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Durante las protestas en Nueva York, desatadas por el movimiento Occupy Wall Street, hubo un momento en el que Slavoj Zizek se encaramó en la tribuna y soltó un discurso. Como mandan los cánones de este tipo de actos, el filósofo esloveno enardeció a las masas, la emprendió contra el capitalismo financiero, hizo alguna salvedad -“no somos comunistas”- y cumplió con todos los rituales propios del intelectual orgánico en una época en la que se da por sentado que el compromiso está desfasado. O, como mínimo, empaquetado en galas o conciertos benéficos, comandados por estrellas del cine o el rock.
En una reflexión posterior a los hechos, Zizek expuso su descontento con una norma jurídica de Nueva York que, se quejaba, había mutilado su performance: la prohibición de utilizar megáfonos. Ello impidió a Zizek imitar con toda fidelidad a Foucault o Lenin –dos de sus modelos- que sí habían podido servirse alguna vez del altoparlante. Así que tuvo que conformarse con el llamado “megáfono humano”, que consiste en una cadena de voz mediante la cual la gente transmite a los que están detrás lo que dice el orador. Un repetidor simultáneo con la calidez y los riesgos propios del rumor: basta con una palabra de más, o de menos, y el que está a doscientos metros en lugar de El manifiesto comunista puede acabar entendiendo La macarena. (Sobre todo si es Zizek el que gestualiza a lo lejos).
En su día, Foucault también echó mano de un megáfono en apoyo a los trabajadores de Renault. El filósofo del biopoder, el pensador que detectó la normalización de la sociedad moderna, el mismo que había cuestionado al intelectual orgánico representado por Sartre y sometido su humanismo a una crítica severa, aparecía ahora en su gesto más sartreano, alentando a las masas. Pero lo más curioso de la famosa imagen de Foucault blandiendo el megáfono es que, justo delante suyo, el que está no es otro que Sartre.
No conforme con haberlo desbancado de su lugar en el pensamiento, Foucault lo desplazaba, también, de su sitio en el panteón de intelectual del pueblo. La imagen lanza otra alerta: además de todo eso, Foucault pudo incluso haberle destrozado el tímpano, dada la proximidad entre su grito amplificado y la oreja del hombre que había escrito El ser y la nada o se había permitido rechazar el Premio Nóbel.
Retrocedemos en el tiempo y un Sartre más joven, aunque no con megáfono sino con pipa, se mueve perfectamente en diversas plazas y entre distintas muchedumbres, lo mismo en París que en La Habana. En esa ciudad, pudo seguir desde la tribuna un discurso multitudinario de Fidel Castro, cuyo lugar en la historia del poder no se entenderá por el uso del megáfono, pero sí del micrófono.
Y si continuamos, marcha atrás en la historia, nos topamos con las imágenes de otro intelectual modélico, Bertrand Russell, cuyo leit motiv siempre fue la lucha por la paz. En ninguna fotografía lleva megáfono, pero en casi todas, aún más que Sartre, aparece en la revuelta con su inseparable pipa. Algo es algo.
Zizek por Foucault, Foucault por Sartre, Satre por Russell…
Todos filósofos, todos espoleados por sus conciencias para lanzarse a la calle. Todos opuestos a los rostros diferentes con los que se presenta la dominación… Y todos posteriores a otro teórico y otro megáfono. El único de todos los filósofos que alcanzó el poder (Zizek intentó ganar las elecciones eslovenas, pero no lo consiguió).
Se trata, por supuesto, de Lenin, el primero que, además, arenga a las masas a favor de la autoridad (la suya en representación de los bolcheviques). Y el único que, a diferencia de sus ilustres continuadores, amplificó desde su megáfono la cruda certeza de que todo “lo que no es poder, es ilusión”.