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La muerte de Lou Grant
- En aquel pulso formidable pre Transición, buscábamos nuestros propios símbolos antes de que apareciera en los quioscos el canon de “El País”; desde el controvertido diario “Pueblo”, a aquellos imbatibles semanarios como “Cambio16”, cuyo legendario director José Oneto acaba de fallecer por una incomprensible septicemia
Cuando le conté a la simpar Maruja Torres que me hice periodista por la serie Lou Grant, me miró de arriba abajo con perplejidad y preguntó ojiplática: pero, niño, ¿tú que edad tienes? Ella era más de Humprey Bogart en Mientras la ciudad duerme, pero ambos estereotipos televisivos y cinematográficos nos reconciliaban con lo que creíamos que debía ser este oficio, canalla y sin bridas: en el serial protagonizado por Edward Asner aparecía una señora Pynchon, propietaria de “Los Angeles Tribune”, que emulaba a la señora Graham que convirtió al periódico local The Washington Post en un influyente rotativo estatal. Y esta última no lo logró tanto por salir a bolsa e incrementar su cuenta de resultados sino porque nunca dejó el bosque comercial tapara los árboles de la prensa. Así nos lo relata Steven Spielberg, con Meryl Streep y Tom Hanks en un largo sobre lo ocurrido poco antes de que Robert Redford y Dustin Hoffman tumbaran a Richard Nixon por el escándalo Watergate, desde esas mismas planchas. Antes, en una especie de wikileaks analógico, se difundieron los papeles del Pentágono, el célebre informe MacNamara que muchos terminamos comprando de saldo en Galerías Preciados y que contenía el mayor alegato contra la política estadounidense en Indochina desde los tiempos de Eisenhower.
Aquí, al otro lado del mundo, bajo la libertad de prensa de Manuel Fraga, que era un hermoso nombre de llamar a la censura, también teníamos nuestros propios héroes de las linotipias, desde Manu Leguineche, que nos contó Vietnam en su hermoso román paladino, a Manuel Vázquez Montalbán que al fin de su carrera terminó entrevistando a un fantasma sin rostro, el señor de los espejos llamado Subcomandante Marcos.
Quienes alimentamos la vocación del periodismo durante el tardofranquismo, nos nutrimos de algunos de esos héroes particulares de los medios patrios, los que nos enseñaron a leer entre líneas y a informar entre resquicios, cuando los periódicos eran dinamitados o los compañeros dormían en Carabanchel. En aquel pulso formidable, buscábamos nuestros propios símbolos antes de que apareciera en los quioscos el canon de “El País”; desde el controvertido diario “Pueblo”, que fabricaba reporteros a corto plazo y académicos a la larga, al “Informaciones”, “La Vanguardia” –que venía a ser nuestra particular BBC en papel- o aquellos imbatibles semanarios como “Triunfo”, “Cuadernos para el diálogo” o “Cambio16”, cuyo legendario director José Oneto acaba de fallecer por una incomprensible septicemia.
Comprendan que es como si se me hubiera muerto Lou Grant, como cuando la palmó el padre de Carvalho en el aeropuerto de Bangkog o Manu como un eremita en Guadalajara. Falto de creencias, lo único que se me ocurrió entonar como réquiem fue ver el primer capítulo de Lou Grant que está colgado en el Canal Nostalgia: los reporteros se enfrentan a un tipo que les utiliza como rehenes a cambio de que den su versión de una noticia. Se comprometen a ello, pero es una trampa, porque lo que no pueden permitir es que la libertad de prensa sea secuestrada a punta de pistola. La señora Pynchon –incomensurable Nancy Marchand—les ordena que apenas vaya una llamada en portada de dicha noticia porque a los lectores del periódico no les interesa o que ocurra dentro del mismo, sino cualquier otra cosa que pueda afectarles a sus vidas.
Entonces comprendí por qué me gustaba Lou Grant, y Haro Tecglen y José Oneto, porque solían pensar en sus lectores antes que en sus propias incumbencias. Oneto publicó un reportaje en que Maruja Torres llegó a camuflarse como gitana de chabolas, a imagen y semejanza de Gunter Walraff, pero antes de que este escribiese “Cabeza de turco”. También le insistió a Enrique Montiel para que escribiera el primer gran libro biográfico sobre Camarón de la Isla. Y transitó hacia “Tiempo” y los platós televisivos con las impecables camisas cuya leyenda cuenta que fue el pago de un empresario textil que no podía sastisfacerle una deuda en efectivo. La gente se quedaba con su flequillo. Yo, que crecí con sus llamativos titulares, prefería quedarme con su olfato, el de aquella generación que encaró la transición democrática desde la convicción de que la libertad podía terminarse al día siguiente y para publicar una noticia contundente no habría un mañana.
Tendría sus cosas, seguro, y a él le sabría mal el género del panegírico. Pero el periodista isleño sabía reírse sin violencia y es el tipo más liberal que he conocido en este país, a años luz de su amigo Antonio Garrigues Walker y, por supuesto, de Pablo Casado. Oneto le siguió la pista al 23-F, barruntando que España estaba desde entonces bajo libertad vigilada. Quizá lo esté todavía. Y quizá todo haya ido languideciendo porque el periodismo que ellos representaban ya no interesa demasiado, empezando por no pocos editores de lo mismo. En los últimos cuarenta años, entre tribuletes sobrecogedores y sindicatos del crimen, varias generaciones de plumillas y foteros, redactores de radio, de televisión o de lo que les echen, han ido destapando pufos y guerras sucias, cloacas y complots, trincalinas o fake news, driblando mordazas y eludiendo pesebres en la medida de sus posibilidades. Pero no han generado la misma mitología de entonces. Ahora parece más válido que nunca aquel viejo chiste profesional: “Si, soy periodista pero mi madre cree que trabajo en una güisquería”.
Entre todos lo matamos y Lou Grant se fue muriendo solo. Ojalá sepamos resucitarlo y que no la espiche de nuevo en el olvido, porque sus discípulos tal vez no le hicimos honor a su escuela y hemos terminado ejerciendo a menudo como simples cascarrabias de columna y tertulia, apóstoles del pensamiento unívoco, todo lo contrario a lo que fueron los padres fundadores de nuestra libertad de prensa. El Sigmund Freud de la costumbre, la crisis, ya saben, nos obligó a matarlos. Y a matar lo que fuimos.
Pero no nos pongamos estupendos. Lou Grant nos dio una última lección de este oficio cuando los productores decidieron cancelar la serie después de la tocata y fuga de algunos anunciantes porque su protagonista, el sindicalista de izquierdas Asner, hizo campaña en contra de la estrategia de la Casa Blanca en la cruenta guerra de El Salvador. ¿Cuántos periodistas de este país han visto como sus convicciones progresistas les costaban descalabrar su carrera cuando el compromiso conservador de otros les ayudaba por el contrario a subir el escalafón?
No se si Pepe Oneto tenía más de conservador que de progresista, ni me importa demasiado; pero a periodista no le ganaba nadie. Y, en algún limbo de los gacetilleros, se estará tomando ahora un lingotazo de whisky con Lou Grant, con Humprey Bogart o con cualquiera de aquellos que repiten para sus adentros el mantra de que es preferible un país sin gobierno pero con periódicos que uno con gobierno pero sin periódicos. Oneto conoció de cerca todos los poderes, incluyendo al cuarto, pero sabía perfectamente que en la España de Larra, de Bonafux y de Chaves Nogales, el periodismo nunca iba a serlo.