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La comisión de investigación del caso Pujol y el riesgo de repetir el ridículo en el Parlament

Jordi Pujol, en una imatge d'arxiu

Víctor Saura

Barcelona —

Lo primero que deberían hacer los integrantes de la futura comisión de investigación del caso Pujol es retroceder nueve años atrás, hasta abril-mayo de 2005, y revisar el triste papel llevado a cabo por sus colegas (unos más que otros) en la comisión de investigación creada a raíz del escándalo del 3%. El nombre con el que la parieron ya auguraba la pantomima que terminó siendo: “Comisión de Investigación sobre el Proyecto, la Adjudicación, la Ejecución y el Control de las Obras de la Línea 5 del metro, especialmente al paso por el Barrio del Carmelo, y también sobre los Procedimientos de Adjudicación, Financiación y Gestión de la Obra Pública en Cataluña”.

Esa comisión tenía dos objetivos básicos, el primero era esclarecer las causas del accidente del Carmelo y el segundo profundizar sobre lo mismo que deberá abordar ahora la comisión Pujol, le pongan el nombre que le pongan; es decir, hasta qué punto la confesión del ex presidente está relacionada con las siempre supuestas y nunca del todo demostradas comisiones ilegales procedentes de las adjudicaciones de obras públicas.

“La comisión del Carmel no encuentra rastro de corrupción después de 28 sesiones”, titulaba La Vanguardia en una noticia, no muy destacada, publicada el 26 de mayo de 2005. Cruda síntesis de un trabajo estéril. Punto final a lo que había parecido la bomba de neutrones y terminó siendo un simple petardo de fiesta mayor. Aquella comisión de investigación se ventiló en poco más de dos meses y básicamente consistió en un pulso entre CiU y PSC para tratar de endosar al otro las culpas del derrumbe del Carmelo. CiU quería que quedara claro que las adjudicaciones para la construcción de la nueva red de metro (un multimillonario proyecto cerrado a toda prisa por el último gobierno Pujol antes de perder el poder en 2003) se habían hecho de forma correcta, y que por tanto el agujero era consecuencia de la negligente ejecución de las obras. El PSC pretendía todo lo contrario, demostrar que había un pecado original fruto de aquellas prisas por repartir tamaño pastel.

De la tensión del momento (el incidente fue debidamente magnificado por la alianza de fuerzas que desde el inicio quiso desestabilizar el tripartito) salió el exabrupto maragalliano del 3%, que es lo que generó la investigación parlamentaria, pero sus integrantes prefirieron seguir centrados en el accidente, y así dejar para tiempos mejores la mucho más espinosa cuestión de las comisiones ilegales. Se estaba negociando la reforma del Estatuto, y ésta era una polémica indeseada, o sea que unos y otros hicieron el ejercicio de responsabilidad y servicio al país de no rascar demasiado a fondo.

Es posible que estos tiempos mejores hayan llegado. Con la confesión del gran páter se abre una nueva oportunidad. Pero que esta nueva comisión no vuelva a ser un bluf dependerá en gran medida del papel que quiera ejercer ERC. ¿Atacará la corrupción de raíz? Decirlo es mucho más fácil que hacerlo. Y empiezan a oírse muchas voces (como la de Miquel Sellarés, persona muy cercana a la cúpula republicana y libre de toda sospecha por su condición de víctima del sector negocios de CDC) que defienden que hurgar en todo lo que rodea al caso Pujol es dar coba a quienes quieren hacer daño a Cataluña. Primero el Procés, después la limpieza, viene a decir Sellarés. Voces que, desde la buena (o mala) fe, apelan de nuevo a un bien superior, que en este caso es la consulta del 9 de noviembre (y lo que venga después). Si hay elecciones anticipadas, toda la actividad parlamentaria decaerá, incluida esta comisión. Si no las hay y CiU continúa apuntalada por ERC, volverá a haber una mayoría poco dispuesta a meterse en un armario lleno de muertos. En este contexto, ¿vale la pena ni siquiera comenzar el paripé?

Paréntesis. Mucha gente, y no pocos analistas, fueron incapaces de entender que en 2003 tres partidos con objetivos nacionales diferentes se aliaran para echar a CiU del gobierno catalán, cuando había sido la lista más votada. Como casi siempre, se estaba haciendo una lectura en clave nacional, ignorando otros condicionantes que tenían tanto o más peso, y entre ellos el rechazo a la corrupción institucional que todo el mundo sabía y nadie podía demostrar. La alusión a las manos limpias de Carod aquella noche electoral de noviembre de 2003 no fue en absoluto gratuita. Otra cosa es la cascada de errores que vino después y la manifiesta ineptitud de algunos miembros del tripartito para evitar caer en las mismas prácticas viciadas del pujolismo. Fin del paréntesis.

