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No se asusten, no pretende ser este un texto procaz. Me refiero a la irresponsabilidad: ¿quién la tiene más grande? Tener la irresponsabilidad más grande equivale hoy en día y en nuestro país a tener la “institucionalidad” (y la masculinidad, que diría Primo de Rivera, el dictaduro) mejor asentada. Gran error.
La lógica, y esto ya desde los tiempos de los griegos clásicos, suele fundarse en axiomas bien contrastados, para poder luego desplegarse sin contratiempos ni obstáculos. Son los cimientos sobre los que se levanta todo, de ahí el cuidado que ha de tenerse para que sean sólidos y aceptables por una mente racional. Así que cuando todo un edificio político -como acontece en nuestro caso- dimana de la creencia absurda en que su primer mandatario es un irresponsable (no responde ante nadie), pueden imaginarse el desperfecto lógico, ético, y político que tal absurdo provoca.
Nada se contagia más rápido que las ideas nefastas. Esa irresponsabilidad además aparece firmemente anclada en nuestra Constitución, tal como el Tribunal Constitucional ha recordado recientemente ante el intento del parlamento catalán de investigar los delitos de la monarquía. ¡Qué cosas tienen estos catalanes! En sentencia difundida este lunes el Alto Tribunal recuerda que: “La inviolabilidad lo preserva (al rey) de cualquier tipo de censura o control de sus actos”.
El Tribunal Constitucional, imbuido de un pensamiento místico y trascendente, lo ha dejado claro: nuestros reyes no son de este mundo, aunque refocilen mucho en él. Seguramente también los hombres de las cavernas pensaban que el sol era irresponsable de sus actos, algo así como un dios incontrolable. Pero en esa creencia, nuestros ancestros mostraban sin duda mayor sensatez que el Tribunal constitucional en la suya. Equiparándose en esto a los dementes, nuestros reyes no son responsables de sus actos.
Que la irresponsabilidad (no responder ante nadie) encuentre su apoyo en nuestra legitimidad (constitucional), parece un oxímoron y sin duda es un fósil viviente, algo así como el coxis en la rabadilla de una democracia mal rematada. Un Derecho torcido desde el principio, un Derecho de pernada. O si se prefiere: un vicio hereditario de aliento (mal aliento) medieval. Así que tenemos un jefe de Estado que es un irresponsable, y una Constitución que dice que está bien que lo sea. Poco que rascar por ese lado, salvo que el bochorno y la vergüenza civil nos lleve a pedir su reforma. Aunque la vergüenza en estos tiempos posmodernos ya no se lleva. Está demodé. Lo que se lleva es la falta de complejos y de vergüenza, precisamente.
Este estado de cosas - la irresponsabilidad de los altos mandatarios- es casi normal en los regímenes sátrapas de Oriente, tipo Arabia Saudí y semejantes, donde los que mandan pueden ordenar, por ejemplo, asesinar impunemente a un periodista crítico con el régimen, como Jamal Khashoggi. Y como sus autores, siquiera intelectuales, son irresponsables y además hacen negocios jugosos con los ricos del mundo global, en resumen no pasa nada. No tienen que rendir cuentas ante nadie.
Para el caso igual que nuestros monarcas, con los que por cierto esos sátrapas están a partir un piñón, incluso en el orden de los negocios, no siempre claros. Cierto es que en las naciones civilizadas de Occidente o que aspiran a ese título, incluso en aquellas que tienen una monarquía como adorno o guinda del pastel, no debiera ser de recibo tal absurdo, que además rebosa prepotencia y barbarie. Parecen cosas de un pasado rancio que supuestamente habíamos dejado atrás.
Lo cual determina que nuestra democracia sea pelín cutre y mejorable, con rasgos arcaicos que en definitiva actúan como una rémora. Sea como fuere, todo nuestro andamiaje constitucional y por tanto legal se sostiene sobre eso: la irresponsabilidad del rey. Como además nuestros políticos han sentido envidia de ese chollo, y han observado los enormes beneficios que genera, se han declarado “aforados”, lo cual es un gran paso en el camino de la irresponsabilidad colectiva de orden gremial.
