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Escocia escuece a Rajoy

José Ramón González Cabezas

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Y entonces Mariano Rajoy dijo: “Esto pone las bases para que se dirima la verdadera cuestión: ¿Una Catalunya separada o un Reino de España unido? Yo voy a hacer una defensa muy constructiva de nuestro Reino de España unido”, añadió el presidente con su habitual parsimonia galaica.

Siempre en tono sereno y sin concesiones a la grandilocuencia, el jefe del Gobierno esbozó su argumento a favor de la unión territorial y política. “Catalunya estaría mejor en el Reino de España y creo que el resto del Reino de España --Castilla, Euskadi, Galicia, Andalucía y las restantes comunidades-- están mejor teniendo a Catalunya”. Así de claro y sencillo.

En la histórica jornada del acuerdo sobre el referéndum de Catalunya, Rajoy exhibió esta vez ante Artur Mas un fair play político casi británico: “[los catalanes] votaron [en 2012] por un partido que prometió un referéndum y yo he acordado que lo tengan”. El llamado “Acuerdo de Barcelona” ya es historia.

Obviamente el relato solo tiene de real el monólogo entrecomillado, atribuido ficticiamente al presidente Rajoy y adaptado en la medida de lo posible al escenario territorial español. El original pertenece al muy conservador primer ministro británico David Cameron, que se pronunció en estos términos al rubricar con el primer ministro principal de Escocia, Alex Salmond, el acuerdo que autoriza la convocatoria de un referéndum sobre la independencia. Además de la propia Escocia como gran protagonista, Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte son los otros actores implicados en la cuestión y citados por Cameron en su argumentación a favor de la unión.

Una serie de ficción

Vista hoy desde aquí, la sobria escena de la firma del acuerdo entre los gobiernos de Londres y Edimburgo parece una serie de ficción made in Britain, impensable a este lado de los Pirineos. La lección de Escocia, sin embargo, pesará y mucho sobre el pleito planteado por el Gobierno nacionalista de Catalunya, más allá del efecto mimético de la coincidencia de la convocatoria del referéndum escocés en 2014, coincidiendo con el 300º aniversario de la caída de Barcelona en la Guerra de Secesión española. El ya histórico Acuerdo de San Andrés, en Edimburgo, no sólo puede marcar una senda obligada al Gobierno español, sino que también influir de forma imprevisible en el desenlace de una eventual consulta en Catalunya.

De momento, sin embargo, la tormenta perfecta crece y se desarrolla en España día a día con virulencia apenas contenida. La expectación y la tensión arrecian a la espera de que las urnas abran paso o desinflen el viaje a “lo desconocido” anunciado por Artur Mas al convocar elecciones plebiscitarias en Catalunya tras lo que ya se da en llamar con pompa histórica Els Fets de Setembre. El presidente de la Generalitat modula su mensaje y ahora ya admite que Catalunya dejaría de estar inicialmente en la UE y que en ningún caso convocaría un referéndum para perderlo. No es poco.

Mientras Cameron atiende escrupulosamente el veredicto de las elecciones de mayo de 2011, cuando el Partido Nacional Escocés obtuvo una rotunda mayoría absoluta en el Parlamento de Edimburgo, en España la última hora del Gobierno es la severa advertencia de que puede haber “delito” en los planes del presidente de la Generalitat. El áspero aviso a navegantes ha sido lanzado con su habitual tono de fiscal de carrera por el propio ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, así que la declaración no es una anécdota más del pico de fiebre que padece España en vísperas de un triple salto mortal en las urnas.

La educación como problema

La tradicional flema británica ha puesto en evidencia el furioso verbalismo del discurso político español y el poso de intolerancia e ignorancia que perdura en el debate sobre la cuestión nacional. El penoso zafarrancho sobre la enseñanza suscitado por el ministro Wert revela hasta qué punto el problema de fondo de España es sencillamente la educación: los constituyentes de 1978 perdieron la gran oportunidad de establecer un modelo que incorporase en un tronco común y obligatorio el conocimiento de todos los idiomas y culturas del país, además del castellano. A estas alturas de la película está claro que el problema va más allá del pacto fiscal.

Así y todo, la acumulación de argumentos, pruebas y soflamas en torno a la virtual independencia de Catalunya sigue sin poder rebatir la principal contradicción y hasta el gran riesgo de un suceso de esta envergadura. Más allá del litigio sobre las cuestiones legales, las preguntas son muchas y de mucho calado. Por ejemplo: ¿Es posible enfrentarse de forma libre y responsable a un proceso de autodeterminación en el escenario de una recesión profunda e interminable que ha derivado en una crisis social escalofriante que ya excluye o amenaza con marginar a millones de personas en Catalunya? ¿Cuáles son las urgencias de valentía y lucidez en un país que triplica con creces la tasa de desempleo de Gran Bretaña? ¿Para qué haría falta realmente hoy una “mayoría indestructible”, en el caso de que tales mayorías tuviesen algo que ver con el espíritu de la democracia participativa?

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