Las comisiones no dejan rastro

Las comisiones no dejan rastro En el Diario de Sesiones del Parlament (VII Legislatura) se encuentra la transcripción completa de aquellas 28 soporíferas sesiones de la comisión de investigación del Carmelo, que informativamente tuvieron un impacto escaso tirando a nulo. Por la comisión pasaron sobre todo altos cargos de dentro y técnicos de fuera de la administración, personas todas ellas muy bien preparadas para echar balones fuera. Porque, efectivamente, todo se hacía de acuerdo con la ley y a nadie le constaba ningún desvío de dinero. Es sintomático que de la relectura de aquellas intervenciones se salven más algunas preguntas que las respuestas. Por ejemplo, Oriol Amorós (ERC) preguntaba si era normal que el 82% de los 6.154 contratos relacionados con las obras públicas en Cataluña de los años 2002 y 2003 fueran adjudicados mediante procedimientos negociados sin publicidad ni concurso. Pues normal quizá no lo era, pero eso tampoco quería decir que hubiera nada ilegal, diría el técnico. Y Dolors Clavell (ICV) pedía por qué tres constructoras (Comapa, Copisa y Sorigué), pertenecientes a dos familias (Cornadó y Sorigué) participaban en 11 de las 12 UTE (Unión Temporal de Empresas) que en 2003 obtuvieron las adjudicaciones por construir la línea 9 del metro. Pues debería tener todo el expediente aquí para valorarlo, respondería el otro.

Todo el mundo sabe que las comisiones ilegales ni salen directamente de la administración ni figuran como tales en la contabilidad oficial de ninguna empresa. O todo el mundo menos el nuevo número dos convergente, Josep Rull. Se lo tuvo que explicar Josep Lluís Carod-Rovira en una reciente tertulia radiofónica. Rull le reñía por la “frivolidad” de haber declarado días atrás que las comisiones no eran del 3 sino del 5%, pues el tripartito, le echaba en cara Rull, había revuelto las cuentas de los gobiernos convergentes por activa y por pasiva sin haber encontrado nada. “Yo soy de letras, pero ser de letras no significa ser imbécil, señor Rull -le espetó Carod-. Usted sabe que las irregularidades y eso que se llama comisiones no salen en los presupuestos”. Lo sabe. Rull también fue miembro de la comisión de investigación del Carmelo.

Las comisiones las paga la empresa adjudicataria de una obra a un tercero, simulando la contraprestación de un servicio ficticio, y este tercero las hace llegar total o parcialmente al partido, o tal vez, sin necesidad de intermediarios, se transforman en una donación (que desde 2007 ya no pueden ser anónimas) a la formación política o a su fundación; pero en todo caso es un acuerdo entre particulares y eso es lo que hace tan difícil seguir su rastro. El origen del dinero es público, pero el chanchullo se orquesta una vez ha pasado a manos privadas. Ahora parece que la UDEF ha detectado el pago de elevados importes por parte de conocidas contratistas de obra a Jordi Pujol Ferrusola, por servicios de consultoría difíciles de creer (por mucho que él haya declarado lo contrario al juez Ruz), y esto es lo más cerca que hemos estado nunca de constatar la existencia del sistema organizado de tráfico de influencias presuntamente dirigido por el Júnior desde un anónimo despacho de la calle Ganduxer.

El escrito de conclusiones de la comisión del Carmelo ocupa seis páginas con un cuerpo de letra 10, pero sólo el último punto aborda el tema del pago de comisiones. Dice que “no se han podido acreditar” (de aquí sale el titular del diario) pero que “conviene, al menos, extremar las precauciones al respecto actuando con el máximo rigor en los procedimientos de adjudicación y solicitando la colaboración de los agentes sociales y los ciudadanos en general, para poner de manifiesto las prácticas corruptas que se puedan conocer”. Es decir, que no se demostró (CiU pudo sacar pecho) lo que todo el mundo sabía (el tripartito salvó la cara). Las principales recomendaciones que se planteaban a continuación (transparencia en las cuentas de los partidos y limitación en los gastos electorales, medidas reclamadas desde tiempos muy pretéritos) son todavía hoy un brindis al sol.

Arrepentidos y castigados

Arrepentidos y castigados Siempre que ha habido sospechas fundadas de pago de comisiones o de financiación ilegal de un partido es porque alguien que había estado muy involucrado en el tramo privado de la operación decidió denunciarlo a la justicia. Normalmente es alguien que, por lo que sea, busca venganza. Y la mayor parte de los pocos que se atrevieron a dar el paso terminaron arrepintiéndose de haberlo hecho, porque en el mejor de los casos no les hicieron ni caso y en el peor acabaron tratados de delincuentes, mientras los verdaderos corruptos mantenían inmaculado su honorable estatus.

