de Baudelaire no se pierde nunca en su laberinto. Su misión inmediata es por el contrario la de devolver la conciencia a sí misma. 'Qué importa', escribe, 'lo que sea la realidad fuera de mí, si me ayuda a vivir, a sentir que soy y lo que soy'”.

Es decir, que en (muchísimos) poemas de Baudelaire hay dos tipos: uno que mira o siente, y otro, fuera, alejado unos cuantos pasos, que mira cómo siente y cómo mira.

Para el gran narcisista de Baudelaire, hasta el amor a otra persona trata siempre de uno mismo.

De acuerdo, estos son los dos tipos que hay en el poema: Baudelaire mirando y otro Baudelaire que, desde fuera, contempla cómo mira el primer Baudelaire.

¿Y qué está mirando el primer Baudelaire? La muerte, por supuesto.

Contempla la muerte con curiosidad, con impaciencia, casi con concupiscencia: aterrado y atraído ante el abismo. Como un niño que espera que empiece la función, que se abra el telón de la muerte para ver qué hay detrás, la gran sorpresa.

Y luego ¡no pasa nada! Está vacía la muerte, no hay nada en el escenario.

¿No hay nada más? ¿Esto es todo? ¿Y dónde está mi sorpresa?

Se queda esperando, inmóvil, pero no sucede nada, no había ninguna sorpresa detrás del telón.

Aquí el poema ha cambiado de sentido, me parece a mí. Es como un cuarteto en el que el acompañamiento se transforma de pronto en el motivo central. Ya no trata de la muerte, sino de la vida. Uno tiene grandes esperanzas puestas en el espectáculo de la vida y luego… ¡resulta que solo consistía en morirse uno y que encima la muerte está vacía!

Como diría la Fortunata de Galdós: ¡Pues pa’ eso! ¡Pa’l chasco! Si hay que ir, se va… ¡pero ir para nada!

De joven, dice el poema, yo estaba decidido a salir a escena, como un niño ávido de espectáculo (¡que empiece ya, que el público se va!), esperando a que se abriera el telón. Al final la fría verdad se reveló: estaba muerto (¡el público se ha ido! ¡Me han dejado solo!), casi sin darme cuenta, sin que apareciera la sorpresa. El telón se había alzado, pero yo seguía aún esperando (solo en el teatro vacío). ¿Esto era todo? Al final, la vida ¿solo consiste en esto: en morirse uno?

Más que un soneto es un ejercicio de prestidigitación: te cambio muerte por vida y luego te haré otro juego de manos y te vuelvo a cambiar vida por muerte. La mano es más rápida que la vista. Ya no estás oyendo lo mismo que aún sigues tarareando.

En el poema que toca al piano la mano derecha, lo que está vacío es la muerte: no hay nada cuando se abre el telón. En el poema que toca la mano izquierda es la vida la que, al final, nos deja esperando a que empiece de una vez: nos morimos pensando que ahora, por fin, va a empezar todo. Nos morimos siempre antes de que empiece esa película que estamos deseando protagonizar.

Por eso, en contra de toda la tradición que sitúa la muerte en el ocaso, Baudelaire la traslada a la “terrible aurora”, al amanecer, cuando empieza el día.

No sé, pero quizá tenga algo que ver también con esa regla tácita que exige que las ejecuciones sean al amanecer, en particular los fusilamientos.

Leamos ahora un poema también célebre de Jaime Gil de Biedma:

NO VOLVERÉ A SER JOVEN

Que la vida iba en serio

uno lo empieza a comprender más tarde

–como todos los jóvenes, yo vine

a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería

y marcharme entre aplausos

–envejecer, morir, eran tan solo

las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo

y la verdad desagradable asoma:

envejecer, morir,

es el único argumento de la obra.

¿A que casi parece una variación, en el sentido musical, del soneto de Baudelaire? Hay compases que suenan igual, con las mismas notas, por ejemplo: “ha pasado el tiempo / y la verdad desagradable asoma” y “Enfin la vérité froide se révéla”.

Pero sobre todo la concepción general es paralela: un teatro, una representación que no empieza o que, cuando acaba, resulta que no tenía sentido: la muerte, vacía, era el único argumento.

Borges recreó el mito platónico de la caverna para aplicarlo a la poesía. Según el argentino, todo poema malo es la sombra del buen poema que vio un día el autor e intentó trasladar a la página, sin conseguirlo del todo.

A mí me parece que la recreación (¿plagio? ¿copia? ¿falsificación?) de un mismo motivo, no solo es la esencia de la literatura, sino que es un esfuerzo por lograr ver aquel poema perfecto del que cada poeta nos ha dado una sombra en la pared de la página o de la caverna.

En este ejemplo, ¿no da la impresión de que Baudelaire y Gil de Biedma nos ofrecen sombras distintas del mismo poema que los dos vieron durante un instante feliz y fugaz?

Por eso seguimos leyendo: a ver si logramos ver el cuerpo que proyecta en tantos poetas sombras diferentes.

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