El Bosque Sonoro, la fauna inextinguible de Mozota
Se podía llegar en coche y aparcar sin ningún inconveniente. El control para marcar la entrada era sencillo y rápido. Después, una suave caminata por un sendero arbolado, el río al costado y su sonido manso, las ramas sinuosas dando sombra, el aroma a arbusto. Y, poco a poco, aparecían las primeras camisetas, las luces de colores, el murmullo inicial de un bosque sonoro. Mozota se abría a una experiencia musical única, con precio de abono bastante aceptable, nunca demasiada gente ni colas, un cartel cautivador, un escenario grande y uno pequeño, un entorno inmejorable.
Para la gran mayoría de gente que estuvo en cualquiera de sus cinco ediciones, El Bosque Sonoro significaba una experiencia placentera, libre de cualquier estrés o ansiedad de macrofestival. Y, pese a las dificultades, la máquina seguía en marcha. Hasta que llegó el temporal, la inundación, las pérdidas millonarias. Y el festival pasó de ser algo insostenible económicamente a volverse imposible. Y aunque estén cansados, Víctor Domínguez y Octavio Benito no se agotan. Son de esas personas que cuando se les ocurre alguna idea no contemplan ninguna razón para no hacerla, aunque eso signifique la recurrente acción de barajar y dar de nuevo. Cartas tienen muchas.
El bosque
Durante algunos años, Víctor Domínguez estuvo a cargo de la programación musical en Las Armas. Todavía hay gente que recuerda esos conciertos con cariño y, sobre todo, nostalgia, ya que la gestión actual del Ayuntamiento de Zaragoza decidió acabar con ellos. Cuando aún estaba inmerso en este proyecto, Víctor se fue a vivir al campo. En Las Armas conoció a Octavio Benito y Cristian Barros, dos melómanos de un pueblo llamado Mozota, a media hora en coche de la ciudad. También vivían en Mozota dos personas fundamentales para el futuro festival: el bajista de León Benavente, Eduardo Baos, y su mujer, Rosana. No saben quién convenció a quien, pero cuando Pedro Sánchez declaró el estado de alarma en marzo de 2020, Víctor ya hacía un año que vivía en el pueblo. Y durante esos meses de confinamiento, hubo un sitio ahí que empezó a llamarle mucho la atención y que Octavio conocía muy bien.
“Nacimos de manera muy espontánea, condicionados por la pandemia. Ese parón nos hizo estar aquí en el pueblo y no sabíamos qué hacer con nuestro tiempo, así que empezamos a limpiar y arreglar ese espacio”, dice Víctor. El espacio era un terreno con mucha maleza que acondicionaron con la idea primigenia de crear un parque sin ninguna otra intención más que de hacerlo. Quizás, algún día, la gente podría disfrutarlo. Ellos lo vivían como desahogo, terapia y gimnasio durante la pandemia. “El Bosque Sonoro empezó desbrozando una chopera, que era por donde entraba el público, donde yo jugaba de crío”, dice Octavio, las orejas atravesadas por pendientes redondos y grandes, los tatuajes y los ojos negros profundos. Víctor lo mira, asiente y sonríe mucho, sentado con su altura siempre inquieta.
Todo el terreno sobre el que funcionaba El Bosque Sonoro era territorio apropiado por la infancia de Mozota en los 80. “El campo principal, donde se montaba el escenario y ocurría la vida y el corazón del festival es donde nosotros jugábamos a las olimpiadas: quien salta o quien tira la caña más lejos. Fue entrar en ese campo y Víctor vio ahí un anfiteatro”, sigue Octavio. Entonces, llegó la casualidad: el dueño de ese campo quería vender y ellos lo compraron porque se les ocurrió que sería estupendo hacer algo de agricultura, verduras ecológicas repartidas a domicilio. Enseguida se dieron cuenta que eso no era para ellos, así que cambiaron una locura por otra: en abril de 2020, todavía sin vacunas para el COVID-19, decidieron que harían un festival llamado El Bosque Sonoro.
