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El desconcierto que nos une: una ficción

IMAGEN: PIXABAY

Lucrecia Hevia

María se levanta por la mañana y pone la radio como hace siempre. Le gusta escuchar las tertulias y cambiar de emisora mientras desayuna. Le gusta tener esa sensación de estar al día a pesar de sus 82 años. Pero lleva unos días, por no decir semanas, en los que no entiende nada. Ella no entiende a los independentistas catalanes. Sabe que suena antigua, porque lo primero que pensó es que esto se arreglaba con los tanques. Pero claro, en realidad, eso lo dice con el calentón porque de pensar en tanques se le eriza la piel. Si algunos supieran… Lo que sí pide es contundencia. Una contundencia que no parece llegar nunca. No entiende a los políticos, la verdad, con lo clarito que lo ve ella todo. Si no cumples la ley… Pero no quiere que pase nada. Quiere que vuelva el orden, eso es todo. María cambia a una emisora musical porque esta mañana parece que el desconcierto y el desasosiego se le han atado a los años y no le dejan caminar bien.

Nuria se agarra a la almohada aunque lleva despierta horas. Debería dormir más. Pero no será hoy. No irá a clase aunque ha quedado con algunos compañeros a la puerta de su facultad para ayudar en los piquetes. Sus padres la apoyan, cree que está donde tiene que estar. ¿Habrá independencia hoy? ¿Llegará la república independiente? Estaba segura de que iba a ocurrir pero después de lo que pasó ayer... Primero pensó que el president era un traidor. Lo pensaron todos. Luego se echó para atrás y dijo que no convocaría elecciones, y entonces Nuria tendría que haber recuperado la esperanza. Pero está decepcionada y no sabe qué va a pasar hoy. Ella lo que quiere es un mundo mejor, y cree que a una Cataluña independiente le va a ir mejor. Ha soltado la almohada de una vez y se va a tomar su café. Que tiene que llegar a tiempo. Aunque sea con su agujero en el estómago y una bolsa de desconcierto en la mochila.

Joan acaba de llegar de correr. Hace frío ya en Bruselas. Cuando llegue a la oficina le va a tocar volver a intentar explicar a Robert  y a Tony qué está pasando en Catalunya, y Robert está resultando un auténtico capullo. Joan no se cansa de decir que no es todo tan sencillo. Que él se siente español y catalán pero si le dan a elegir… y además le han afectado mucho las cargas policiales. Esa no tenía que haber sido la respuesta del Gobierno de España. Y el caso es que no ve nada que le anime porque no hay diálogo. Pero qué diálogo va a haber con un Gobierno central como el que hay. El otro día escuchó la expresión de independentista táctico y se sintió identificado. Lo que está claro es que como pueblo los catalanes no se pueden dejar humillar y tienen que ir fuertes a una negociación futura. Lo único que se lleva hoy en la cartera es el desconcierto y la tristeza que lleva semanas enredada en su corbata.

Antonio va hasta la cocina en chanclas. Caray, qué calor y estamos casi en noviembre. Se pone su café solo cargado porque ya se tomará la tostada dentro de un par de horas en el bar. A ver si el camarero no le vuelve a preguntar por Cataluña. Que hagan lo que quieran, mira. Si se quieren ir, que se vayan, y si no, que se queden. Lo tiene claro. Ni que no tuviera cosas en las que pensar. Vamos, el paro mismo que cada vez se queda más corto. Y no ponen otra cosa en la televisión. Qué cansino. Mierda, se le ha caído el café. Serán el desconcierto y la inquietud que se han colado en el azúcar.

Miriam baja la escalera de su casa. Tiene que sacar al perro. Qué pereza. Ayer se volvió a pelear con su hermana y no ha sido por lo pesada que se pone con lo estupendos que son sus hijos. Es que no entiende que quiera seguir siendo española y catalana. Que critique la pantomima que han montado en el Parlament. Fue a la manifestación y compró una bandera de España, algo que no había hecho nunca. Es que hay que tomar partido, se dice. Le gustaría que todo se hubiera solucionado ya pero si se tiene que aplicar el 155 se tendrá que aplicar, aunque no sabría detallar qué significa. No se pueden ir de rositas. Pero echa de menos a su hermana. Miriam tiene que ducharse ya. El tiempo vuela y a ella se le han atragantado la angustia y el desconcierto con los cereales.

Pablo acaba de llegar de su ronda con el taxi. Como siempre, tiene que despertar a  sus hijos cuando llega, a los pequeños. El mayor ya no vive en casa. Y no, no piensa como él. Supone que es ley de vida. Los hijos no están de acuerdo con sus padres. Pero Pablo quiere que le entienda, que comprenda que hablando se entiende la gente como él siempre ha querido enseñarle. Y  no quiere estar a malas con su hijo. Está agotado. Ya no entiende nada. Porque en su casa al final, mira que ha habido problemas, y gordos, pero se han solucionado en la mesa de la cocina. Aunque fuera durante horas y, claro, en cada discusión todos perdían algo; pero Pablo cree que merecía la pena lo que ganaban. Da un beso al peque que se da la vuelta con pereza. Lo hace con cuidado porque no quiere que se le enganchen ni el dolor ni el desconcierto en el pijama de elefantes.

Y así... hasta el infinito.

A mí, me suele gustar ponerme en esa parte que nos une, en lo que coincidimos. Aunque sea la preocupación. Aunque sea la angustia. Aunque sea el desconcierto.

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