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Tíbet rojo

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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A mediados del siglo XIX, la Meseta del Tíbet era un territorio lejano, exótico y aislado geográficamente del resto del mundo. Su inaccesibilidad, y el desconocimiento existente acerca de sus habitantes y de la religión que practicaban, generaron entre los europeos occidentales una fascinación o curiosidad sólo comparable a la ejercida, también por aquel entonces, por los Mares del Sur o el interior del África negra. Este hechizo se prolongó alrededor de un siglo, entre mediados del siglo XIX y la invasión china de 1950, y provocó un flujo incesante de visitantes entre los que figuraban místicos, cazadores, geógrafos, misioneros, exploradores, alpinistas, militares, buscadores de tesoros o, simplemente, aventureros. De entre ellos, los más numerosos, sin duda, fueron los británicos seguidos por alemanes, franceses, suecos, norteamericanos y holandeses.

Las expediciones llevadas a cabo durante el periodo mencionado no superaron por mucho la veintena y si bien es cierto que algunas acabaron de manera trágica, con la muerte de alguno o varios de sus miembros (caso del misionero holandés Petrus Rijnhart, y del galo Jules Dutreuil), la mayoría se saldó sin más víctimas mortales que algunas decenas de animales de carga. Todas, por un motivo u otro, fueron significativas o contribuyeron a difundir y acrecentar el conocimiento que Occidente poseía del Tíbet, pero si tuviéramos que destacar alguna, elegiríamos dos: la protagonizada en 1903 por tropas indias capitaneadas por el oficial inglés Francis Younghusband y que finalizó con la toma de Lhasa y la firma de un tratado de paz anglo-tibetano, y la emprendida en 1938 por cinco científicos alemanes (Schäfer, Beger, Wienert, Krause y Geer) al servicio de Heinrich Himmler y de la S.S. Ahnenerbe, un organismo dependiente del Partido Nacionalsocialista destinado a investigar los orígenes de la raza y cultura arias.

Tras las informaciones anteriores, que pueden ampliarse consultando las obras de Peter Hopkirk, Karl Meyer y S. B. Brysac (Tournament of shadows), Christopher Hale (La cruzada de Himmler) o Charles Allen (A mountain in Tibet), es preciso señalar que los occidentales no fueron los únicos en experimentar esta atracción o interés por los encantos, la magia y la poderosa energía que, aparentemente, emanaba del Tíbet. Rusia, primero, y la Unión Soviética, después, sufrieron esa misma dolencia, aunque en un grado sensiblemente menor. Esta es su breve historia.

El primer contacto entre la cultura tíbetana o, más precisamente, el budismo practicado por este y otros pueblos vecinos (buriatos, mongoles y kalmukos) y las élites rusas tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XIX cuando Madame Blavatsky, fundadora de la Sociedad Teosófica, y G. I. Gurdjieff comenzaron a difundir entre sus numerosos seguidores la teoría de que los lamas de algunos monasterios tibetanos atesoraban un saber ancestral que había sido olvidado por el resto de la humanidad. Sin embargo, hubo que esperar a la primera década del siglo XX y al reinado del zar Nicolás II para que las ideas se trocaran en hechos. Fue entonces cuando un lama buriato llamado Agvan Dorzhiev inició una recaudación de fondos para financiar la construcción de una lamasería en las afueras de Petrogrado. La inauguración de este edificio en febrero de 1913 supuso el inicio de un período de intercambios políticos y culturales que sobrevivió a la Revolución de Octubre y se prolongó durante toda la década siguiente.

Según algunos historiadores, el interés creciente que la U.R.S.S. comenzó a demostrar por el Tíbet y el budismo vajrayana no tuvo nada de casual. En su opinión, la desafección y la resistencia demostrada por los países occidentales frente al bolchevismo hicieron que Lenin y Bujarin, entre otros, pensaran que las naciones asiáticas (India, China, Mongolia y Tíbet) reunían mejores condiciones y estaban más dispuestas a asimilar y poner en práctica la ideología marxista. Sea como fuere, entre 1921 y 1928, las autoridades soviéticas financiaron la organización de cuatro expediciones consecutivas al Tíbet a fin de promover su ideario, socavar los intereses británicos y recabar información. La más célebre discurrió entre 1925 y 1928 y fue la encabezada por el matrimonio Roerich, Helena y Nikolái. Este último debió ser un personaje verdaderamente especial porque además de ser artista, explorador, etnógrafo, filósofo, teósofo y místico estaba absolutamente convencido de la veracidad de las leyendas que sostenían la existencia del reino perdido de Shambhala y porque fue propuesto en varias ocasiones para la obtención del Premio Nobel de la Paz por sus acciones en pro de la defensa del patrimonio cultural.

Los principales responsables de estos y otros proyectos semejantes fueron dos personajes muy oscuros que respondían a los nombres de Gleb Bokii y Alexander Barchenko. El primero, además de criptógrafo, ostentó cargos de relevancia en el organigrama de varias instituciones policiales soviéticas (Cheka, O.G.P.U., N.K.V.D.), mientras que el segundo fue un biólogo que se distinguió por su investigación de fenómenos paranormales. Es muy posible que su activismo y las iniciativas que llevaron a cabo obedecieran a las directrices políticas dictadas por sus superiores, pero hay indicios que señalan que no eran unos impostores sino auténticos creyentes. Creían o confiaban en que las profecías milenaristas de los habitantes de Asia Central iban a materializarse gracias a la intervención providencial de la U.R.S.S. y en la posibilidad de que el homo sovieticus resultante colmara todas sus expectativas religiosas. Por cierto, ambos fueron víctimas del Gran Terror, la purga desatada por Stalin a finales de la década de los 30.

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