En septiembre concretaron su primera edición, el único festival de música que se hizo en Aragón en plena pandemia y uno de los pocos de España en ese año. Y cumpliendo todas las normas: tres fines de semana, todo el público sentado y a una distancia prudencial (dos personas cada metro y medio), mascarillas obligatorias, una app para pedir comida y bebida, Coque Malla y León Benavente. Fue un éxito. Gustó mucho. Y el bosque empezó a sonar.
Lo sonoro
Al año siguiente aflojaron las restricciones y en un festival podía haber grupos de hasta seis personas juntas. Así que decidieron repetir. La segunda edición de El Bosque Sonoro fue en julio de 2021 con Viva Suecia, Iván Ferreiro, La Habitación Roja y Novedades Carminha como cabezas de cartel. “Fue el primer y único festival de pie en Aragón y no sabemos si en España. Yo no he conocido nada más, ilegales sí. Sanidad nos dio el permiso para hacerlo de pie, pese a que nos decían que era imposible y tal. Nosotros nos propusimos cumplir las normas en exceso, lo que supuso invertir mucho dinero”, recuerda Víctor. Pero estaban muy felices y entusiasmados, habían conseguido algo único y se les ocurrió la idea de pasar de las mascarillas a las máscaras. Octavio, Víctor y Cristian, la trilogía de El Bosque Sonoro, ataviados con monos negros y máscaras plateadas de la fauna boscosa: un conejo, un gato y un búho. Esto alimentaba la incógnita: ¿quiénes están detrás del bosque? ¿A quiénes se les ocurrió la idea de inaugurar un festival de música en un momento de la humanidad en el que parecía imposible hacer algo así? Y la marca de El Bosque Sonoro empezó a convertirse en icónica. Ellos seguían ocultos, incógnitos. Y se sentían todavía más capaces de hacer cualquier cosa.
Al año siguiente les llegó un reconocimiento muy especial por esa edición de 2021. Los premios Fest, el único certamen en España dedicados a los festivales de música, incluían a El Bosque Sonoro en la terna al mejor festival en innovación, en su caso, por haber ideado un sistema de nidos: una entrada especial para estar de pie en grupos reducidos, una idea original para quienes querían evitar ver los conciertos sentados y cumplir con las normas sanitarias de entonces. No pensaban ganar, ni se lo imaginaban: compartían terna con el Cruïlla y el BBK. Por eso se tomaron el viaje a Bilbao como una escapada festiva de abundantes pinchos y chacolís. Llegaron a la gala bastante borrachos y, evidentemente, sin discurso preparado. “De repente dicen: ¡El Bosque Sonoro! Y nosotros flipando. Subimos y lo primero que dije es que habíamos salido por ahí, que nos habíamos pillado un pedo, que lo habíamos pasado muy bien y que sois la hostia. Y todo el mundo descojonado”, recuerda Víctor.
Los Planetas, Triángulo de Amor Bizarro, Kiko Veneno y El Columpio Asesino encabezaron el cartel de El Bosque Sonoro en 2022 y la iglesia de Mozota acogió a El Niño de Elche. Seguía primando una concepción muy amplia a la hora de entender y respetar la música, incluso cuando ellos tienen una muy concreta a la hora de definir lo que les gusta: a Octavio, el metal experimental o la línea de John Cage y todo lo que esté en el margen; a Víctor, la música afroamericana o de raíz latina hasta el año 78-79. “Tratábamos de ser respetuosos con una forma de entender la música y traer a grupos que estuvieran en esa línea”, dice Octavio sobre cómo definían el cartel cada año.
