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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
Sobre este blog

Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El espejo sindical

Miguel Ángel Revilla saluda a Mariano Carmona en presencia de María Jesús Cedrún.

Paco Gómez Nadal

La institucionalización del disenso es el sueño erótico de los poderes y una dosis definitiva de bromuro en vena a las luchas de clases. Ahora que leo perplejo las 'arriesgadas' propuestas de Mariano Carmona para UGT de Cantabria pienso que el mejor ejemplo para entender la deriva 'institucional' está en los sindicatos mayoritarios de este país: esos que son dos, que actúan como uno y que casi siempre dan suma cero.

Jamás cometería el error (normalmente nada casual) de confundir sindicatos mayoritarios con sindicalismo. El sindicalismo ha sido una trinchera de lucha y de dignidad obrera imprescindible para la conquista de derechos que ahora nos parecen básicos (casi naturales) pero hasta hace sólo unas décadas parecían ciencia ficción.

El sindicalismo no sólo fue un espacio de lucha, de politización, de organización política, sino un espacio de encuentro, de hermanamiento, de (re) conocimiento de los otros como parte de la misma clase social, de los desposeídos, de aquellos que no aspiraban a ser de otra clase sino a vivir con dignidad y derechos sin salir de la suya (otra cosa era acabar con la clase dominante, utopía siempre presente y, en un par de ocasiones, realizada).

Una de las terribles herencias de la autodenominada Transición Española fue la institucionalización de los sindicatos y la ficción de equiparar sindicalismo a sindicatos y sindicatos al binomio mutante de UGT y CCOO. Todo es más complejo. Estos sindicados mayoritarios (con severas diferencias) jugaron un papel clave en los últimos años de la dictadura y los primeros de la Transición y su pecado mortal comenzó con la dependencia orgánica de sendos partidos políticos. UGT, apenas a remolque del PSOE desde hace ya más de 20 años, tras el último gesto de independencia sindical, cuando Nicolás Redondo y Antón Saracíbar renunciaron a sus escaños en el Congreso en octubre de 1987 por sus discrepancias con el neoliberalismo campante de aquel Carlos Solchaga que susurraba al oído a Felipe González. CCOO vaciando las agitadas calles de finales de los setenta cuando el partido vertical, el PCE, pactó una Transición que lo demolió y desaprovechó la oportunidad de marcar un tránsito a la democracia muy diferente al que hemos conocido.

A partir de ahí, la institucionalización y la burocratización de lo que por naturaleza no puede ser institucional: la lucha obrera. ¿Y ahora? Pues las cosas parecen lejanas de tener una vuelta atrás porque esos sindicatos mayoritarios se han acostumbrado a ser una oficina de empleo, un mediador de pactos, una especie de gestores de privilegios de medio pelo en lugar de espacios para la exigir los derechos de las trabajadoras y los trabajadores. Ojo: dentro de esos sindicatos mayoritarios siguen existiendo sindicalistas honestos, con conciencia de clase, con un proyecto político contrahegemónico… pero son la minoría. Una vez que una organización se acostumbra a las instancias con tres copias, a las estructuras jerárquicas monetarizadas y a las cuentas bancarias… situarse en la periferia de las instituciones da pánico.

El Estado –el poder, pues- tiene amarrados a esos sindicatos que se han abonado a términos como “responsabilidad”, “competitividad”, “emprendedurismo” o “paz social” cuando en su ADN histórico esos palabros se conjugaban como “lucha”, “coherencia”, “revolución” o “colectivización”.

Es tal la abducción de estos sindicatos que el nuevo secretario general de UGT en Cantabria ha dicho que espera “no tener que utilizar nunca” una herramienta como la huelga. Carmona se debe haber perdido algún capítulo de la historia sindical donde no ha habido logro conseguido sin huelga y presión a los empresarios y a los poderes reales de la sociedad. La “normalidad democrática” (esa que sólo ha logrado precarizarnos en lo económico y en lo político a límites insospechados) es tal que en el congreso del sindicato hay espacio para que el presidente de la Comunidad Autónoma (y de un partido nada sospechoso de estar cerca de esa clase que dicen que no existe: la obrera), Miguel Ángel Revilla, haga su discurso y agradezca a la secretaria saliente lo estupendo que ha sido negociar y discrepar con ella. Cuando el poder te agradece tu suavidad deberías mirarte al espejo para recordar cuál era tu papel.

Hay otros sindicatos, claro está, pero no son los mayoritarios. Si estamos viendo en estos días que la llamada nueva política tiene un doloroso tufo a naftalina, también podríamos concluir que los sindicatos (mayoritarios) no se han enterado de la crisis política que vive este país y que no les importa desaparecer con ella. Ahora que ya no hay clase obrera (nótese el sarcasmo) igual ya no nos hacen falta estos sindicatos. Vamos a (re) inventar nuestra forma de exigir lo que es nuestro. 

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