Véase el caso de Vicenç Gavaldà, hoy en prisión por una trama de desvío de fondos que según declaró en sede judicial tenía el sello de su jefe directo en Unió, Duran Lleida. Está claro a quién se creyó el juez. O el de Juan Antonio Salguero, el pequeño constructor al que haber aireado que había pagado 100.000 euros en comisiones al entorno de Felip Puig le costó una inspección fiscal que duró tres años. O el menos conocido de Benito Gutiérrez, antiguo jefe de la agrupación del PSC en Vilanova del Vallés, que lo único que consiguió diciendo en voz alta en 2001 que había recibido 1,5 millones de pesetas por mirar hacia otro lado mientras unos concejales convergentes daban un pelotazo inmobiliario fue tener que huir al otro lado del país. ¿Y qué ha pasado con Ricard Murga, el ex coordinador de seguridad de CDC que en 2005 confesó que durante años había ingresado dinero al por mayor procedente del ladrillo a una cuenta de Felip Puig? Remontándonos más años atrás todavía encontraríamos otros testimonios, como los de José Manuel Novoa (caso Casinos) o Joan Moll (minitrasvase del Ebro), y seguramente más, y entre todos acabaríamos teniendo una idea mucho menos idílica de la que durante tanto tiempo tuvimos de nuestro pal de paller (ahora llamada pared maestra).

Los ataques de sinceridad de Roca

Los ataques de sinceridad de Roca Pero la mordida no es un invento pujoliano ni catalán, ni una práctica exclusiva de este lado del río Ebro, a pesar de que algunos políticos y medios de Madrid se empeñen en mirar la paja en el ojo ajeno. Lo sabe todo el mundo y de vez en cuando alguien lo reconoce. Miquel Roca tuvo alguno de estos escasos ataques de sinceridad en los primeros noventa, más o menos en la época que comenzaba a darse cuenta de que nunca sería el número 1 de CDC ya que un sector del partido (con Jordi Pujol junior y Felip Puig en primer línea) estaba dispuesto a lo que fuera para impedirlo. Impactado por la deriva del caso Filesa y con la factura de la operación Reformista bien fresca en la memoria, afirmaba Roca en una entrevista publicada en noviembre de 1992 en la revista Economics: “Yo acepto que la financiación de los partidos políticos es un problema no resuelto y que en vez de denunciarlo tanto deberíamos poner los medios para resolverlo de una vez (...) Si el acuerdo, que lógicamente debe ser global, conlleva un mea culpa, yo no tengo inconveniente en hacerlo. Todos los partidos nos encontramos en una zona fronteriza con la irregularidad”.

Dos años más tarde, ante un foro organizado por Seopan (la patronal de la construcción), y al ser interpelado por el caso Filesa, Roca reconoció que los partidos, “y CiU también”, se habían financiado irregularmente durante años con el dinero de las constructoras. “¿Alguno de ustedes se atrevería a comparecer ante una comisión de investigación parlamentaria creada para investigar la financiación de los partidos?”, preguntó Roca a una perpleja audiencia formada por empresarios y directivos del sector. El diario económico Expansión lo publicó en portada, el 13 de mayo de 1994, si bien acompañado de la versión del político. “Yo no digo estas cosas en público”, aseguraba Roca. Original forma de desmentirlo. Unos días más tarde, Eduardo Serra, entonces presidente de Cubiertas y Mzov y futuro ministro de Defensa con el PP, recogía el guante lanzado por Roca, admitía que el sector había pagado “miles de millones” a los partidos políticos y pedía prudencia y firmeza “para poner fin a esta práctica generalizada” (Expansión, 19 de mayo de 1994).

Nuevo paréntesis. Elocuente el silencio de Roca en torno a la confesión. Con su acostumbrado cripticismo, se limitó a escribir unos días después que el país es más fuerte que los referentes. Y a partir de ahí ninguna otra referencia a Pujol, pero sí al proceso (“No es más ambicioso pedir o exigir lo que es imposible”, escribía el pasado día 2). Fin del paréntesis.

La pregunta lanzada hace veinte años por Miquel Roca a los empresarios sigue siendo pertinente, pero debería ampliarse al conjunto de la sociedad. Entre los dos millones de personas que el jueves 11 llenaron la V en Barcelona seguro que hay unas decenas, quizá unos cientos, que han visto pasar la corrupción delante de sus narices y han callado por miedo. ¿Alguien está dispuesto a dar ahora la cara y decir lo que sabe ante la futura comisión de investigación del Parlament? Es eso, o volver a ver pasar a los mismos cargos u otros igualmente adiestrados para nadar y guardar la ropa. Y volver a la frustrante conclusión, nueve años después, de que la corrupción siempre se huele pero nunca se acredita.

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