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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Volver a nacer con 43 años: José María, el 'hombre sin identidad' ya tiene DNI

José María, posando con una copia de su documentación el pasado viernes 26 de julio junto a  junto al Defensor del Pueblo Andaluz, Jesús Maeztu, en la cárcel de Morón de la Frontera

Javier Ramajo

José María ya existe. José María ya es alguien en esta sociedad que, quizá sin saberlo, le ha dado la espalda durante sus 43 años de vida. José María acaba de obtener su Documento Nacional de Identidad (DNI), un trámite accesible y cómodo para muchos pero que a él le ha costado media vida simplemente porque nadie lo había intentado lo suficiente. La otra media vida la empieza ahora, documento en mano con el que poder, sin ir más lejos, gestionar que algún organismo valore oficialmente qué grado de discapacidad tiene y, con ello, poder acceder a una pensión no contributiva de invalidez. De momento, es ahora, con 43 años, aunque siga preso, cuando puede empezar una nueva vida de acuerdo a su situación real.

“Quiero verla y quiero hablarle de su hijo”. A un lado del teléfono, el Defensor del Pueblo Andaluz, Jesús Maeztu. A otro, desde Valencia, Josefina, la madre de José María, al que daba por muerto desde hacía muchos años. Ni para ella existía. La emoción de aquella mujer al saber, a través de una persona desconocida para ella pero que mucho ha tenido que ver con la 'resurrección' de su hijo, que tal reencuentro podría producirse tantos años después, sin pedirlo, la describe con detalle el propio Defensor a este periódico.

Y lo hace apenas unos días después de visitarle en la cárcel de Morón de la Frontera (Sevilla II), donde José María cumple condena, una de las muchas que le ha impuesto el sistema judicial y que le ha hecho cumplir el sistema penitenciario, el único que desde los 16 años conoce José María y que todavía le retiene pese a que la Justicia ya ha reconocido que quizás la prisión no es el lugar adecuado para una persona como él, con sordera prelocutiva, que no sabe hablar, no puede oír, no conoce el lenguaje de signos, ni sabe leer o escribir.

En su flamante DNI pone que nació el 9 de septiembre de 1975 pero, según el Defensor, su madre recuerda bien, por los crespones negros que inundaron las calles, que José María, uno de sus 16 hijos, nació justo el día en que murió el dictador, el 20 de noviembre de 1975, un par de meses después de lo que dice el Libro de Familia. Ese documento, vital en esta persecución de los orígenes de José María, pudo conseguirlo una trabajadora social de la prisión de Morón cuyo empeño, el mismo que el del propio Maeztu, le hizo tirar del hilo de un posible hermano en Utrera, también preso.

Un culpable sin derecho a protesta

Una nota manuscrita, con una dirección bastante ilegible y numerosas faltas de ortografía, situó a la posible progenitora a cientos de kilómetros de la chabola de Palmete, en Sevilla, donde José María pasó los años 90 mientras salía y entraba de la cárcel, siempre por pequeños delitos (hurtos, principalmente) y en más de una ocasión por servir de “chivo expiatorio” de las malas andanzas de sus hermanos y la imposibilidad de que “el mudito”, como le llamaban, pudiera delatar al culpable ni decir ni palabra de que realmente él no había hecho nada, que él pasaba por allí. Su expediente penitenciario y sus múltiples DNI, todos falsos, iban haciendo el resto. José María proviene de una familia totalmente desestructurada y un sistema que no supo o no pudo saber más allá de contar con un culpable sin derecho a la protesta.

Con todo, la pista valenciana era la correcta. Dos matrimonios, un padre que no reconoció al hijo y un traslado desde Sevilla hasta el levante español provocaron que su madre perdiera contacto con José María, que se quedó con su padre en el sur. La familia procedía de Málaga, pero su futuro empezaba a escribirse en la ciudad del Turia, donde vive la madre de José María y donde sobrevive con la venta ambulante. Y allí se plantó Jesús Maeztu, que aprovechó unas jornadas de defensores del pueblo en Alicante el pasado mes de octubre para visitar a Josefina.

