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El regreso a una tierra olvidada: un lento pero continuo goteo de nuevos habitantes retoma el pulso de Valderredible

Carlos Caballeira y Beatriz Díez junto a su perro en su casa de Sobrepeña, en Valderredible.

Diego Cobo

Valderredible —

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Hubo un día en que Ernesto Rodrigo se divorció, abandonó su trabajo y su reputación y, “un poco como a rabiar”, se instaló en el lugar en el que habían nacido sus abuelos y sus recuerdos. Han pasado cinco años desde que aquel empleado de banca dejara Bilbao y muchas cosas le han sucedido. “Vivir aquí era la típica cosa que había pensado toda la vida”, insinúa sobre la fantasía que lo acompañó hasta tomar la decisión, aunque inmediatamente matiza: “Luego vienes y no tiene nada que ver”.

Conocí a Ernesto cuando él trabajaba como peón forestal, con su traje fluorescente y una fresca barba cana, el mismo día de finales del año pasado en que trajeron a Polientes la reproducción de la estela-estatua de Salcedo. Él, que había descubierto la pieza original en una escombrera pero no fue invitado al acto, lo celebró enseñándome, a la luz metálica del atardecer, algunos de los más de 3.000 petroglifos que ha identificado en piedras areniscas de todo el valle. Este nuevo encuentro, sin embargo, busca respuestas contemporáneas: su viaje en dirección contraria, desde el cemento de la ciudad a estos prados sedientos, no es habitual en uno de los municipios más despoblados de Cantabria, con una densidad de tres habitantes por kilómetro cuadrado.

Valderredible está ciertamente vacío. Sus 300 kilómetros cuadrados de extensión diez veces la superficie de Santanderacogen a menos de un millar de habitantes. La población empezó a reducirse paulatinamente desde 1920 y se recrudeció a partir de 1960, cuando aquí vivían 5.000 personas. Ese fue el comienzo de un éxodo masivo que vació los pequeños pueblos de piedra y dejaron Valderredible, en solo dos décadas, con 1.500 habitantes.

Los últimos datos siguen siendo desalentadores, ya que los cuatro nacimientos de 2020 y las dos niñas que vinieron al mundo en 2021 apenas amortiguaron las 37 muertes en los dos años. Con este panorama, la lucha contra la despoblación es el mayor desafío en los núcleos rurales y uno de los temas públicos que más atención acapara. “Pero los que estamos aquí, cada vez estamos más abandonados”, dice Ernesto en la Plaza Mayor de Polientes entre vecinos, algún visitante y el último niño nacido en el municipio. Debe de ser el séptimo u octavo en lo que va de año, calcula. En fin: “Una brutalidad”.

Después de un lustro atravesando inviernos, chapuzones en el Ebro y el Rudrón y algún desencanto, hay otras cosas que Ernesto ha comprobado. Cree que el municipio no tiene un rumbo económico claro, que la agricultura no fija población porque en las fincas en las que antes trabajaban veinte familias ahora solo hay un tractor, que el turismo no se está impulsando y que hay guías sin entusiasmo, ermitas rupestres cerradas y caminos de iglesias con zarzas. “Estamos perdiendo el tiempo y dando la espalda al turismo”, dice. La pregunta obligada es si siempre hay que recurrir al turismo para salvar a las zonas rurales. Ernesto no lo duda: “¡Es que no hay más!”.

Una lenta agonía

La panadería de Polientes cerró a finales de primavera, el camping despidió a sus últimos tres empleados en septiembre, el supermercado ha reabierto en su enésimo intento de sobrevivir y el centro de educación ambiental que alguna vez imantó a cientos de escolares agoniza entre malas hierbas. El Plan de Dinamización de Valderredible, cuyo “documento estratégico” elaborado por la Fundación Botín fue aprobado en 2021, apuntaba al turismo como uno de sus seis ejes, pero también subrayaba que su oferta no contaba con la “dimensión” ni la “visibilidad” adecuadas.

Las dudas entre comercializar la riqueza del valle o mantener ese compás de cervatillos cruzando carreteras y a una tercera parte de sus habitantes trabajando el campo, son habituales. Luna Manolis, por ejemplo, reflexiona en voz alta: “Queremos movimiento, gente y oportunidades, pero a la vez decimos: 'qué sitio más especial', y no queremos que se explote”. Luego, continúa: “La vida rural muchas veces es hostelería, y yo eso no lo quiero. Pero me encanta vivir aquí, por eso lo del turismo es un debate”.

Luna vibraba, en sus adentros, con el lugar en el que siempre había veraneado. La pandemia le obligó a ausentarse. Pero ella, en la distancia, lo extrañó aún más. Así que, al año siguiente, cuando regresó puntual a su cita con la tierra de sus antepasados, se prometió dejar su hogar en Oakland, California, para instalarse en San Martín de Elines. “Y aquí estoy”, sonríe.