Para esa tercera edición del festival decidieron colocar los contenedores que aún permanecen en el recinto. Necesitaban algo propio para almacenar equipamiento y herramientas y aprovecharon la instalación para convertirla en un espacio de coworking. Son dos contenedores grandes unidos y dos pequeños, dentro de los cuales funcionan cuatro oficinas y un almacén. A raíz de esto, también recibieron un premio a la innovación en La Caja Rural y financiación de Aragón Emprende para poder acondicionar el espacio por dentro.
Ese 2022 todo parecían ser éxitos, premios y perspectivas de crecimiento. No había, aparentemente, motivos para pensar lo contrario. Pero el hecho de empezar a crecer les hizo caer en la cuenta de que necesitaban más inversión y que, quizás, estaban jugando en una liga que no les correspondía. “En 2022 Cristian dijo que no tendríamos que haber hecho el Bosque Sonoro ese año y tenía razón. Porque volvieron todos los festivales con una fuerza brutal, todos los cachés se megamultiplicaron y nosotros, que habíamos nacido por una cosa muy concreta, intentamos jugar la liga de los macrofestivales y éramos Osasuna”, dice Víctor. Había muchos grupos que podrían haber estado en El Bosque Sonoro, pero que, con el fin de las restricciones, les convenía diseñar sus giras para esos macrofestivales, de manera que el pequeño festival de Mozota no podía competir ni en infraestructuras ni en escenografía ni mucho menos en caché. Y aunque pudiera, había algunos que ni siquiera lo permitían.
─ El Vive Latino nos suponía que, a cualquier grupo que nosotros quisiéramos traer, ellos lo obligaban a firmar un contrato de exclusividad ese año en todo Aragón─, dice Octavio.
─Y al año siguiente ¿qué atractivo tiene que tu traigas lo que ya ha tocado en Zaragoza el año pasado?─, dice Víctor. Y agrega: “Hacer cosas así, para lo local, lo de abajo y lo cercano es la muerte. Y eso está pasando”.
Los dos amigos dialogan, se miran de frente. Seguramente han hablado miles de veces de este tema y, aun así, siguen sacando cosas nuevas.
─Dicen que hay muchos festivales. ¡Qué frase más tonta esa! No, lo que hay son muchos macrofestivales. No sé, que en vez de uno de veinte mil haya veinte de mil, así repartimos─, dice Víctor.
─Hay muchos equipos de fútbol. ¿No te jode?─, sonríe con ironía Octavio.
─¡Ja! ¡Es muy buena esa! Es verdad que de los partidos de fútbol nunca han dicho que hay muchos.
En 'Macrofestivales. El agujero negro de la música' (Península) el periodista musical Nando Cruz desgrana todos los vaivenes de esta burbuja, de esta manera cada vez más ansiolítica de disfrutar de la música en vivo. “Los macrofestivales son animales fascinantes y voraces. En su lenguaje, mantenerse significa crecer; y decrecer es sinónimo de fracasar. Su propia inercia los empuja a aumentar compulsivamente su aforo y devorar terreno al posible competidor”, escribe en un pasaje del libro. El Bosque Sonoro fue durante cinco años una suerte de espacio de resistencia contra toda esa maquinaria poderosa y repetitiva de la industria. Fue tan triste su final como feliz el apoyo de tanta gente enamorada del concepto que hablar de final no sería nada justo.
El bosque sigue sonando
─Yo soy de aquí de toda la vida y esos campos yo no los he visto inundarse así nunca. Esto pasa desde que desaguan todos los campos de placas en el Huerva de aquí hacia arriba. Antes eran campos planos que absorbían agua.
─Y no viene agua, viene barro. Por eso todas las imágenes del Bosque son de barro.
─Las placas lo que han hecho es cargarse toda la geografía de los montes. De ser un riachuelo que podías cruzar andando, literalmente, el Huerva lleva una anchura de seis, siete metros y una altura de cinco o seis. Es imparable.
