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En un día conmovedor para la Argentina y el mundo, elDiarioAR publica un blog sobre la vida, la muerte y las despedidas a Diego Maradona.

Dos kilómetros de llanto y espera

Despedida a Diego Maradona en la Casa Rosada. Pepe Mateos

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Este miércoles José fue a una verdulería porteña y hubo dos cosas que no podía creer: el precio de un kilo de cebollas y que Diego Armando Maradona estuviera muerto. Salió de la verdulería con menos cebollas de las que tenía previstas y con la sensación de que el mundo era un lugar bastante más incierto que cuando había entrado. Usó las cuadras siguientes para preguntarles a varios de los que caminaban si era cierta la noticia que acababa de recibir. “¿Es cierto lo que dicen?”, decía. “Y ya con eso alcanzaba. Me decían ‘es cierto’, ‘es cierto’, y cuando uno me dijo ‘sí, está muerto’, bueno, ya está, ya creí del todo”.

José no sabe exactamente cuántos años tiene porque lo encontraron en la calle cuando era más o menos chico. Sí sabe cuántos años hace que es cartonero: “Llevo veinte años de ciruja, cartoneando. No tengo carrito yo, el carrito lo pone alguno más, yo pongo la fuerza”. Cuenta su miércoles este jueves, en la fila de miles de personas que esperan su turno para pasarle más o menos cerca al cajón que sirve para empezar a entender que es cierto. Que Maradona está muerto. José tiene un cartón devenido en pancarta. Dice “Cartoneros con Diego”.

“Vine porque Maradona era un jetón, como somos muchos de nosotros, los que no tenemos manera de salir de la calle. Era un jetón y decía lo que a muchos jetones nos gustaría decir. Por eso vine”, explica José.

Está a algo así como media cuadra y dos cordones policiales de entrar a la Casa Rosada. A este edificio vino Maradona en 1986, convertido en héroe, para levantar esa Copa del Mundo que había traído desde México. En este edificio, por decisión de su familia, es hoy la despedida de miles y miles y más miles de personas que peregrinan para llorar o gritar o sonreír delante de sus restos.

Hay una especie de certeza en las charlas con conocidos y desconocidos que sirven para esperar las no menos de tres horas que lleva entrar a la Casa de Gobierno y despedirse: nadie durmió bien anoche. Nadie está bien descansado en esta muchedumbre. Nadie concilió el sueño como se conciliaba cuando te ibas a dormir con la (falsa) seguridad de que al otro día Maradona iba a seguir vivo. “Vi los noticieros toda la tarde y toda la noche, y cuando vi que no me iba a dormir más le dije a mi hijo que nos viniéramos”. Lo dice Ramona, de 71 años, mientras camina por el vallado que sirve para salir de la Rosada. Antes dice esto: “Vine porque era uno de los nuestros, de los que nos hizo bien, de los que nos hizo felices”. Antes de decir cualquier cosa, Ramona llora. Después, también.

Hay dos conductas más o menos estables entre los que hacen la fila que, con el correr de las horas de este jueves de sol y dolor, le ocupa cada vez más cuadras a la Avenida de Mayo, y después gira por Bernardo de Irigoyen, y de repente mide dos kilómetros de gente y no menos de cinco horas de espera. Los que trajeron alguna flor de su casa, o compraron dos claveles por 100 pesos o una rosa por 200 a alguno de los vendedores que merodean a la muchedumbre, lloran seguido. Las flores son la confirmación de que están acá para velar a un muerto, y que los muertos duelen. Los que vinieron con alguna bandera de no importa qué club, con alguna camiseta de la Selección de no importa qué año, son los que más le ponen la garganta a eso de que “hay que alentar a Maradó”.

