Casta volátil
Se hace ciertamente cuesta arriba validar críticamente el concepto casta, dado que establece una distinción maniquea entre pueblo y antipueblo, apriorista y de consecuencias generalmente perversas. No obstante, la tozudez de oprobios como el de Caja Madrid da crédito a la misma. A los promotores de la dicotomía, mientras tanto, todavía les asiste el beneficio de la duda.
El caso es que el término viene como anillo al dedo para analizar la crisis que atraviesan el bipartidismo imperante y sus muletas habituales. Nos encontramos ante una galopante reducción de la concentración del voto a los dos grandes partidos que ya ha sido testada en diferentes comicios, especialmente en las últimas Europeas.
La volatilidad electoral representa la magnitud de electores que cambiaron su voto de una elección a otra. Tras los realineamientos partidistas de los años ochenta del siglo pasado –principalmente en el terreno del centro-derecha-, la década de los noventa mantuvo firmes los anclajes de estas formaciones en la dimensión izquierda-derecha, hasta el punto de que los votantes fieles a una misma organización en las elecciones Generales se situaban aproximadamente en torno al 80%.
La volatilidad electoral española supera la media europea, en parte por el efecto distorsionador que aportan las elecciones cataclísmicas de 1982, en las que la simultaneidad de la implosión de UCD y el apogeo del PSOE implicaron que más de un tercio del electorado cambiara su voto. Podemos desglosar este indicador en la volatilidad intrabloques, es decir, la que se da dentro de un mismo sector ideológico como, por ejemplo, la izquierda; y la volatilidad interbloques, la que se produce entre las dos dimensiones del continuum de clase izquierda-derecha. En España, la volatilidad intrabloques ha superado sistemáticamente, hasta la década pasada, a la volatilidad interbloques. Por lo general, ha costado más cambiar de campo ideológico a la hora de votar que entre partidos de la misma familia. Un tipo de comportamiento que, a priori, aporta estabilidad a un sistema político con sesgo de electores hacia la izquierda, pero masa decisiva en el centro del espectro.
Como si de un canto del cisne del bipartidismo se tratara, en las elecciones de 2000 y 2004 la volatilidad interbloques aventajó a la intrabloques. Un toma y daca entre PP y PSOE, a modo de detentadores prioritarios de la confianza del electorado, y un intercambio de apoyos eminentemente centrípeto y que acredita el estereotipo del cártel turnista y dominador de la agenda. Las elecciones de 2008 invirtieron un tanto este viraje, merced al efecto absorbente de los trasvases PSOE-PP que tuvo la arribada, toda vez que moderada, de UPyD.
De cara a los próximos comicios, especialmente los Autonómicos y Generales, los diferentes partidos afrontan con cierta perplejidad, como señaló el periodista Ignasi Muñoz, la irrupción de un OVNI electoral con consecuencias impredecibles para el sistema de partidos y la política de pactos. Un fenómeno político que incrementará, a buen seguro, esa volatilidad electoral que se había amortiguado en las elecciones Generales de 2008. Tanto al interno del bloque de la izquierda, por su carácter transgresor de las pautas establecidas en él, como entre los distintos bloques ideológicos, por la transversalidad de su mensaje y la movilización que se le presume entre los potenciales abstencionistas.
La dichosa volatilidad, a pesar de que se disparará, no llegará a los extremos de 1982. Su mixtura con la fragmentación y la polarización tampoco inaugurará una década de partido hegemónico.
Bienvenidos, por tanto, a un escenario nuevo en la política hispana. Será la perspectiva del tiempo la que nos dirá si se congela mínimamente en el sistema de partidos o reviste el carácter de crisis cíclica.
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