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Los expertos en Salud Pública José Martínez Olmos, Daniel López-Acuña y Alberto Infante Campos analizan las medidas clave para hacer frente a la pandemia de coronavirus.

Desescalar prematuramente nos llevaría a una cuarta ola

Personal sanitario hace test rápidos para detectar coronavirus en un centro sanitario de Córdoba.

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Un año después de iniciada la pandemia, nos enfrentamos en España a dos encrucijadas complejas que deben ser acometidas con objetividad, prudencia, evidencia epidemiológica y lógica de salud pública. Ambas exigen, además, una gran determinación por parte de las autoridades sanitarias y los gobiernos autonómicos y centrales.

Por una parte, tenemos que doblegar verdaderamente la tercera ola, esta vez sí, hasta situarnos en niveles de incidencia lo suficientemente bajos para relajar restricciones sin arriesgarnos a que se produzca un repunte de la transmisión, especialmente ante la presencia de nuevas variantes del virus.

Por otra parte, tenemos que acelerar el ritmo y la cobertura de la vacunación para observar, tan pronto como sea posible, los efectos significativos que debe tener ese enorme esfuerzo del sistema sanitario y de la sociedad en su conjunto.

Resulta alentador observar el sostenido descenso en la incidencia acumulada de 14 días y tener una cifra de 294 por cien mil habitantes, como media nacional, en el informe publicado por el Ministerio de Sanidad el viernes 19 de febrero. Ojalá los datos del próximo lunes sean aún más favorables. Pero incluso así estaremos todavía ante una cifra muy alta de incidencia que supera el umbral de alerta extrema definido por el Consejo Interterritorial y nos sitúa en el color rojo oscuro del semáforo. Esto debería prevenirnos contra cualquier triunfalismo y contra las prisas por desescalar, cuando aún no estamos listos para ello.

Hay que recordar que las medias nacionales de ocupación de camas hospitalarias y de UCI siguen siendo elevadas, 12,8% y 34,7%, respectivamente; la positividad de las pruebas diagnósticas es aún del 8%; y la media de pruebas realizadas por cien mil habitantes es de alrededor de 2500, lo que muestra que se ha reducido el número de pruebas efectuadas con respecto a semanas anteriores.

 Más aún, los datos del informe 'Indicadores principales de seguimiento de COVID-19' publicado por el Ministerio de Sanidad el 18 de febrero revelan que once comunidades autónomas siguen en alerta extrema, cinco están en alerta alta y solamente Canarias se ubica en el tramo de alerta media. Todavía más agudizada es la situación de la incidencia acumulada en los últimos 14 días, tanto para la población general como para la población de mayores de 65 años.

Con relación al primer indicador, son trece las CCAA que están en alerta extrema, tres en alerta alta y solo Canarias se encuentra en alerta media. Con respecto a la incidencia entre personas mayores de 65 son quince las CCAA en alerta extrema, una en alerta alta (Baleares), y una en alerta media (Canarias).

Por si fuera poco, la situación en cuanto al porcentaje de UCI ocupadas por pacientes con COVID-19 sigue un patrón semejante. Doce comunidades autónomas están con tasas de ocupación que las sitúan en alerta extrema y cinco comunidades en alerta alta. Este indicador de utilización de servicios refleja claramente la considerable presión asistencial que aún se enfrenta. Además, sabemos perfectamente que mientras más alta es la presión asistencial mayor es el número de fallecimientos, que sigue siendo muy elevado.

Esto implica que no solo no hay que bajar la guardia en la acción sanitaria de prevención y control de la COVID-19, sino, sobre todo, que no se puede cantar victoria antes de tiempo y desescalar prematuramente, como ocurrió anteriormente, lo que nos llevó a la segunda y la tercera ola. Hacerlo ahora podría llevarnos a una cuarta ola, aunque se haya iniciado el proceso de vacunación, ya que no se ha alcanzado todavía la cobertura poblacional que se requeriría para impedirlo.

En suma, se trata de un panorama que no da pie alguno a la relajación de las restricciones y que nos lleva a la reflexión de que en la gestión de la pandemia las acciones del gobierno central y de los gobiernos autonómicos tienen que ser congruentes con la necesidad de abatir la incidencia hasta alcanzar una cifra de 25 por cien mil. Esta es la verdadera prioridad. Y si para ello fuese necesario tomar acciones que eviten que algunos gobiernos autonómicos debiliten la estrategia sanitaria unificada que el país requiere, no debería existir vacilación alguna en modificar el estado de alarma, o de llegar a acuerdos de salud pública vinculantes en el Consejo Interterritorial que se publiquen en el Boletín Oficial del Estado y se conviertan en norma de obligado cumplimiento.

Debe quedar muy claro a los gobiernos, a la ciudadanía y a todas las fuerzas políticas que hacer concesiones cortoplacistas a la permisividad que alienta las interacciones gregarias, así como querer apresurar las medidas de desescalada, solo nos llevara aun “deja vu” de repuntes súbitos que pueden convertirse en una nueva ola que pasaría una altísima factura en términos de casos, presión asistencial y fallecimientos.