De todas las canciones, de todos los versos de todas las canciones, hay una que hace gritar más fuerte a los que cantan y llorar con más angustia a los que ya empezaron a duelar. Pasa todo eso junto cuando se escucha que hay que alentar a Diego “en las buenas Y EN LAS MALAS MUCHO MÁS”. Las mayúsculas no son de esta cronista: son de gente a la que se la escucha cantar cuatro cuadras antes de empezar a verla.

Hay tres momentos de la vida de Maradona de los que se habla en la espera como se habla de una fractura expuesta. Un instante de quiebre que duele, hace mucho ruido y deja marcas que se ven en cualquier radiografía que venga después. 

“Cuando se murió Doña Tota se empezó a morir él”. Se lo dice un amigo a otro en Avenida de Mayo y Perú, se lo dice a un compañero de trabajo una enfermera de las que está atenta a que a nadie le baje la presión o se deshidrate, y se lo dice una vendedora de patys a un chico que está por pagarle, llora un poco y tiene edad de no haber visto a Maradona jugar ningún Mundial. Alcanza una palabra para nombrar esa idea que serpentea en la fila: desmadre.

Otros dicen que la descalificación del Mundial ‘94, ese en el que Argentina se había metido con el regreso del Diego pródigo a la Selección para ganarle a Australia en el repechaje, le robó para siempre la cinta de capitán que Maradona usaba caminando con el pecho tirado para adelante. Como caminan los que están decididos a ocupar más espacio del que les vino dado. “¿De cuántas enfermeras te acordás la cara?”, dice una chica en la fila, con la camiseta 10 del Napoli. Y vos, que acabás de darle la razón a la chica, ¿de cuántas enfermeras te acordás la cara?

Del otro quiebre hablan, por ejemplo, tres amigas treintañeras que cada tanto revisan el celular porque están a punto de despedirse y también están haciendo home office. “Claudia se puso todo esto al hombro. Todo lo del velatorio lo coordinó ella”. Claudia Villafañe, la mujer con la que Diego se casó en una fiesta a la que el entonces Presidente de la Nación no fue porque por protocolo no convenía que estuviera por debajo de la plataforma de los novios, la madre de Dalma y Gianinna, la ex esposa a la que Maradona despreció y demandó en los últimos años, y la mujer con la que el actual Presidente coordinó los detalles de la despedida pública de Maradona, entró esta madrugada a la Casa Rosada. Se vio en televisión: su paso firme les abrió camino a sus hijas. “Cuando Claudia estaba cerca Diego estaba más protegido, más controlado”. Esteban tiene 62 años y este jueves no abrió su ferretería de Lomas de Zamora porque le pareció mejor venir a Plaza de Mayo. “Claro, pero en algún momento Claudia no aguantó más”. Guadalupe vino con Esteban: llevan 38 años casados.

No es un día de los comunes. A las flores de jacarandá que le corresponden a cualquier noviembre porteño se le suman los carteles electrónicos de la ciudad, que avisan que la zona de Plaza de Mayo está cerrada al tránsito y que dicen “Gracias Diego”. Esta vez la Avenida de Mayo no se llena de pintadas políticas: con tizas, algunos artistas usan el asfalto de lienzo y dibujan algunas caras de algunos de todos los Maradona que conocimos. La cara de ese nenito que dijo que tenía un sueño, jugar en la Selección, y que si ese se le cumplía tenía otro: ganar un Mundial. La cara de ese jugador muchos años después, con los dos sueños cumplidos y ofrendados al pueblo que este jueves revuelve el fondo de la mochila para conseguir los 100 pesos para el clavel del adiós.

No es un año de los comunes este 2020. Por eso además de pósters a 200 pesos y remeras que dicen Dios no muere a 600, se venden -como pan caliente- barbijos negros que tienen la firma de Maradona en algún rinconcito. Esa firma que combina un garabato con un diez entre paréntesis, así. Que avisa que su nombre y el Diez son la misma cosa.

No fue un hombre de los comunes. Hay dos kilómetros de gente que hace fila para llevarse a casa un pedacito de la historia popular de este país.

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