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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

La memoria de aquella Casa Cuartel

Alberto Sabio Alcutén

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Vivo muy cerca de la Casa Cuartel de Zaragoza que Josu Ternera ordenó hacer saltar por los aires en 1987. Levanto la persiana de mi habitación y me acuerdo a menudo de las once personas que murieron, seis de ellas menores de edad. Fue muy dura aquella comitiva de féretros blancos. La antigua ubicación del cuartel se denomina hoy Plaza de la Esperanza y es un lugar agradable. Aquellas víctimas que lo deseen tienen derecho al olvido, pero también hay un deber de memoria por parte de los demás. Es necesario escribir contra el olvido. Sin odio, pero contra el riesgo de que se blanquee el terrorismo.

Hoy, por fortuna, han desaparecido los susurros y los murmullos en el País Vasco, también los guardaespaldas, y ya no se habla bajo, “no te vayan a oír”. Pero hay quien empiezan a practicar un discurso de olvido u orillamiento del terrorismo etarra bajo fachada de normalidad democrática. Pasan página sin que el arrepentimiento forme parte de la solución.

Incluso encontramos ciertos eufemismos lingüísticos: no eran terroristas, practicaban la lucha armada. El vocabulario no es neutro. Dentro de esa “normalización” se incluye la idea de que se alcanzó una solución negociada sobre la base de dos interlocutores colocados de igual a igual, es decir, el Gobierno y la banda terrorista, por supuesto no derrotada judicial ni policialmente.

Etarras como Josu Ternera o el comando Argala, símbolos de ETA, se nutrieron en origen de versiones mitificadas de la Historia nada inocuas, inventando la tradición, como han estudiado Gaizka Fernández o José María Garmendia. Es decir, esos etarras, jefes históricos y vieja guardia, se consideraban herederos directos de las batallas medievales narradas por Sabino Arana, o del carlismo entendido absurdamente como guerra de liberación vasca en lugar de como expresión que adquirió la contrarrevolución en España, que es lo que realmente fue. Comparar a Zumalacárregui, que defendía un absolutismo inequívocamente español, con el abertzalismo radical de ETA solo puede hacerse desde el voluntarismo militante por completo desnortado.

O los Ternera de turno se reclamaban continuadores de los gudaris de la Guerra Civil, o sea, de los batallones nacionalistas del Ejército Republicano Vasco cuando, en realidad, ni ETA ni el terrorismo tienen mucho que ver con la guerra… Pero Ternera y Argala alimentaron la leyenda de que recogían las armas que habían dejado los gudaris, sin muchas sutilezas intelectuales, con la milonga de que España explotaba a Euskal Herria y que solo la lucha armada lograría la independencia. Estos argumentos se escribían en las cartas de extorsión económica, como la que recibió el Txato en la novela Patria y otros muchos más en el día a día cotidiano. Los mitos engendran su propia realidad y, a la postre, lo más relevante ya no es la realidad, sino lo que la gente cree que es real. A veces se trata de una narrativa simplista, pero efectiva a nivel emocional. Aunque ahora Otegii rehúse mirar al pasado.

Cuenta Gaizka Fernández que un periodista preguntó a un paramilitar serbio que estaba disparando en las colinas de Sarajevo que por qué lo hacía, por qué disparaba a quienes ayer eran sus vecinos. Su respuesta fue: para vengar la batalla de Kosovo. Pero eso ocurrió hace seiscientos años, le replica el periodista. Ya, pero yo me he enterado ahora… Desmitificar el relato nacionalista ayuda a visibilizar el terrorismo como deber cívico.

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