La vida tal y como la conociéramos se ha paralizado por el bien común, o eso dicen, desde que nos obligaran a quedarnos en casa a partir de que se decretara el Estado de Alarma el pasado lunes 16 de marzo. Son muchos los colectivos y activistas quienes hemos puesto en el foco que, dentro de las medidas impuestas para protegernos del COVID 19, existen otras muchas personas a las que nunca se les ha garantizado su derecho a la vida por parte de quienes se suponen que tienen esta responsabilidad. Dentro de las y los olvidados están las y los eternos invisibles, que son aquellas personas cuyas vidas no valen lo mismo, porque las leyes nunca se hicieron para protegerlas y garantizarles el derecho a la vida, sino al revés, se establecieron para criminalizarlas, deshumanizarlas y homogeneizarlas.
Las personas que migran de forma irregular ya no parecen ser ni la principal ni la única amenaza y/o problema. Los falsos bulos que se han difundido sobre estas personas han generado un efecto boomerang: fuimos nosotros y nosotras a quienes en primer lugar nos cerraron las fronteras de los países a cuya ciudadanía se le establecen mil trabas para poder venir aquí, porque fuimos y somos una amenaza real.
Es ahora cuando muchos españoles y españolas han sido conscientes que existen privilegios porque es, ante un hecho real y que no podemos controlar -como es una pandemia-, cuando se han establecido medidas que restringen lo que parecía impensable; limitar un derecho universal como es el de la libre circulación. Ahora que son nuestros familiares y amistades quienes suponen una amenaza para la seguridad, sentimos dolor y empatizamos -las redes dan una muestra de ello- con quienes no pueden despedirse de sus seres queridos o desplazarse para cuidar.
Un dolor que no ha sido contemplado nunca para las familias de las más de 8.000 personas que han perdido la vida en nuestra frontera sur en estos 30 años. Ni para los de las dos mujeres que rozaban la veintena y el niño de poco más de dos años que perdieron la vida -y otras 4 personas más que desaparecieron- en el naufragio de este pasado 12 de marzo en las costas marroquíes. Una tragedia que pasó inadvertida porque existen prioridades, que no son las muertes del Sur Global, tanto para quienes nos gobiernan como para la mayoría de los medios de comunicación.
A pesar de que las estadísticas muestran un descenso en el número de llegadas por nuestra frontera desde que se decretara el estado de alarma por la pandemia, la actividad de Salvamento Marítimo no ha cesado; siguen rescatando las vidas en el mar. Profesionales que han visto cómo los recursos que deberían garantizar un mínimo de seguridad en su trabajo han ido reduciéndose, especialmente desde 2018. El de Salvamento Marítimo es un caso muy similar al del personal sanitario, a quienes cada día salimos a aplaudir a las 20:00 horas desde nuestros balcones. Nadie ha puesto en duda la labor encomiable que realizaban y realizan los y las profesionales de la salud a pesar de las vicisitudes; es más, se han convertido en nuestros héroes y heroínas. Sin embargo, la labor de los y las profesionales de Salvamento Marítimo ha sido cuestionada y difamada en muchísimas ocasiones.
Las fronteras nunca han estado abiertas para todas las personas ni la libre circulación es un derecho universal; estemos en estado de alarma o no. Las personas van a seguir poniendo sus vidas en riesgo porque nadie de quienes dicen protegernos quieren visibilizar y reconocer el verdadero origen del problema; que la verdadera amenaza para la vida no es un virus, ni se arregla cerrando más si cabe las fronteras. La verdadera amenaza es este sistema de organización social y económico que asola a la humanidad y que sigue priorizando unas vidas sobre otras. Todas las vidas “valen” igual según la Declaración Universal de los Derechos Humanos pero, en la práctica, unas vidas valen más que otras.
Ana Rosado, Equipo Investigador Frontera Sur, área de Migraciones APDHA.
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