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Desdeelsur es un espacio de expresión de opinión sobre y desde Andalucía. Un depósito de ideas para compartir y de reflexiones en las que participar

Sin ellas no habría ciudad

Fotograma del documental 'Ellas en la ciudad', de Reyes Gallegos.

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Durante décadas, los barrios de nuestras ciudades se levantaron no sólo con cemento y ladrillos, sino con el trabajo invisible y tenaz de muchas mujeres. 

Fueron ellas quienes, entre tareas domésticas, escolares y cuidados familiares, levantaron asociaciones de vecinos, pelearon por ambulatorios, guarderías, parques, transportes, centros culturales… No buscaban protagonismo, sino condiciones de vida digna.

En los años 70 y 80, muchas mujeres de los emergentes barrios sevillanos, Parque Alcosa, San Pablo, El Cerro, Pino Montano, La Oliva, San Diego, entre otros, se organizaron para transformar terrenos polvorientos en lugares habitables.

Lo cuenta el documental Ellas en la ciudad, dirigido por la arquitecta Reyes Gallegos, cuya reproducción el pasado 3 de octubre, en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura, muchos de los que participamos en la I Jornadas Sevilla en Transición: La ecometrópolis que queremos, pudimos, no solo disfrutarlo, sino emocionarnos con testimonios como los de Juani, Maribel o Nati, verdaderas arquitectas de la vida cotidiana. Sus relatos hablan de género, cuidados, urbanismo, educación y luchas políticas y se vuelven imprescindibles para conocer la transformación de nuestras ciudades en los últimos 50 años.

Hoy, cuando la vida urbana parece cada vez más individualista y las luchas vecinales se apagan, conviene recordar que gran parte de lo que damos por hecho: una escuela pública cercana, un centro de salud, una biblioteca o un espacio verde, fue conquistado gracias a esas redes femeninas de reivindicación y solidaridad. Las mujeres no solo fueron las cuidadoras de sus hogares; fueron, sobre todo, las cuidadoras del espacio común.

El trabajo reproductivo, esa suma de tareas domésticas, de acompañamiento, de organización del tiempo ajeno y de sostén emocional, ha sido históricamente despreciado por el sistema productivo. No genera beneficios económicos inmediatos ni figura en las estadísticas del PIB.

Sin embargo, sin ese trabajo invisible, realizado, en gran parte por las mujeres, ninguna sociedad podría sostenerse, la capitalista tampoco. Y cuando esas labores se trasladan del ámbito privado al público, se convierten en una forma de acción política: exigir una escuela no es solo pedir un servicio, sino reclamar un derecho; organizarse para que se construya un parque infantil es crear comunidad.

En esos movimientos vecinales se gestaron no solo mejoras materiales, sino también formas de conciencia colectiva. Las vecinas aprendían a negociar, a redactar comunicados, a hablar en público, a lidiar con conflictos. Se formaban políticamente, aunque no lo llamaran así.

Aprendieron que el bienestar no era una cuestión individual, sino una construcción común. Estas redes feminizaron la política local, introduciendo un modo distinto de hacer: más colaborativo, más horizontal, más atento a las necesidades reales de la vida cotidiana. Sin saberlo, fueron pioneras en lo que ahora desde la academia se estudia como urbanismo feminista o del cuidado, construido este, desde el diálogo, desde la empatía, desde relaciones sin jerarquías, donde se respetan todos los conocimientos, donde se entretejen los espacios, los tiempos, las necesidades, las oportunidades, los sistemas naturales y las personas.

La percepción que tenemos en la actualidad es que estamos perdiendo esa identidad de barrio, ese sentido de pertenencia, esa conciencia de construir comunidad, ya sea para enredarnos en reivindicaciones colectivas o para montar la fiesta del barrio. 

Las razones son múltiples: la precarización laboral ha reducido el tiempo disponible para implicarse en lo colectivo; la fragmentación urbana, la turistificación y la gentrificación convierten a los barrios en espacios de tránsito, devaluando el sentido de pertenencia a los mismos; a esto se suma un cambio cultural profundo abducido por el discurso neoliberal, que nos repite día a día, la consigna de que cada cual es responsable de su propio bienestar.

Como si los cuidados fueran una cuestión privada y no un deber compartido. De esta forma, el trabajo reproductivo vuelve a invisibilizarse, ahora se externaliza o se privatiza. Se paga (y mal) a otras mujeres, muchas de ellas migrantes, para sostener lo que antes se sostenía entre todas.

Recuperar la lucha vecinal significa reconocer que la política no empieza en los parlamentos, sino en las plazas, en los portales, en los grupos de WhatsApp, donde se organiza una recogida solidaria o se denuncia un desahucio. En un momento en que las grandes decisiones parecen lejanas y abstractas, la acción vecinal ofrece una escala humana, tangible, desde la que recuperar la política de lo cotidiano.

Aunque las grandes victorias de antaño parecen lejanas, la huella de aquellas luchas sigue viva en la Sevilla de hoy, a pesar de todos los obstáculos: en el Casco Antiguo, el colectivo Tejiendo Barrio reclama no solo lo que sería un parque, sino un espacio de convivencia, sombra y descanso en un centro histórico saturado por el turismo; en Bellavista o Cerro del Águila, las asociaciones de madres y vecinas llevan años reclamando la construcción de nuevos centros de salud prometidos; en Torreblanca, mujeres del proyecto La Unidad mantienen viva la organización vecinal en uno de los barrios más olvidados. La Asociación Casa del Pumarejo también es un ejemplo relativamente reciente de lucha vecinal por mantener un espacio público, donde se había previsto en el año 2000 un hotel de lujo.

Cuidar, en definitiva, no es solo un gesto íntimo: es una forma de resistencia. Y reconocer el valor político del trabajo reproductivo es el primer paso para reconstruir una ciudadanía activa, empática y comunitaria. En tiempos de fragmentación, cuidar juntas puede ser el acto más revolucionario.

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