Pasó la edición 2023 sin dificultades y con un cartel cada vez más nutrido de figuras (Amaia, La Casa Azul, Miranda!, Javiera Mena, otra vez Iván Ferreiro y León Benavente) pero las pérdidas económicas se acumulaban. Y en 2024 llegó la tempestad, una DANA que hizo imposible el concierto de Amaral y hubo que suspenderlo todo, devolver entradas y pensar en cómo asumirían las pérdidas. En ese mar de barro empezaba a configurarse una triste atmósfera de final hasta que apareció la gente: una campaña de crowdfunding para recuperar una parte de las pérdidas con un objetivo difícil de conseguir.
“Fue una forma objetiva de medir cuánto se nos quería”, dice Octavio. Y se ve que se los quería bastante. Durante la campaña organizaron picnics en el recinto de Mozota y la gente acompañó, ayudó con lo que pudo y el goteo contó 50 mil euros. Objetivo cumplido. Mientras tanto, en el pueblo hay gente que aún cree que se forraron con el festival, que no concibe que lo siguieran haciendo aunque estuvieran perdiendo dinero, que no entiende que existen personas como Octavio y Víctor capaces de dejarse la vida por hacer lo que les gusta, aunque no ganen nada, aunque pierdan dinero. Y también mucha gente joven de Mozota con la que han generado una relación muy intensa durante estos cinco años.
Ahora Víctor se dedica de manera exclusiva a Ocre, la asociación con la que organizaban no solo El Bosque Sonoro sino otros festivales. Cuando le queda tiempo libre de su trabajo como educador social de adultos con discapacidad, Octavio le da una mano. Ocre monta festivales con la atmósfera del Bosque Sonoro pero partiendo de reuniones previas para identificar a los agentes claves de los territorios. Los dota de estructura: consultoría, comunicación, administración. Y se adapta a cada entorno. Por ejemplo: el festival Doña en La Almunia de Doña Godina, el Brizna Festival en Ayerbe, El Festival de Música Clásica más Pequeño del Mundo en Villanueva de Jiloca y el Paisaje Sonoro en Pastrís, donde no se podía molestar a los animales que viven en la zona de la Alfranca, entonces idearon un sistema de auriculares para los asistentes, de manera tal que cuando tocaran los músicos no se oyera más que a través de esa vía y que cada persona pudiera escoger entre escuchar a la banda o quitarse los cascos y escuchar a los pájaros en medio del campo. El público decidía qué tipo de paisaje sonoro querían escuchar, la música o la naturaleza.
Pensando en que cada acción tenga una consecuencia positiva para el entorno es como imaginan el futuro de El Bosque Sonoro. Así lo pensaron siempre. Ahora esperan la autorización legal para utilizar el espacio de los contenedores y poder instalar luz eléctrica y calefacción, mientras continúan con la idea de acondicionar el campo para convertirlo en un parque de uso público. Y que las naves puedan funcionar de manera fluida durante todo el año como un conglomerado que agrupe a un camping colaborativo, a los nidos sonoros del coworking, a un festival contra la instalación de placas y a un proyecto de bosque-escuela.
Les cuesta elegir el momento de mayor alegría o satisfacción en estos cinco años de El Bosque Sonoro. Se les iluminan los ojos, no saben cuál. Evidentemente hubo muchos.
─Yo recuerdo como momento de gran subidón uno que nos dimos un abrazo los tres, el primer año, la foto que nos sacó Rosana que estábamos destrozados físicamente─ dice Víctor.
─Éramos los tres diciendo: ¡madre mía, lo hemos conseguido!─ dice Octavio.
Y de ese primer año de festival también recuerdan el último día, durante el concierto de Stay Homas. En medio del show, los músicos pidieron un aplauso a la organización por hacer esto, por la valentía y el riesgo en un año tan triste, de encierro y de muertes. Todo el público se levantó de sus sillas, se giró y los aplaudió. Víctor, Octavio y Cristian estaban detrás, los tres vestidos de negro, mimetizados en la oscuridad del bosque, fauna inextinguible de Mozota.
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