No hay espacio para querer “salvar la semana santa”, ni para pensar en abrir corredores, como se hizo en el verano entre Canarias y Reino Unido. Es demasiado precipitado. No estamos por debajo del umbral crítico. Como señalamos en nuestra tribuna de la semana pasada, tenemos que mantener el esfuerzo durante los próximos meses si queremos un segundo semestre más normalizado.

En ese sentido hay que tomar nota cuidadosa de lo señalado en el último informe de valoración de riesgos asociados a la pandemia publicado el lunes 15 de febrero por el Centro Europeo de Control de Enfermedades (ECDC). El informe plantea que las restricciones, también denominadas intervenciones no farmacéuticas, deben fortalecerse y mantenerse en los próximos meses para reducir la incidencia hasta alcanzar los niveles más bajos posibles, minimizando de esta manera las oportunidades para que surjan nuevas variantes e impidiendo un aumento significativo de casos y muertes.

Esta institución europea con sede en Estocolmo señala que, a pesar de los descensos en la incidencia y el avance en los programas de vacunación en la mayor parte de países europeos, las variantes  del virus surgidas en los últimos meses nos sitúan en un escenario en el que habrá que mantener e incluso reforzar las restricciones por meses, muy probablemente hasta el verano, a pesar de la llamada “fatiga pandémica”, ya que la situación epidemiológica sigue siendo muy preocupante con tasas de incidencia todavía muy elevadas y con una mortalidad muy alta también. Apunta asimismo el ECDC que es demasiado pronto para detectar un impacto de la vacunación en la mortalidad, en las hospitalizaciones y en la ocupación de UCI.

El ECDC subraya que el aumento sustancial en el número y la proporción de casos de SARS-CoV-2 de la variante “británica” ha causado “un incremento de las hospitalizaciones, ha sobrecargado los sistemas de salud y ha provocado un exceso de mortalidad”, y que las variantes más contagiosas que han surgido (británica, sudafricana y brasileña) así como la posibilidad de que la efectividad de las vacunas sea menor ante estas y otras cepas que puedan surgir, llevan a calificar el riesgo de “alto a muy alto para la población general y muy alto para personas vulnerables”.

No estamos hablando de percepciones subjetivas ni de opiniones aisladas, sino de valoraciones ponderadas y objetivas de la situación epidemiológica y el riesgo que ello entraña emitidas por el órgano especializado de la Unión Europea para este propósito, que cuenta con el respaldo de un Consejo Asesor constituido por los 27 Estados Miembros de la Unión Europea, y que ha alertado a los países a no bajar la guardia y a sostener los esfuerzos restrictivos que permitan abatir la transmisión y doblegar plenamente la tercera ola. Deberíamos escuchar sus recomendaciones y no inventar en algunas CCAA universos paralelos situados fuera del consenso europeo en la materia.

Pero además de lo anterior enfrentamos, como señalábamos al inicio, el otro gran desafío, que es avanzar a la mayor velocidad posible en el programa de vacunación para lograr inmunizar al mayor numero de personas en el menor tiempo posible. El reto es enorme y los obstáculos no son pocos. Para enfrentarlo tenemos que mantener a punto una capacidad analítica, organizativa y logística con el fin de ir ampliando las coberturas a una velocidad mucho mayor que la conseguida hasta ahora.

Si bien es cierto que España es uno de los países que va a la cabeza en cuanto a porcentaje de la población que ha recibido el ciclo completo de vacunación, ocupando el sexto lugar en la clasificación mundial, y este es un esfuerzo encomiable, también es cierto que el porcentaje es aún muy reducido (2,4%) como para depositar en la vacunación la esperanza de contener una posible cuarta ola. Aún estamos lejos del porcentaje alcanzado por Israel (32%), que le permite ya observar descensos significativos en la incidencia y en la mortalidad, y nos situamos en la mitad del camino del alcanzado por Estados Unidos (4,8%). Solo Serbia, Dinamarca y Rumania se sitúan ligeramente por encima del porcentaje alcanzado por España, pero todos los demás países europeos tienen cifras menores.

En España la inmunización por vacunación completada, sumada a la inmunización natural por haber padecido la infección (según los datos de la última ronda de la encuesta de seroprevalencia), probablemente no llegará al 15% de la población. Y esto nos sitúa a “años luz” del 70% que se necesita para alcanzar la inmunidad de grupo. Por ello es urgente intensificar la marcha de la vacunación para lograr llegar a esa meta a finales del verano o tan pronto resulte factible. Y no debemos perder el tiempo en plantearnos hitos como que haya más vacunados que contagiados porque eso no dice nada desde un punto de vista epidemiológico. En realidad, si hay tres millones de contagios confirmados y posiblemente seis millones de contagios reales, tendríamos que sextuplicar el número de personas vacunadas con relación al número de contagios que hoy existen para alcanzar la inmunidad de grupo, vacunando a 35 millones de personas.

