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De eso no se habla

La mayoría de las condenas por pederastia a religiosos no consideran responsable a la Iglesia

Carmen Camacho

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Así en lo personal como en lo político: comienzo a pensar que efectivamente hay dos Españas; la que prefiere no meterse en agua tapá, no remover lo que –con razón- denominan mierda, no dar voz ni escuchar la misma historia pero vivida desde otro lado; y la que, por el contrario, quiere dejarse decir, ser escuchada, orear, soltar lastre, dejar espacio dentro, como una manera de sanar las heridas propias o comunes y, quién sabe si reconciliarse, pero al menos sí poder ir en paz. Tales dos Españas no tienen por qué coincidir en coordenadas con las ideologías de izquierda y derecha; lo de correr un tupido velo tienta a muchos sea cual sea su adscripción. Pero bien es cierto que asuntos como la memoria histórica, los encuentros entre víctimas y verdugos de ETA o la pederastia en la Iglesia encuentran sus más voraces detractores entre los conservadores y más aún entre los de ultraderecha, para los que “salir del armario” en cualquiera de sus acepciones les parece un horror. Lo dictaminan en sus despachos y tribunas, pero también lo oímos en las comidas de Navidad: “De eso no se habla”, es la consigna, “Tengamos la fiesta en paz”, prosiguen, “¿Tú, qué?, ¿que si no hablas revientas?”. A ello lo llaman concordia. “¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!”. Así baja telón Bernarda Alba.

De eso no se habla es un podcast de Isabel Cadenas y Laura Casielles, en el que indagan precisamente en esto, en los nudos que atan los silencios personales y los colectivos, y que recomiendo vivamente. Con la venia, les siso el nombre de su programa y me lo prendo al pelo de titular. Hay parejas que fundamentan su relación en jamás hablar de “aquello que pasó”, que ambos conocen de sobra, pero temen quebrarse al nombrarlo. Hay veces que necesitamos imperiosamente decir y enfrente encontramos un bloque de hielo; hay veces que necesitaron mi escucha pero yo no podía oír nada. “Me pasa que a veces cuando trato de hablar / se me llena la boca de pulpos y de errores”, escribe Miguel Ángel García Argüez. Y sigue: “Pero a ti también te pasa que si tratas de oír / los oídos se te llenan de horror y de chatarra”. “Lo que no nos hacemos sedimenta / en la carne / endureciéndola”, dice Miriam Reyes. Igual pasa con lo que no nos decimos.

En cuestión de personajes y asuntos públicos la filiación al secreto se convierte en ciénaga nacional. Cuántos secretos a voces llenan las calles, y eso es lo mismo que negar, que no reconocer. Igual solapan los eufemismos

“Que esto no salga de aquí”, susurramos en las confesiones más íntimas. La confidencia, siempre que no hablemos de un delito, sana en cuanto que saca hasta el límite que cada cual necesita. Pero en cuestión de personajes y asuntos públicos la filiación al secreto se convierte en ciénaga nacional. Cuántos secretos a voces llenan las calles, y eso es lo mismo que negar, que no reconocer. Igual solapan los eufemismos. Cada vez que decimos “la amiga del Rey emérito” nos tratamos a nosotros mismos como idiotas.

Nadie dijo que esto fuera fácil. Es jodidísimo, y delicado. Ni nadie puede persuadir a quien se niega a reconocer y reconocerse, y se revuelve iracundo contra la simple idea de sentirse interpelado. Es entonces cuando llegan las falacias como estrategia defensiva: “Cosas mucho peores me has hecho tú a mí”, “me provocaste”, “¿y esto a qué viene ahora?”, “tú no es que seas precisamente una santa”, “yo nunca te hice eso”, “en todas las casas cuecen habas”, “en todos los bandos hay canallas”, “y tú más”, “una vez maté a un gato y me llamaron matagatos”, “eso pasó hace mucho tiempo”, “todas las instituciones cometen errores” (Ayuso dixit), “pero nadie habla de las cosas buenas que hacemos, eso no interesa”, “qué casualidad, que sean rojeras todos los que dicen haber sido abusados sexualmente por miembros de la Iglesia”... Cada una de estas frases, que llevo escuchando desde toda la vida hasta hoy mismo tanto en privado como en público, enturbian y bloquean cualquier ocasión de encuentro y sanación. Y deshumaniza, o al menos desdibuja el rostro (endurecen la carne, por usar la expresión de Miriam Reyes) a quien las enuncia.

“Los casos del pasado son casos del presente”, dice el vídeo que la archidiócesis de Madrid publicó el pasado lunes, en el que arroja razón y sensibilidad en torno a los abusos sexuales a menores cometidos en el seno de la Iglesia. Solo existe este camino digno, tanto para las víctimas como para una institución que es autoridad moral para tantas personas. Frente a esta postura, ya conocen la de la Conferencia Episcopal. Tremendo ejemplo.

Quienes se encastillan, guardan la mugre debajo de las alfombras, dicen lavar la ropa en casa, cierran bocas y cierran celosías, acaban oliendo a ropero viejo. Literalmente. Son carceleros, a la vez que encarcelados, de una verdad que no aflora y se convierte en ponzoña, losa o fantasma que hace y deshace cosas por su cuenta, y pudre todo aquello con lo que se roza. Dejan, en nombre de su buen nombre, un reguero de víctimas inocentes a su paso. Hay quienes aún no se han enterado de que la violencia machista o la pederastia no son secretos de alcoba y sacristía, sino asuntos públicos, que conciernen e interpelan a la sociedad no en tanto que pecados, sino como delitos como la copa de un pino.

En nuestro país, la mentalidad obtusa y cegata que denunciaran Valle-Inclán o Lorca, entre otros, continúa activa. “De eso no se habla –tendrían que confesar quienes esto defienden- porque no lo quiero oír, ni reconocer, ni reconocerte, ni sabría sostenerte la mirada ni sostener el cetro, ni dejar de hacerte con mi reacción aún más daño”. Llega la hora, vamos tarde: caiga quien caiga, toca ir aprendiendo este asunto tan delicado e importante de reparar el daño, entre otras cosas, dando a luz la verdad.  

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