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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

De la rosa solo queda el nombre desnudo

El escritor italiano falleció el pasado 20 de febrero a los 84 años de edad.

Alejandro Sanz Láriz

“Así era mi maestro”, escribe Adso de Melk en el primer capítulo de 'El nombre de la rosa', cuando Guillermo de Baskerville le explica cómo ha deducido que las huellas sobre la nieve son las del potro del Abad. “No sólo sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino también en el modo en que los monjes leían los libros de la escritura, y pensaban a través de ellos. Además, su explicación me pareció al final tan obvia que la humillación por no haberla descubierto yo mismo quedó borrada por el orgullo de compartirla ahora con él, hasta el punto de que casi me felicité por mi agudeza. Tal es la fuerza de la verdad, que, como la bondad, se difunde por sí misma”.

Mi propia edad me tenía que haber avisado de que era cercano el tiempo en que se iría mi maestro, pero no por ello el golpe ha sido menos doloroso y la herida menos descarnada. La reciente pérdida de Umberto Eco me ha asaltado no solo por la oscuridad que deja en el mundo de la literatura, la semiótica, la filosofía o el periodismo, sino a nivel personal por el vacío de quien pierde a un maestro.

La primera vez que leí 'El nombre de la rosa' sufrí un electroshock. Naturalmente que ya era, para entonces, un lector empedernido, pero por primera vez sentí que las letras no solamente eran capaces de transportarte en el espacio y el tiempo, sino que, también, manejadas con maestría, podían hacerte respirar la atmósfera del pasado.

Gracias a Eco conseguí que la asignatura que torturaba a mis compañeros de Ciencias de la Información, la Semiótica, se convirtiese para mí en un jardín placentero. Y años después, yo mismo impartí en diversos planes de estudio la visión de los apocalípticos y los integrados, profundamente influido por él.

Cuando supe que había comprado lo que había sido un antiguo hotel milanés solo para poder albergar los más de cuarenta mil libros que atesoraba, yo mismo destiné una habitación de mi casa para reunir en mi modesto homenaje los poco más de mil que poseo. Y cuando en una entrevista le leí que se había rendido a la tecnología digital y que se había comprado un dispositivo que le permitía llevarse más de cien libros dentro en sus giras de conferencias por los Estados Unidos, yo mismo pensé, ¿quién soy yo para contradecir al maestro? Y me compré un e-book.

También tuvo algo que ver su misteriosa influencia en la cátedra de semiótica de la Universidad de Bolonia con mi decisión de volver a la universidad, esta vez como profesor, para impartir la pálida luz de su legado.

Me leí casi todos sus libros. Después de la misteriosa biblioteca, me dejé hipnotizar por el péndulo de Foucault, viajé a la isla del día de antes, creí en lo que creen los que no creen, vagué por el cementerio de Praga, comprendí por qué me enamoré de la Reina Loana y cerré el ciclo con el número cero. Incluso leí sus consejos para escribir una tesis… que nunca escribí.

Por eso quiero dedicarle hoy estas líneas con la gratitud de un indigno discípulo. Porque me ayudó a creer en lo imposible y porque gracias a él llegué mucho más lejos de lo que nunca hubiera pensado: hasta el corazón mismo de las palabras.

Solo puedo terminar este texto con las mismas palabras con las que que un ya avejentado Adso de Melk cierra la historia de aquella abadía:

“Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”.

De la rosa solo queda el nombre desnudo… en cambio del maestro también queda el ejemplo.

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