Ciertamente, empezamos a ver una disminución del número de brotes y de la mortalidad en personas que viven en residencias geriátricas a partir de que se completaron los ciclos vacunales en ese ámbito. Esto es un gran logro, pero no debemos lanzar las campanas al vuelo. La vacuna está teniendo un efecto protector creciente en las poblaciones más vulnerables, pero carece, y aún carecerá durante los próximos meses, de la suficiente cobertura como para evitar una cuarta ola. Solo cuando alcancemos una proporción considerable, al menos como la de Israel, podremos abatir la incidencia y la mortalidad, y empezaremos a estar más tranquilos.

De sobra está decir que el principal cuello de botella en estos momentos es la disponibilidad de vacunas, una situación que no termina de resolverse a la velocidad requerida. La posible aprobación por parte de la Agencia Europea del Medicamento de la vacuna de Janssen a principios de marzo seguramente ayudará, pues permitirá contar con un número mayor de dosis y acelerar el ritmo de vacunación. Sin embargo, aún no estamos ahí.

Sabemos que a 19 de febrero y, a pesar de los esfuerzos de la Comisión Europea, solo se habían recibido en España alrededor de 3,6 millones de dosis y se habían aplicado cerca de 2,9 millones, el 81%. También sabemos que se ha completado el ciclo de vacunación en 1,1 millones de personas, lo que representa el 38% de las dosis recibidas. La mayor parte de las dosis recibidas, 3 millones, fueron de vacuna Pfizer, frente a 192.000 de Moderna y 418.000 de AstraZeneca. A estas alturas, transcurridas ocho semanas desde el inicio de la vacunación, tendríamos que haber aplicado 15 millones de dosis para alcanzar la velocidad de crucero que se necesita para vacunar al 70 por ciento de la población al final del verano, lo cual nos plantea un déficit acumulado de 12 millones de dosis de vacuna con relación a lo que tendríamos que haber alcanzado ya.

Habrá que avanzar tomando en cuenta este gran escollo que supone el insuficiente número de dosis hasta ahora disponible. Hay que asegurar el refuerzo y actualización del programa de vacunación redefiniendo los recursos humanos necesarios y ampliando el espectro de profesionales y voluntarios disponibles para vacunar, espacios abiertos y procedimientos que permitan una vacunación masiva e inmediata cuando se reciban las dosis necesarias que se anuncian para semanas. Algunas iniciativas en este sentido anunciadas por diversas comunidades autónomas son dignas de aplauso y deben ser incorporadas en el conjunto del sistema sanitario y en todo el territorio nacional, en aquellas circunstancias en que ello sea necesario, asegurando un refuerzo que, sin duda, necesita la atención primaria.

También hay que superar la situación actual en la que solo se dispone de información sobre las dosis recibidas y las dosis aplicadas por tipo de vacuna y por comunidad autónoma. Esta es solo una descripción muy superficial de la campaña de vacunación. Hace falta tener información de las coberturas alcanzadas semana a semana en cada CCAA y en cada grupo prioritario definido. Se requiere un monitoreo más fino con información pública de la evolución de la incidencia, la severidad, la hospitalización, el uso de UCI y la mortalidad en cada uno de los grupos diana. Hace falta una información mucho más detallada que permita gestionar y evaluar de la mejor manera posible el ingente esfuerzo de inmunización que está llevando a cabo el sistema sanitario. Y hace falta comunicarlo con claridad y transparencia a la ciudadanía para contar con su colaboración.

Pero para ello tenemos que desarrollar un cuadro de mando plenamente transparente que permita tener un mejor monitoreo de la evolución y del impacto inmediato de la estrategia de vacunación en el país en su conjunto y en cada una de las comunidades autónomas, incluyendo indicadores relativos a los niveles de inmunidad realmente alcanzados midiendo la respuesta inmunitaria en los vacunados, con indicadores relativos a eventos adversos y otros indicadores que permitan disponer de la capacidad de ajustar en tiempo real las estrategias de vacunación a la realidad de las vacunas disponibles y sus indicaciones y contraindicaciones vis a vis los grupos diana a los que debe dirigirse el esfuerzo de manera prioritaria. Por ejemplo, debería revisarse la prioridad otorgada a las personas de entre 55 y 65 años y sin factores de riesgo en el actual plan de vacunación.

Como puede verse, estamos ante dos encrucijadas cruciales y tenemos que librar las dos batallas de manera simultánea para empezar a ver la luz al final del túnel. Hay que mantener el ánimo y no desistir. Tenemos que remar en la misma dirección. Para ello, se requiere un liderazgo renovado en la gestión de la pandemia en esta etapa crucial. Evitemos seguir haciendo más de lo mismo y aprovechemos las enseñanzas que la segunda y tercera ola nos ofrecen.

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