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Sijena y la reparación de los daños de guerra

Obras murales de la Sala Capitular del Monasterio de Sijena

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Este miércoles 14 de mayo, la Sala Primera del Tribunal Supremo verá la apelación presentada por la Generalitat y el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) contra la sentencia de la Audiencia Provincial de Huesca que confirmó la sentencia del juzgado de primera instancia sobre las pinturas murales del Real Monasterio de Santa María de Sijena. Esta última resolución confirmó que la comunidad religiosa sijenense, propietaria indiscutida de dichas pinturas, tiene derecho a la extinción del precario que mantiene el museo barcelonés sobre el bien, y condenó al MNAC a la restitución de las pinturas murales al monasterio del que proceden.

Este es uno más de los episodios de una historia que tiene su origen en la guerra civil, cuando el monasterio de Sijena fue incendiado y saqueado por personas probablemente situadas en la órbita de organizaciones revolucionarias que quedaron fuera del control de la institucionalidad republicana debido a la desestabilización creada por la sublevación de julio de 1936 contra el orden constitucional. Si los responsables inmediatos del desastre patrimonial fueron quienes depositaron la tea ardiente, la responsabilidad última recae en quienes, levantándose criminalmente contra la democracia y la Constitución, crearon una situación de descontrol e impunidad que permitió gravísimos atentados contra las personas y las cosas. Afortunadamente, aquel verano de fuego también se tomaron algunas medidas que lograron proteger parte de los bienes de Sijena, que quedaron violentamente desgajados del monasterio a consecuencia de la guerra. Una de las acciones de salvaguardia consistió en la rápida intervención de la Generalitat, que, adoptando una de las posibles medidas para la conservación de las pinturas murales, las arrancó de los muros afectados por el fuego y las trasladó para su protección a Barcelona, donde hoy todavía permanecen. 

Nos encontramos, pues, ante un caso de daños al patrimonio cultural por conflicto bélico, y esto es evidente por mucho que haya quien pretenda desenfocar la cuestión para, sumando todavía más amnesia, olvidar el origen del caso. Si después de la guerra se hubieran aplicado medidas elementales de justicia transicional, cosa imposible en una dictadura, se hubiera procurado, entre otras cosas, la reparación en lo posible de los daños en el monasterio y los bienes desgajados con motivo de la guerra hubieran regresado a formar parte del mismo. Pero la dictadura franquista abandonó a Sijena y no llevó a cabo una acción decidida para la recuperación del monumento. La herida de guerra llegó abierta a la democracia y es la democracia, en consecuencia, la que tiene el deber de aplicar las medidas todavía posibles. Como toda herida de guerra, Sijena requiere de verdad, justicia y reparación, según los principios básicos de la justicia transicional. Aunque tales principios suelen ser considerados en relación con personas víctimas de derechos humanos, son perfectamente aplicables a daños de naturaleza comunitaria sustanciados sobre el patrimonio cultural. Así lo ha entendido, por ejemplo, la Corte Penal Internacional, que, en el caso de los crímenes de guerra cometidos contra el patrimonio cultural de Tombuctú, y tras condenar por ellos a Ahmad al-Faqi al-Mahdi, estableció medidas de rehabilitación, protección y mantenimiento para los bienes afectados, sobre los que la Unesco ya había llevado a cabo intervenciones de reconstrucción. Las comunidades que han sufrido daños por el ataque al patrimonio en periodo bélico deben ser resarcidas con medidas reparadoras, entre las que destacan las acciones inexcusables de restitución y rehabilitación.  

En el caso del monasterio de Sijena, la aplicación de los principios de justicia transicional, no por tardía menos necesaria, debe pasar por la reparación, en lo posible, del daño causado. No hay un único modo de afrontar la actuación, pues podrían plantearse soluciones diferentes que implicasen formas y grados diversos de intervención. Pero sí que hay, en todo caso, medidas inexcusables que deben ser ejecutadas en todo proceso que aborde mínimamente la cuestión. Entre ellas, además de la conservación de los restos del bien, se encuentra la restitución de aquellos materiales que, con motivo de la guerra, de un modo u otro, fueron separados del conjunto. 

Desde el punto de vista de la justicia transicional y la memoria democrática aplicadas al patrimonio cultural, no cabe duda de que los bienes dañados en su unidad material y artística por conflictos armados deben ser reparados mediante la restitución, cuando se pueda y en la medida de lo posible, de la unidad anterior al conflicto, lo que implica la devolución al bien de las partes separadas como consecuencia de la guerra. Solo verdaderas razones de fuerza mayor, como la inviabilidad de ejecutar la restitución material de los bienes desgajados debido a la imposibilidad de mover los bienes separados, podrían justificar el incumplimiento de la restitución. Pero, entonces, sería necesaria la existencia de un amplio consenso sobre dicha imposibilidad o, al menos, el dictamen mayoritario de especialistas imparciales designados por instancias también imparciales. Un indicio claro de que no parece existir esa imposibilidad en este caso, y de que así lo ha considerado el propio Museo Nacional de Arte de Cataluña, es que fragmentos de las pinturas murales fueron trasladados a Londres y Nueva York a finales del siglo XX. Otras razones contra la restitución del monumento, basadas en aspectos burocráticos o procesales, deberían avergonzar a toda persona que crea en la conveniencia y la importancia de la justicia transicional y la memoria democrática. 