Un hotel cualquiera de Valencia. Finales de octubre. Congoja al principio, un chal como detalle de confianza y una “confesión” después. En medio, tres horas de conversación, el relato de toda una vida y la emoción de saber que aquel hijo aún vivía. Josefina, de 75 años como Maeztu, encontró, eso sí, una primera forma bien mundana de acercarse a su hijo, propia de una madre cualquiera: le dio 50 euros para que “por favor” el Defensor se los hiciera llegar a su hijo. Así consta, como ingreso, en el extracto de cuentas de peculio del pasado día 26 de julio, cuando Maeztu visitó en la cárcel por segunda vez a José María: “Ingreso familiar (madre). Defensor Pueblo”.

Según el relato del Defensor, y de algunos abogados que han seguido su particular historia, a José María le tocó vivir desde siempre un aislamiento y un rechazo total de su entorno más directo que, pese a todo, no tendría por qué corresponderse con el cariño y la “ilusión” con que ha recibido su DNI y ha agradecido, a su manera, noticias de su madre o de una hermana con síndrome de down, nueve años menor que él, a la que recientemente ha podido ver en fotografía. “No se la separaba del corazón”, recuerda Maeztu, quien alaba su ternura frente a las “cargas negativas” que podría haber ido acumulando mientras el sistema (“y algunos errores”, como reconocía una de sus múltiples abogadas de oficio) solo le hacía, valga la redundancia, acumular condenas.

Ninguna visita en la cárcel

Aquellas huellas de su pasado no predominan en su carácter. Parece como si no le hubieran afectado, apunta Maeztu, quien cuenta con no pocas “historias de barrio” a sus espaldas desde el año 69, como reconoce. “José María no existía para la sociedad, ni para su familia, ni para el Estado”, señala el Defensor. Primero unos voluntarios de un parroquia de Amate y luego Cáritas Diocesana de Sevilla fueron los que dieron los primeros pasos para que José María fuera alguien aunque casi nadie le había advertido. Ni siquiera en la cárcel, donde nunca nadie le visitó, más allá de algún abogado voluntarioso y del propio Maeztu, quien aprovechó su visita a Sevilla II para tratar con la subdirección médica algunas cuestiones sanitarias como los traslados a las consultas, la atención a presos con enfermedad mental, el funcionamiento del Servicio de Orientación Jurídico-Penitenciaria o la actuación abierta sobre el ejercicio del derecho al voto en las prisiones.

El caso es que José María ya tiene formalmente nombre, el mismo por cierto que el de algunos hermanos suyos, según le confesó su madre al Defensor en aquella larga conversación (“como eran tantos...”, decía). Pero sobre todo tiene DNI, con el que “se le abre la puerta” de muchas posibilidades y de obtención de ayudas, como dice Maeztu, que se congratula de que la 'pata' administrativa de esta particular historia haya tenido un final feliz.

José María cuenta con DNI desde el 5 de julio, pero Maeztu recuerda su “alegría” al leer la carta de la Delegación del Gobierno de un par de días antes, cuando a la Defensoría se le comunicó que las múltiples gestiones habían tenido efecto y que la fase de expedición del documento llegaba a su fin. De la exclusión total a la existencia, al final de una etapa de vacío.

Nunca nadie se preocupó de él y ahora puede convertirse en acicate para que, como es intención de la Defensoría, el lenguaje de signos pueda llegar verdaderamente a más personas en el “agujero negro” que es la prisión para ese colectivo. Todo depende, como en esta historia y como en muchas otras, de la voluntad de unos pocos que quieran avanzar en el camino. “Él no ha tenido Justicia”, resume el Defensor, que apuesta por “recuperar su dignidad” y por que la 'pata' judicial que ha acompañado a José María durante su primera media vida pueda también solventarse en un lugar más apropiado a sus características.

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