Sí, ¿dónde están? ¿Dónde están los intelectuales que en 1924, en plena dictadura de Primo de Rivera, firmaron un manifiesto en favor de la lengua catalana? ¿Dónde están los Gregorio Marañón, Ramón Menéndez Pidal, Concha Espina, José Ortega y Gasset, Azorín, Ramón Gómez de la Serna, Federico García Lorca y Manuel Azaña, entre muchos otros, que afirmaron querer «cumplir con un verdadero deber de patriotismo diciendo a Cataluña que las glorias de su idioma viven perennes en la admiración de todos nosotros y serán eternas mientras imperen en España el culto y el amor desinteresado a la belleza»?. Dónde están estos intelectuales no es difícil de adivinar: todos traspasados. ¿Pero dónde están los actuales? ¿Ubi sunt?
Es fácil aducir que no estamos en dictadura y que el catalán puede defenderse solo. Con Primo de Rivera las cosas empezaron a ser peliagudas para la lengua catalana (aunque como dictador no dejaba de ser un aficionado al lado del siguiente) y solo la pericia de algunos sirvió para lidiar con prohibiciones absurdas que llegaron a la rotulación comercial; al poeta y pastelero J.V. Foix, por ejemplo, se le ocurrió rotular su oferta con expresiones «bilingües», legibles en ambos idiomas, en una expresión de pillería lingüística que dio perlas célebres, como los «postres del país», la «bombonería selecta» y la «pasta seca superior». La enseñanza en catalán ni que decir tiene que no tuvo tanta suerte, y fue borrada del mapa.
La democracia es garante de nuestros derechos, pero hasta la fecha jamás se había aplicado la dinámica de las mayorías a cuestiones científicamente demostradas o admitidas, como lo es la unidad de la lengua catalana. Y en cualquier caso, si la diatriba y la ambición políticas llevan a tales derroteros, es la intelectualidad quien debe dar un paso al frente y denunciar, como lo hizo en 1924, derivas que pueden llevar a la ignorancia, la frustración y la desafección. En este sentido, es cuando menos sorprendente que, desde el mundo intelectual hispánico, no haya salido ninguna voz medianamente sólida y coral que rebata los disparates en materia lingüística que desde algunos gobiernos autonómicos se están elevando a categoría de legalidad.
La ley de lenguas en Aragón, con la designación del catalán y el aragonés como lapao y lapapip, respectivamente, es un burdo caso de falta de respecto elemental a la riqueza cultural (la Constitución, en su artículo 3.3, ya prescribe que la diversidad lingüística española deberá ser «objeto de especial respeto y protección»), mientras que la obsesión del gobierno de Fabra por negar la identidad del catalán y el valenciano raya el ridículo, al discutir una cuestión filológicamente diáfana. Al paso que vamos, la propia Real Academia de la Lengua Española se ganará un recurso en los juzgados, al atreverse a atentar contra la legalidad vigente por una definición de valenciano que, imagino, debe de tener décadas: «Variedad del catalán, que se usa en gran parte del antiguo reino de Valencia y se siente allí comúnmente como lengua propia». ¡Variedad del catalán, inaudito!
¿Y la intelectualidad hispánica? De momento no está, pero se la espera. Quizás baste terminar con una frase del mismo manifiesto de 1924, toda una demostración de empatía interterritorial que no nos vendría mal: «Es el idioma la expresión más íntima y característica de la espiritualidad de un pueblo, y nosotros, ante el temor de que esas disposiciones puedan haber herido la sensibilidad del pueblo catalán, siendo en lo futuro un motivo de rencores imposibles de salvar, queremos con un gesto afirmar a los escritores de Cataluña la seguridad de nuestra admiración y de nuestro respeto por el idioma hermano. El simple hecho biológico de la existencia de una lengua, obra admirable de la naturaleza y de la cultura humana, es algo siempre acreedor al respeto y a la simpatía de todos los espíritus cultivados». ¿Ubi sunt?