Luna tiene 26 años y trabaja entre el teleclub y la colegiata románica, donde guía a los visitantes. Volver al pueblo de su madre y sus tíos, representantes de un mundo extinguido, le ha obligado a romper la timidez que le distanciaba de los parroquianos que el primer día de este octubre ardiente sorben el último blanco de la mañana. El bar ocupa las viejas escuelas, y aunque aún no han encendido la chimenea ni han empezado a despachar caldo, la atmósfera transmite intimidad.

Ella dice que le sienta muy bien estar aquí y no deja de desempolvar ideas, proyectos y alternativas, aunque en algún momento le pellizque la desesperanza. Trató de dar clases de inglés en Polientes, pero el aula se fue vaciando hasta quedarse en un único alumno. Y, así, es imposible. “La solución es montar algo, claro, pero tienes que tener dinero, ganas y tiempo porque los recursos no están. Y eso que lo intentamos. Eso es lo que más nos cuesta: todos los jóvenes que hemos venido de fuera queremos estar aquí”, dice. Estas dudas las suele compartir con sus primas, que también volvieron al pueblo de su madre y se hicieron cargo del bar.

Entre los propósitos del Plan de Dinamización, además del turismo, se encuentra el fortalecimiento del sistema agroalimentario, la explotación forestal, la rehabilitación de viviendas como primera y segunda residencia, el impulso al emprendimiento y la conservación del patrimonio arqueológico. Rodolfo Montero envía buenos deseos a todas las iniciativas, pero cree que para que prospere cualquier proyecto “tiene que haber una dinámica de fondo, y en Valderredible somos muy pocos”. Él, de momento, ha lanzado la Fundación Agro y Cultura.

Montero es un cineasta con un par de Premios Goya en la estantería que un buen día, cansado del desprecio y olvido a lo rural, supo que el compromiso con el pueblo tenía surgir del propio pueblo. “Lo rural está en la agenda”, reconoce, “pero no se toma en serio porque no se habla del mundo rural real: hay que cambiar los clichés, y por eso creo que hay que educar de manera poliédrica a los de los pueblos y a los de las ciudades”.

Cortometrajes como En la cuna del aire, en el que retrata a los últimos niños del pueblo, devuelven las esencias a su origen. Ese es su más sincero compromiso con este universo olvidado. “Mi interés”, dice convencido, “es devolverles ese respeto que el progreso les ha quitado: les dejó el folklore para quitarles todo lo demás. Y la cultura rural es una cultura ancestral, global y muy progresista”.

Con esa idea, Rodolfo también reformó la casa y las cuadras familiares de San Martín de Elines para crear una granja escuela, una televisión rural y un amplio espacio en el que organiza el Festival de Cine y Zona. Él, como buen predicador de su conciencia, no desaprovecha ningún espacio para soltar soflamas en favor de un mundo que su generación vio agonizar. El cineasta se refiere a esos aspectos vinculados al campo que hoy reverberan en conceptos como 'kilómetro cero' o 'economía circular' y que siempre existieron. “Lo primero que hay que reivindicar”, expone, “es que esto no es un invento nuevo de las leyes del capitalismo considerando el progreso, sino que ya estaba”.

De vez en cuanto, a Rodolfo le llaman para impartir charlas, pero reconoce que “cuando empuja un poco”, cuando se sale del guion establecido, le insinúan que regrese al cauce oficial. Se refiere a esas dinámicas alejadas del capitalismo que han definido la vida en los pueblos, al poder comunitario, a la solidaridad. A devolver, en definitiva, el control de los recursos a sus legítimos guardianes: los campesinos. “Pero de eso no hables porque entonces sí que no damos ni una charla”, bromea.

El diluvio de fondos para revertir el vaciamiento de las áreas rurales, como el Plan de Recuperación, las ayudas convocadas por el Ministerio para la Transición Ecológica o la promesa de abrir un centro contra el despoblamiento en Valderredible son algunas de las propuestas que se ciernen sobre el territorio. Rodolfo, sin embargo, defiende que lo primero son las ideas y no los fondos. “Siempre es: primero vamos a ver lo que hay y luego vamos a ver qué podemos hacer con lo que hay”, explica en referencia a una lógica que no promueve utopías salidas de cabezas como la suya, que vive con un pie un pie en Madrid (y el corazón en San Martín de Elines) y que, por soñar, propone crear una gran escuela de cine.

Pero la balanza de los nobles propósitos a veces se inclina hacia la contradicción. Marco Lázaro, el último director del camping de Polientes, está intentando rescatar el negocio si la montaña de obstáculos se lo permite. Los 400 huéspedes del camping en verano, explica, son necesarios para avivar la economía local, aunque las dificultades durante las gestiones quiebras, permisos para ampliarlo y hacerlo rentable, falta de subvenciones empañan su esperanza.

Si en dos meses no consigue reabrirlo, dice Lázaro, se dará por vencido. Valderredible, entonces, perderá la oportunidad de atraer viajeros y seguirá apostando a la fe; a la fe en segundas residencias, a la de los enamorados de los cielos que se acercan al Observatorio Astronómico del Páramo de la Lora, a la de los rebotados del cercano y turístico municipio burgalés de Orbaneja del Castillo que no encuentran mesa y acaban comiendo en Ruerrero o Polientes, a la de las subvenciones por despoblamiento o a las de las iniciativas de vecinos que no reciben demasiada atención.

