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Lo moderno es amar

Momento de 'Cine', por La Tristura

David Montero

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La Tristura actuaba por segunda vez en Sevilla este fin de semana en el Teatro Central. El sábado, cosas del azar o la necesidad, se cumplían justo diez años de su primera actuación en la capital andaluza. La distancia que va de una a otra da cuenta del crecimiento de esta compañía: de “La velocidad” a “Cine”, del Centro Cívico Torre del Agua al Teatro Central, del anonimato al reconocimiento.

“Cine” podría adscribirse al género roadmovie teatral, pero con escapes en su narratividad y los materiales que utiliza que la colocan en esa encrucijada ficción-no ficción tan fértil en el teatro contemporáneo.

El asunto es sencillo: el protagonista, cuyo nombre en la obra y en la vida real coinciden, emprende un viaje para tratar de averiguar la identidad de su madre. Pablo, nacido a principios de los ochenta, es un niño robado y entregado a otra familia. Tras buscar inútilmente en los archivos la información que busca, decide ir a Turín donde vive el juez que firmó su adopción. Este juez era, “casualmente”, el presidente de una asociación que acogía a madres jóvenes solteras y presumiblemente les quitaba a sus hijos para entregarlos a parejas sin ellos. Paralelamente, conocemos a una chica de edad similar a la de Pablo. Ella es profesora en un colegio y está desarrollando un proyecto de investigación sobre la construcción del relato autobiográfico en la sociedad contemporánea a través de la fotografía. La historia de ambos se cruzará al final de la función en un encuentro entre los nietos de las dos españas que dejará abierta la puerta a una asunción transgeneracional de responsabilidades históricas y personales como único camino hacia una reconciliación con lo que fuimos y lo que somos, como única esperanza de curar heridas y seguir adelante.

Drama transgeneracional

Muy inteligentemente, el relato conecta este viaje personal hacia unas raíces inciertas con sendos textos en off sobre las relaciones neuronales y el universo (“hay quien dice que el universo existe gracias al cerebro, y no al revés”). De hecho, me parece que esta función entronca con un discurso recurrente en el teatro contemporáneo y que me permito dar en llamar tragedias o dramas “transgeneracionales” (Incendios, Cuando deje de llover, el Edipo de Sanzol,…). En todas ellas, aparece la idea que nuestra historia personal es herencia de quienes nos engendraron y, como se dice al final de “Cine”, yendo atrás en el tiempo, nos encontraremos con un origen común más allá de lo humano. En ese viaje a los principios, de uno y de la vida, nos reconocemos seres dependientes e históricos, responsables de lo que somos porque asumimos lo que fuimos y lo que fueron antes de nosotros. Sólo así, y quizá ni así, podremos conservar esperanzas.

Además de Pablo e Itsaso, en escena están Fernanda Orazi que interpreta con convicción y solvencia al resto de los personajes (Arantxa, la camarera italiana y, en escalofriante composición, al juez) y unos niños que son metáfora del futuro y, en un momento de la función, los alumnos del personaje interpretado por Itsaso Arana.

Los distintos espacios por los que transcurre la acción están resueltos con sencillez y eficacia, al tiempo que van destilando imágenes de una belleza marca de la compañía y que, al yuxtaponerse, convierten el escenario en un no-lugar, metáfora del periplo de Pablo en busca de respuestas y de nuestra incapacidad para transformar en unidad la multiplicidad de la vida. Entre ellos y el público, una pantalla transparente que da una sensación de imagen filmada a lo que no es sino real. Además, toda la pieza es escuchada a través de unos cascos que nos entregan al principio a cada espectador, lo que ahonda en la dualidad mediato/inmediato.

Una encarnación escalofriante

Me gustó especialmente la escena de Pablo con el juez, el primero a nuestro lado de la pantalla pregunta con un micrófono, el otro (como decíamos encarnación de escalofrío de la Orazi) al otro lado de la pantalla, intocable, inaccesible, capaz de justificar lo injustificable: los herbívoros no duermen profundamente porque temen a los carnívoros, moraleja sea usted carnívoro. También la llamada de Pablo a su exnovia, tan real, tan de hombre perdido que necesita asirse a su pasado; la anécdota, contada en off, de Truffaut yendo a ver a su padre desconocido e incapaz de abordarlo, metiéndose en un cine a ver “La quimera del oro”; el proyecto fotográfico de Arantxa sobre la memoria y los huecos en la narración al que ha titulado provisionalmente como yo a esta crítica; y esa demora entre escenas que abre huecos, que nos deja pensar y que, sin embargo, hace que los ochenta y cinco minutos de función pasen en un soplo. En cambio, me pareció que eliminar alguna intervención de los niños alejaría el peligro del subrayado y la búsqueda de una emotividad fácil e innecesaria.

En definitiva, un trabajo hondo y capaz de encontrar el equilibrio entre la búsqueda y el hallazgo, entre nuevas narrativas y compromiso político; que reta al espectador a “hacer su trabajo” sin caer en el hermetismo.

Por cierto, hace poco vi Bratislavia de la compañía sevillana La Tarara. Atentos que, tras algún inevitable pecado de juventud, hay una compañía con talento y discurso propio. Y no es un caso aislado, sino ejemplo de algo que está brotando con fuerza en el panorama escénico sevillano y de lo que algún día no lejano les hablaré.

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