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Sobre este blog

Amberes es una revista digital volcada en la divulgación de contenidos culturales y con un especial interés en los nombres y eventos de la escena santanderina.

Emulando la vocación comercial de la ciudad que le da nombre, nuestra revista aspira a transformarse en un polo de intercambio no ya de bienes tangibles, sino de una serie infinita de ideas cuyo anclaje se encuentra en las manifestaciones culturales más dispares. Nuestro propósito es acercarnos a éstas sin miedo para mediar entre ellas y nuestros lectores.

Contra los libros ilustrados

Don Quijote de la Mancha, Imprenta Real, Madrid, 1798.

Jorge Villasol

Una amiga tiene en su biblioteca personal una magnífica edición de bolsillo ilustrada de Don Quijote de la Mancha, publicada por la Imprenta Real de Madrid en 1798. Es de bolsillo por su manejable tamaño, e ilustrada porque contiene una única ilustración en cada uno de sus seis volúmenes. Al pensar en esos dibujos, tan espléndidos en su soledad, me pregunté qué pintaban ahí; y, por extensión, qué aportan las ilustraciones a una novela.

A Edward Hopper, célebre pintor –y no tan conocido ilustrador–, se le atribuye esta frase: «Si pudiera decirlo con palabras no habría razón para pintarlo». A falta de palabras para expresarse, Hopper creó imágenes que, en su enigmática transparencia, son irreductibles a palabras. Pero si en una novela se expone algo con precisión y belleza por medio de las palabras, las ilustraciones no serán más que un mero subrayado (o, en el peor de los casos, un estorbo). Palabra e imagen son dos modos de expresión paralelos, destinados a no encontrarse, pues, como señala Pascal Quignard, «lo propio de los signos escritos es no mostrar lo que designan; significan; reinan en lo que no puede mostrarse».

A su editor Georges Charpentier, que con insistencia le reclamaba una edición ilustrada de una de sus novelas, el escritor Gustave Flaubert le espetó: «La ilustración es antiliteraria. Usted pretende que el primer imbécil de turno dibuje aquello que me he matado por no mostrar»[1]. Quignard apuntala la idea: «La ilustración “mata” las palabras, en tanto pretende recuperar lo que éstas habían abstraído de la inmediatez continua para reintroducirlo en el universo físico». La contundente opinión de Flaubert puede encontrar otra justificación en el análisis que sobre su estilo hizo Marcel Proust:

«En mi opinión, lo más bello de La educación sentimental no es una frase, sino un espacio en blanco. A lo largo de innumerables páginas Flaubert ha descrito los movimientos más insignificantes de Frédéric Moreau, y entonces nos cuenta que Frédéric ve que un policía carga, espada en mano, contra un rebelde que cae muerto: “Y Frédéric, boquiabierto, reconoció a Sénécal”. A continuación, un “espacio en blanco”, un inmenso “espacio en blanco” y, de pronto, sin la más leve transición, el tiempo no se mide ya en cuartos de hora sino en años, en decenas de años: reproduzco de nuevo las últimas palabras que acabo de citar con el fin de mostrar este extraordinario cambio de velocidad para el que no había ninguna preparación: “Y Frédéric, boquiabierto, reconoció a Sénécal. Viajó. Llegó a conocer la melancolía del barco de vapor, el frío despertar en la tienda de campaña,…”»[2]

¿Cómo ilustrar ese «espacio en blanco»? ¿Puede condensarse en una sola imagen (o mil, si prefiere)? ¿Merece la pena siquiera intentarlo? Suavizando la enmienda a la totalidad que proponen Flaubert y Quignard, se puede afirmar que hay palabras, frases, (elipsis), novelas enteras, irreductibles a imágenes. Una novela ilustrada sólo tendría algún sentido si las palabras fueran insuficientes para expresar lo que su autor pretendía. Pero en un caso así, la novela no merece ser ilustrada sino olvidada.

Aunque también es cierto que, como dijo el estadista George W. Bush, «una de las mejores cosas de los libros es que a veces uno encuentra en ellos magníficas ilustraciones».

[1] La anécdota la relata Pascal Quignard en el primer volumen de sus Pequeños tratados, espléndidamente editados por la editorial Sexto Piso en 2016.

[2] Este fragmento de “A propósito del estilo de Flaubert” de Marcel Proust se encuentra en el maravilloso Breviario de saberes inútiles de Simon Leys, publicado por Acantilado en 2016.

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