La asociación cultural Las Tribus de Íber, que trabaja en Valderredible y otros municipios del entorno, sigue celebrando su festival anual en la vecina Sargentes de la Lora, en Burgos. Allí, dicen sus promotores, encuentra mejor acogida institucional. El patrimonio arqueológico es otra de las riquezas del valle, aunque el olvido o desprecio se adueñe de excavaciones y el propio Plan de Dinamización reconozca el poco apoyo dedicado a su investigación.

La parcela donde se halló la necrópolis de San Pantaleón, en La Puente del Valle, fue comprada por un grupo de arqueólogos que veían cómo el conjunto medieval, con tumbas excavadas en roca, una ermita que el frío y el agua desgastan y la convicción de que en el conjunto arqueológico haya restos de la Edad de Bronce, no parecía lo suficientemente atractivo para que las instituciones se interesasen por él. Carlos Lamalfa, de la Asociación para la Protección y Estudio del Patrimonio Arqueológico de Valderredible, explica que ellos, incluso, quisieron entregar la parcela al Ayuntamiento de Valderredible, pero no se efectuó el traspaso porque no “recogieron” la donación. Como el ánimo de otras iniciativas frustradas, San Pantaleón se sigue erosionando a la intemperie.

Vida comunitaria

Y pronto volverá el invierno. En el teleclub de San Martín de Elines aliñarán el caldo, los últimos rezagados dejarán sus casas y la niebla subirá desde las vegas donde el verano ha multiplicado las patatas, los granos de maíz y las pipas de girasol. La lenta cadencia del valle se acabará imponiendo y los vecinos encenderán las estufas.

Para Beatriz Díez Rioz y Carlos Carballeira, que estuvieron cortando leña el día anterior, este es un ejercicio comunitario: en una cuña de roble se concentra el espíritu del valle. Lo bajan de las laderas con tractores y “pagan” el favor ayudando a otros vecinos. La mutua solidaridad sigue convergiendo, luchas ancestrales aparte, en el mundo rural. “Este año no hemos hecho huerta y tenemos más verdura que nunca”, dice Beatriz en el patio de su casa de Sobrepeña. Cuando esta educadora ambiental se mudó al valle, sus padres y su abuela la visitaron preocupados, pero después de comprobar cómo la arropaban los vecinos, la familia pudo apaciguar los nervios.

Esos códigos que ayer se evidenciaron en las sencillas fiestas de Quintanilla de An son algo que ha sorprendido a Beatriz desde que empezó a pasar aquí todos los días de la semana y durante todos los meses del año. Es su criterio: “Vivir en Valderredible es pasar el invierno”. Ella, pues, vive aquí desde 2012 a pesar de que llevara varios años pasando los días laborables en Valderredible. Porque vivir aquí es meterse en los cuarteles de invierno, amanecer congelado, ser succionado por el gélido aliento del río Ebro y almacenar la madera, como ellos, en la cuadra que han alquilado.

En los once años en los que Beatriz ha ido cambiando de casa y ha contribuido a remover la pócima comunitaria, también ha concluido que el mayor problema para desenvolverse aquí es la escasez de vivienda, y eso que la práctica ausencia de transporte público (dos rutas diarias a Reinosa) obliga a depender del coche y el buen estado de forma. No cree, sin embargo, que la falta de trabajo sea el mayor inconveniente. “Si te buscas la vida, trabajo hay. A Carlos le sale por las orejas”, dice sobre su pareja, que podría contratar a dos personas para ayudarle como albañil.

Ella habla con la experiencia de pescar en mil mares y haber organizado talleres de teatro en colegios, de guiar grupos en la naturaleza, de impartir cursos ambientales o de haberse sacado un pellizco adicional, este verano, trabajando como camarera. Pero es cierto que las posibilidades que ofrece Valderredible, es decir, la cosecha de patata, la vendimia, la construcción o la hostelería son empleos estacionales que no siempre cubren las obligaciones económicas o las expectativas sociales.

El día que Ana Hernández logre reunir 600 euros al mes estando aquí, dice esta vizcaína que imparte talleres de cocina en Polientes, regresa a sus raíces.

Son ejemplos.

Estar aquí tiene algo de golpe de estado contra la civilización moderna y sus mandamientos, y el pequeño ejército de jóvenes que abandonan el trajín urbano y se cuelan en este entramado natural, de algún modo, desafían al despoblamiento y a la soledad que Rodolfo recoge con su cámara. “La gente que ha vivido en el mundo rural tiene una fortaleza mental ante las adversidades de las que no quedan”, proclama el director de cine con voz atropellada, como si su aullido en defensa de esta vida no cupiera en el tiempo. Y eso que, en Valderredible, tiempo es lo que sobra.

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