Medio siglo de la riada que arrasó La Rábita, el pueblo que teme la lluvia
Cincuenta años después, Pedro Sabio no puede olvidar la noche en la que estuvo a punto de morir entre olas de lodo que arrastraban camiones y bidones de la fábrica de alcohol que había rambla arriba. “¿Que si me acuerdo de aquello? Yo tenía 14 años y vivía en aquella casa de los arcos. Mi padre y yo fuimos a abrir el portalón y digo: ”¿Qué pasa, que me está cayendo agua?“. Entonces vimos que era todo fango. La rambla brincaba hasta el tejado de mi casa, y de la casa caían piedras. Eran olas de cinco o seis metros de altura, algo espantoso. Se metía por las puertas, entraba por abajo, no podíamos salir por ningún sitio y nos quedamos en el piso de arriba esperando que nos llevara. Lo pasamos muy muy mal: prefiero no acordarme”.
La madrugada del 18 al 19 de octubre de 1973, una descomunal tormenta descargó sobre Albuñol y la pedanía costera de La Rábita, en la Costa Tropical granadina, y unió sus aguas a las que venían por los barrancos de la Sierra de la Contraviesa kilómetros arriba. Cayeron unos 600 litros por metro cuadrado en seis o siete horas.
La riada, que venía desde Albondón por el barranco de las Angosturas, fue arrastrando piedras inmensas que taponaban el agua en cañones y desfiladeros, hasta que desbordó el cauce de las ramblas y arrancó de cuajo todo lo que encontró a su paso: casas, cultivos, vidas. Se rescataron los cadáveres de 40 personas y más de 80 desaparecieron.
Las lluvias se cebaron también con la Región de Murcia, en uno de los episodios más letales del último siglo. En total, los muertos en todo el sureste superaron los 300, según el Catálogo Nacional de Inundaciones Históricas. Más de 1.600 personas han muerto en inundaciones en España en los últimos sesenta años, según los datos recopilados por Europa Press.
Las cicatrices todavía se palpan en la tierra y en los vecinos de La Rábita y Albuñol (7.420 habitantes). Muchos creen que si se abriera el cielo como aquella noche volverían a lamentarlo. El cambio climático y la proliferación de fenómenos extremos no dan tranquilidad. En 2015, tres trabajadores murieron en una nueva riada, y hace apenas un mes la rambla volvió a desbordarse y anegó la escuela municipal. “Si me preguntas si estamos preparados para una tormenta con los valores de aquella, tengo que decir que no”, admite María José Sánchez, alcaldesa de Albuñol (PSOE).
Este es un pueblo marcado por una desgracia identificada para siempre con una palabra: La Nube.
Un edificio engullido por la ola
Pedro Sabio, que ahora es vigilante de aguas (distribuye el riego en los invernaderos) contemplaba este jueves a pie de rambla su antigua casa, en la que él y su familia estuvieron a punto de morir. “La vendimos en cuanto pudimos”, dice.
Al otro lado está el núcleo de Los Castilla, y allí la riada arrastró a media familia que no pudo escapar. Eran el tío y los dos primos (de 11 y 4 años) de Pilar Moreno, que en la salita de su casa en La Rábita cuenta cómo las olas de lodo partieron la vivienda de sus tíos por la mitad. Su tía y otros dos primos aguantaron en la parte superior; el cuerpo de su tío apareció kilómetros abajo.
Vicente Fernández, el marido de Pilar, tenía 22 años y vivía al pie de la antigua carretera nacional. Puede que eso le salvara, porque la riada no arrastró tantos coches, y pudo escapar callejeando cerro arriba. Desde allí cargaba sobre su espalda niños que a duras penas podían retrepar la ladera, y vio cómo una ola engullía un edificio entero demasiado cercano a la desembocadura. “Ahí murieron 25 y los vi yo cuando se los llevó”. La ola había desbordado la rambla natural en su desembocadura hasta un ancho de más de un kilómetro.
Una gota fría azotó aquellos días a todo el sureste, y el 18 de octubre había llovido en Albuñol, sin pausa, pero normal. Pero fue llegar la noche, y aquello se convirtió en un diluvio. Cuentan que el ruido lo llenaba todo, el agua caía con tal fuerza que no dejaba ni respirar, y sólo los relámpagos arrojaban algo de luz. Solo al amanecer se vio el desastre. Algunos cuerpos aparecieron en Málaga, a 130 kilómetros, y decenas de coches y camiones quedaron esparcidos en la playa y el mar.