El regreso al monasterio de Sijena de las pinturas murales de la sala capitular y de las llamadas pinturas profanas no agotaría las acciones de restitución necesarias para entender reparados los daños de guerra. Para eso, sería también necesario el retorno de los otros bienes que salieron del monasterio como consecuencia del conflicto bélico, entre los que se encuentran algunos actualmente conservados en los museos de Lérida y Zaragoza y en el archivo de Huesca y que son propiedad indiscutida de la comunidad religiosa sijenense. 

Tampoco esto último sería suficiente. Los poderes públicos deben invertir lo necesario para la rehabilitación de los espacios arruinados a raíz del conflicto y que todavía permanecen en un estado precario. Se trata, por ejemplo, del palacio prioral, de las dependencias llamadas de Doña Sancha, o de la zona occidental del claustro. Como decía anteriormente, las intervenciones a realizar pueden ser planteadas de muy diferentes maneras. Para que la solución final fuera óptima, sería necesario que las administraciones llevaran a cabo un proceso de planeamiento que pudiera contar con amplia participación de especialistas en diferentes disciplinas, vecinos y otras personas interesadas. Aunque no nos podemos extender aquí en ese punto, cabe decir que resulta insuficiente al respecto el documento presentado en su día como plan director.

El proceso que pido, en realidad, llega ya tarde, aunque más vale tarde que nunca. Porque, si las pinturas murales regresan finalmente a Sijena, la responsabilidad del poder público se redoblará y las administraciones deberán adoptar decisiones de gran trascendencia para el monasterio y su patrimonio. Para comenzar, deberá decidirse dónde y cómo se colocan las pinturas. Aunque podría parecer obvia su reinstalación en la sala capitular, no me parece que ello sea tan evidente. Las pinturas regresarían en un estado diverso a un espacio que también es ya diverso. Si por razones dimensionales, o de otro tipo, no fuera recomendable la recolocación de las pinturas en el capítulo, debería estudiarse la erección de una especie de neosala, tal y como hizo en su momento el museo barcelonés, pues el monasterio posee espacio sobrado para ello. En ese caso, podría pensarse en reproducir en la sala capitular sus condiciones originales. Los trabajos realizados para la restitución cromática y virtual de las pinturas o la reconstrucción impulsada por Juan Naya y llevada a cabo por Francisco Luis Martos, Premio Nacional de Artesanía, de las piezas mudéjares de la techumbre podrían alentar una restitución completa de la sala capitular, siempre que fuera respetuosa con los restos conservados. También podría pensarse en la solución inversa: instalar las pinturas en el capítulo, si fuera posible, y recrear el espacio original en una dependencia cercana. Contar con una sala y una “neosala” permitiría al visitante no solo percibir la belleza artística e histórica del patrimonio sijenense, sin demérito de su autenticidad, sino también interiorizar la pérdida sufrida a causa de la guerra, lo que podría considerarse una medida dirigida a la “no repetición”. Aunque las reconstrucciones plantean dilemas patrimoniales evidentes, considero que hay casos excepcionales, como precisamente me lo parecen los protagonizados por daños bélicos, que pueden justificar intervenciones de ese tipo, siempre y cuando, insisto, sean respetuosas con los restos originales conservados. En ese sentido, de igual manera que Martos ha hecho con las techumbres de la sala capitular, podría pensarse incluso en la restitución de la magnífica sala pintada del palacio prioral. 

En todo caso, la propiedad y el Gobierno de Aragón deben ser conscientes de que el valor cultural de Sijena, máxime si regresan las pinturas murales, requiere un cuidado exquisito del lugar y un mantenimiento constante. La responsabilidad de la propiedad y de las instituciones es enorme. Sijena requiere personal permanente que se ocupe de su conservación, y para ello habría que crear una estructura administrativa específica. Podría pensarse en convertir el monasterio, por ejemplo, en un centro de reflexión y difusión del arte y de la historia medievales. Pero también debe ser un lugar de memoria democrática que alerte de lo que no debería volver a suceder jamás. En ese sentido, Sijena debería recordar igualmente los trabajos de salvaguardia realizados por la Generalitat republicana y las labores de conservación de los bienes llevadas a cabo por los museos de Lérida y Barcelona. Sijena debería ser un espacio de fraternidad, y no de disputa territorial, en torno del patrimonio cultural.

Dada la enorme responsabilidad que representa la conservación del conjunto patrimonial de Sijena, y puesto que no parece que pueda asumirla la propiedad, sería necesario que se llegase a una fórmula satisfactoria que justificase plenamente la inversión continuada del Gobierno de Aragón en el bien. En ese sentido, parecería idóneo que los espacios históricos (o la parte de ellos que requieran de protección pública) pasasen de algún modo al patrimonio público, quedando el resto del espacio (que es mucho) para la función religiosa. No sería difícil alcanzar soluciones que hiciesen compatible, por ejemplo, el uso religioso de espacios de especial significación como la iglesia.

Como se ve, son muchos los retos que aguardan en Sijena. Pero ya es hora de que se impongan las razones del patrimonio cultural y de la memoria democrática. No solo en Sijena, sino en todas partes. 

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