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Granada, ante el último toque de queda

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Suena la música en una tienda de ropa concurrida por muchachas ávidas de nueva temporada. A la sombra de la Giralda, un matrimonio ataviado a la manera del Coronel Tapioca declara ante las cámaras haber venido desde Valencia y tener unas ganas locas de hacer cola para ver monumentos. Ya es pospandemia en El Corte Inglés y por la radio las cuñas publicitarias, que hace un año olían a rancia economía de crisis, avisan de que los anunciantes están de vuelta con fuerzas renovadas. En el informativo, la presentadora me agobia con la noticia de que todo el mundo ya está reservando sus vacaciones veraniegas en agencias de viajes. Dice Sánchez que de aquí a 100 días España logrará la inmunidad. Inmunidad de rebaño de cabras autóctonas, supongo, en el caso de quienes el pasado fin de semana se hicieron la dicha un lío yéndose de muchedumbres. Aquí, alguien se ha tragado una definición parcial del verbo vivir. Nos lo han cambiado por sucedáneos como consumir e imitar; va a haber que regresar por donde hemos venido para recuperar algo de su significado. Otros gritan, como condenados a galeras, arrastrando vaya usted a saber qué grilletes de goma, ¡libertad! ¡Cuántos antes en la historia agitaron como un colgajo la misma palabra en nombre de sus intereses y la violaron y preñaron de cosas, a ella, que fue sagrada y desprovista de idearios! En la mayoría de los medios, que hasta hace nada escupían números muertos, dejándonos en fúnebre vilo, cuesta un mundo informarnos de que, en nuestro país, en la última semana, 602 personas han perdido la vida por COVID. La sobreexposición a los datos terribles en algunos períodos de la crisis y el tratamiento tangencial de los mismos en este momento, ¿qué nos quiere decir? Como ante la buganvilla de mi balcón, que ha florecido de forma exultante y sorpresiva, casi a traición: así me enfrento a esta pospandemia repentina. Sin anestesia ni apenas desescalada ni nada. Un día no podemos visitar al padre y al siguiente nos sentimos prácticamente obligados a planear las mejores vacaciones de nuestra vida. Hay algo en el truco que no pillo. La respuesta no está del todo en las vacunas.

Es evidente que, en este apresurado cambio de pantalla, están pesando motivos económicos. Estamos a las puertas del verano y corre prisa encender los motores y las freidoras, más aún después de este tiempo en el que quienes han ingresado y no gastado pueden ahora venir a solearse y solazarse por España. Entiendo que quieran avivar los caudales y hacer correr las monedas, pero me pregunto si en todo este largo tiempo que hemos tenido para repensar la vida y la forma de vida, las distintas administraciones han sacado alguna cosa en claro. El coronavirus ha puesto en evidencia que el hecho de que nuestro modelo económico -más aún en Andalucía-, dependa tanto de un turismo difícilmente sostenible (la gentrificación y ‘londonización’ de nuestros centros históricos son hambre para hoy y más hambre para mañana) no parece buena idea. Tenemos recursos naturales y talento como para redirigir el modelo y hacernos dueños por fin de nuestro destino. Los problemas de vertebración del territorio, que agudizan la desigualdad social y la pobreza –que se lo digan si no a las gentes de Linares, o a quien vive en un pueblo por donde pasaba a diario un autobús y desde el coronavirus no pasa ni medio- son hoy más acuciantes que hace un año. Mientras tanto, los servicios públicos, que al menos dotan de ciertas coberturas, parecen cada vez más exhaustos y depauperados.

Así me enfrento a la pospandemia repentina. Sin anestesia ni apenas desescalada ni nada. Un día no podemos visitar al padre y al siguiente nos sentimos obligados a planear las mejores vacaciones de nuestra vida. Hay algo en el truco que no pillo

Con media sonrisa de desengaño, repetimos irónicamente aquella frase gastada, que rezaba que “De esta saldremos mejores”. Pero tampoco es eso. Ajenas a los cagaprisas, atónitas ante la indolencia estatal –Sánchez pasó de las continuas ruedas de prensa en las que nos sentimos realmente en guerra a no comparecer ni por una apuesta-, hartas del contradiós perpetuo del resto de líderes políticos nacionales, y de navajazos y bochornos regionales, a muchas gentes aún nos sobran motivos para pensar que no todo está perdido. Ahora, que estamos en el camino de regreso a la mal llamada “normalidad”, es el momento en que se activan las preguntas fundamentales: ¿qué mundo tuvimos que detener el 14 de marzo de 2020?, ¿qué mundo nos vamos a encontrar a partir de ahora?, ¿y qué tal nos van a encontrar los demás a nosotros?, ¿en qué nos hemos convertido?, ¿qué hemos aprendido durante este largo tiempo raro? En estas preguntas hallo refugio y un cierto entusiasmo, en lo personal y en lo social. En la foto de calles atestadas de gente que no acaba de entender la diferencia entre la ley (estado de alarma) y lo real (el coronavirus), no salís quienes la noche del sábado también estuvisteis disfrutones, pero íntimos; en las redes no esputáis bilis quienes no picáis en el cebo de la crispación orquestada por mala gente que camina y va apestando la tierra; la razón común y la reflexión compartida es antiespectacular y, por tanto, no es tendencia. De regreso, volvemos a encontrarnos y a pasar tiempo con esas personas de las que vamos a aprender mucho cuando nos cuenten cómo han vivido esta tregua con pinta de lucha, y todas sus posibles viceversas.

“Como después de un sueño, / no acertaría/ a decir en qué instante sucedió./ Llamaban./ Algo, ya comenzado, no admitía espera…”. Desde hace unos días, no para de sucederme lo que canta Jaime Gil de Biedma en estos versos. Es tiempo de regreso, de volver, de encuentro, de puesta en común. Despacito, y con talento. No me pienso perder ni un solo momento de escuchar y poner en común con las gentes que merecen la alegría todo lo que hemos aprendido.  

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