“A las autoridades les vino muy grande”
Aquello cambio la piel del pueblo. De un día para otro, desaparecieron cosechas, cerca de doscientas casas, animales. Una amplia superficie quedó convertida en un arenal, en la que era imposible saber dónde terminaba una finca y empezaba la del vecino. Algunas casas no recuperaron el suministro eléctrico hasta diez meses después. Se levantaron viviendas temporales que hoy permanecen.
“La gente decía que no es que se hubiera llevado la cosecha, sino que se había llevado las tierras”, recuerda Antonio Hernández, por entonces el párroco de Albuñol, que asumió la tarea de comunicar el desastre a la opinión pública. Llegó a reunir mil firmas que remitió a Ideal. “Eso les ponía muy nerviosos, no tenían esa costumbre de participación. Eran los últimos coletazos de la dictadura. Las autoridades tenían pocos resortes y poco espíritu y educación para levantar aquello. Les vino muy grande”. Estos días ha recuperado sus archivos para una exposición.
El pueblo perdió alrededor de un millar de vecinos, sin mucho que hacer en un erial arrasado. Había que buscarse la vida en otro sitio. Emigraron, sobre todo a Roquetas de Mar y Barcelona, y sólo fueron volviendo con cuentagotas. “La Nube marcó no solo a la generación que lo vivió, sino la forma de concebir la vida. El pueblo perdió el 25% de su población el primer año”, resume la regidora, quien subraya que el pueblo ha renacido hasta convertirse en receptor neto de emigrantes. El 34% de la población de Albuñol son extranjeros llegados en los últimos años, la mayoría de ellos marroquíes, mano de obra en la boyante agricultura bajo plástico. Muchos ignoran lo que pasó, y no tienen problema en cruzar la rambla cuando llueve.
“Cuando llueve, a nadie se le ocurre circular por ese carril”
Hoy, la rambla es una zanja de unos 40 metros de ancho y tres de profundidad, encajonada por muros de hormigón con, a lo sumo, un par de metros de altura en algunos puntos sensibles. La flanquean la carretera A-345, que une La Rábita con Albuñol, y un estrecho carril de apenas cuatro metros de ancho que da acceso a decenas de invernaderos. A 50 metros, los barrancos.
Esta es una zona de avenidas traicioneras. Puede lucir el sol y estar gestándose el desastre. Y es inevitable pensar que esas carreteras son ratoneras. “Si le pilla ahí, se tiene que entregar a morirse”, dice con gravedad Pilar. Su marido se salvó por poco en las lluvias de 2015 (88 litros por metro cuadrado). Entonces, muchos huyeron dejando atrás sus coches, que acabaron en el mar, donde siguen. Tres trabajadores lituanos de los invernaderos tuvieron menos suerte.
“Cuando llueve aquí a nadie se le ocurre circular por la carretera ni por ese carril”, señala la alcaldesa, quien cree que el recrecido de los muros es indispensable para evitar una nueva desgracia, y critica la obra que está acometiendo la Junta de Andalucía: rebajar en medio metro las “cadenas” (un centenar de placas de hormigón que cruzan la rambla de lado a lado), con el fin de encauzar las avenidas. “Hay que aumentar la superficie de caudal”, opina la alcaldesa, que también ha solicitado una limpieza de los barrancos, ahora colmatados.
Tras el desastre, la rambla se encajonó y se sacó del pueblo partiendo un cerro, pero cada poco tiempo las lluvias demuestran que no es suficiente. En los vídeos del 3 de septiembre de 2023, hace apenas un mes, se ve cómo olas negras saltan a la carretera. “Sabemos que es un fenómeno cíclico. En 2015 las lluvias duraron una hora, pero si dura como La Nube, hubiese habido desgracias muy importantes”, dice la alcaldesa. Hay quien cree que sería peor: los invernaderos impiden que parte del agua permee la tierra, y el viaducto de la A-7 se sostiene sobre unos pilares anclados sobre la rambla.
“El que no la ha visto no se lo puede imaginar”, dice Pilar Moreno: “Te salen las lágrimas solas cuando ves que llueve mucho y hay truenos. Es que sin querer lloras”. A su lado, su marido asiente: “Por lo menos que escuchen, porque nosotros ya tenemos la experiencia y lo hemos vivido antes”.
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