Recientemente los expresidentes Felipe González y Rajoy se quejaban de lo mucho que se persigue a la corrupción en nuestro país. No se rían todavía. Por eso Rajoy pudo decir a su tesorero descarriado (más que nada porque le pillaron): sé fuerte. O lo que es lo mismo: aguanta y no tires de la manta, que vamos en tu rescate, colega. Y ahí sigue el expresidente gallego, echando unas bromas con González, que tampoco sabía nada de las múltiples corrupciones que florecían bajo sus alas en aquellos tiempos de vino y rosas (y posteriores). Aunque hay políticos un poco más pudorosos -todo hay que decirlo- que no comulgan con este estado de cosas, o que incluso rechazan el aforamiento y aspiran a la reforma de la Constitución, influidos sin duda por un resto de aquella vergüenza antigua de los buenos tiempos.
No todo tiempo posmoderno es mejor. De aquí también que casi lo más “institucional” que hay en nuestro país (ahora que todos compiten por ver quién la tiene más grande, la “institucionalidad”) es la corrupción.
La corrupción institucional es al día de hoy lo más institucional y constitucional que tenemos, facilitado todo ello por los aforamientos y las irresponsabilidades supremas consagradas en nuestra Carta magna. Es lo que viene a llamarse hacer del vicio virtud, y de la irresponsabilidad principio legal.
Este tema de las irresponsabilidades supremas ya preocupó a Unamuno, y ya ha llovido desde entonces en España, con sus sequías correspondientes en el orden político. Al respecto escribió en los años veinte (1922) un artículo polémico titulado así “Irresponsabilidades”, que fue uno de los que enfadó al monarca Borbón de su tiempo, Alfonso XIII, y que le hizo merecedor de condena de cárcel, que no cumplió. Aunque si sufrió pena de destierro en Fuerteventura, por estas y otras libertades de pensamiento y palabra que no agradaban a los irresponsables mandatarios de su tiempo. Tan irresponsables como los nuestros, que estas cosas se heredan. Así que nuestra actualidad habría hecho mucha gracia a Unamuno, mas que nada por lo que tiene de reconocible.
El incómodo y crítico maestro vasco de Salamanca se atrevió incluso a llamar al rey Alfonso XIII “archiduque de España” al servicio de la germanofilia materna, rebajándole así el grado y el supuesto patriotismo. Así se las gastaba Unamuno en su lucha constante y quijotesca contra los gigantones de nuestro país. Y no solo eso, sino que argumentaba que si el rey era un “irresponsable”, entonces cuando actuaba -por ejemplo- como jefe supremo de los ejércitos de mar y tierra, también lo hacía en calidad de rey, es decir, de “irresponsable”. Para habernos matado, como de hecho ocurrió -por ejemplo- en el desastre de Annual. En nuestra lengua el término “irresponsable” tiene una resonancia legal que lo acerca al de “impunidad”. Pero también tiene una resonancia ética que lo acerca al de “insensatez”. Como ambas resonancias pueden resonar al unísono, no puede excluirse del todo que ambas virtudes constitucionales e institucionales (irresponsabilidad e insensatez) concurran en una misma persona y coronen todo un régimen. Aquellos dardos acerados del rector de Salamanca tomaban vuelo en un contexto histórico trufado de desastres, como el desastre de Annual, ocurrido en 1921 y que seguía la estela de otros desastres previos, fruto de la corrupción, y en la línea también de informes preocupantes sobre nuestros “irresponsables” supremos (véase el expediente Picasso, tío del genial artista malagueño).
El desastre de Annual aconteció en 1921; el artículo de Unamuno (“Irresponsabilidades”) es de 1922; y en 1923 Primo de Rivera da su golpe de Estado y establece su dictadura (al amparo de Alfonso XIII), impidiendo que se depuren responsabilidades por el desastre de Annual y sus 13.000 muertos.
Nuestro contexto actual tampoco carece de desastres, corrupciones, y guerras. Y tampoco carece de irresponsables. Si acaso falta un poco más de crítica desenfadada y sincera que cuestione los artículos de fe que entronizan constitucionalmente la irresponsabilidad real de origen divino, o casi. Ese artículo crítico, “IRRESPONSABILIDADES”, de 1922 (ojo), lo comienza Unamuno llamando a Millán -el de los Tercios- “aspirante a Mussolini español”. Eso es verlas venir. Ya había mal rollo entre ellos. Todavía faltaban catorce años para el enfrentamiento en 1936 con el novio de la muerte y matón de la inteligencia (Millán Astray), en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, templo precisamente del pensamiento y la reflexión.
Con aquel “venceréis pero no convenceréis”, o “vencer no es convencer” y “conquistar no es convertir”, tan profético, describió de una vez por todas Unamuno la irresponsabilidad habitual y casi dinástica del poder en España, que parece no querer despertar nunca del sueño feudal.
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