La pandemia y el cambio climático: ¿oportunidad o coartada?
Cuando despertaron, el “rinoceronte gris” estaba allí. El cuento de Monterroso puede aplicarse a la cuarentena en la que parece confinada la preocupación por el cambio climático, mientras la sociedad intenta despertar de la pesadilla pandémica global. El rinoceronte gris, recuerdan Joan Romero y Jorge Olcina en el libro Cambio climático en el Mediterráneo. Procesos, riesgos y políticas es una amenaza ante la que conocemos “las graves consecuencias multidimensionales que se derivan de la inacción” y, a pesar de ello, no se le presta la necesaria atención. El cambio climático, advierten, debería afrontarse como “una cuestión de Estado” porque sus efectos pueden ser más devastadores que los provocados por la COVID-19 y en especial en determinadas regiones. La mediterránea es una de las más vulnerables, como ponen de manifiesto estudios precedentes y los incluidos en esta publicación, que recoge el testigo de un seminario organizado por la Cátedra Prospect 2030 de la Universitat de València.
Se trata de un libro pertinente por distintas razones, más allá de refrescarnos datos que no está de más recordar. Que el impacto del calentamiento global puede empujar a la pobreza a 100 millones de personas para 2030, según estimación del Banco Mundial. Que la cifra de personas desplazadas por causa climática puede alcanzar los 1.000 millones en 2050, según ACNUR. Que los efectos ambientales serán tremendos sobre la biodiversidad y las dinámicas naturales del suelo y del agua. Y que, de no contener el aumento de la temperatura del planeta por debajo de los 2º C, hablaremos de pérdidas económicas en torno a un 3% del PIB hacia 2060, un 70% de las cuales corresponderían a las regiones del Sur y de la Europa central y meridional.
La “única salida posible” es la disminución de gases de efecto invernadero en la atmósfera, algo imposible sin cambiar el modelo de abastecimiento energético. Y para desplegar las consiguientes estrategias de mitigación, adaptación, anticipación y regulación, urge abordar sustanciales mejoras de la gobernanza territorial. Esta es una llamada de atención yo diría que clamorosa que hace más interesante el libro en cuestión, por lo que resulta doblemente pertinente y a distintas escalas. Al actuar ante la pandemia global, se han puesto en evidencia serios problemas de coordinación y cooperación a diferentes niveles que ofrecen enseñanzas extrapolables frente a la emergencia climática.
No debe sorprender que el músculo de la gobernanza territorial haya flojeado con la pandemia, ya que, se trata de un mal que, recuerdan Romero y Olcina, arrastra desde sus orígenes el modelo de Estado surgido de la Constitución del 78. Y las políticas básicas a implementar ante la amenaza del cambio climático están lastradas por ese déficit de gobernanza. Hablamos de políticas relativas a la planificación hidrológica, las infraestructuras, el turismo, o la gestión de zonas costeras y forestales, cuya corrección debería ser prioritaria para abordar los retos mayúsculos a los que nos enfrentamos como sociedad democrática avanzada.
Es necesario mejorar también en otras esferas relacionadas con el arte de gobernar. Por un lado, el del conocimiento. Hay que dar prioridad a la investigación climática para saber mucho más y “trasladar al ámbito de las políticas públicas medidas y soluciones concretas”. Hay que enriquecer, asimismo, la capacidad de “alcanzar alianzas estratégicas más allá del ciclo político y movilizando la inteligencia colectiva”. Por otro lado, es preciso acortar la distancia entre la coordinación de esas políticas concretas y los buenos “diagnósticos, informes, estrategias, observatorios y planes” que, señalan, abundan en nuestro país. Por lo que se refiere al cambio climático, hay ejemplos recientes de esa calidad diagnóstica que no se corresponde con la calidad de la necesaria coordinación de los poderes públicos implicados en su aplicación, como es el caso del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) el Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático 2021-2030 o la Estrategia Valenciana de Cambio Climático y Energía 2030. Mutatis mutandis, Romero y Olcina recuerdan oportunamente al Relator de las Naciones Unidas para la Pobreza cuando señalaba que si esta pudiera solucionarse “con planes estratégicos y voluminosos informes, España estaría a la cabeza”.
Esos informes nos dicen que los impactos y riesgos previsibles que afectan al área mediterránea incluyen, además de los impactos sobre la salud humana, la flora y la fauna, otros que nos resultan familiares. Véase la disminución de los recursos hídricos, el deterioro de los ecosistemas, el aumento del peligro de incendios forestales y la desertificación, así como la reducción de la productividad agrícola, los impactos negativos sobre el turismo o los daños en infraestructuras y zonas costeras. Respecto a estas, nos recuerdan que no disponemos de mecanismos coordinados para una gestión integrada del litoral, incluidas las actuaciones frente a los efectos de los temporales, que deberán ser abordados “con enfoques estructurales” más que medidas reparadoras.
En cuanto al agua, se insiste en la necesidad de adaptar su planificación y gestión a los escenarios del cambio climático, con criterios de gestión de los recursos propios y de la demanda, no de la oferta, cuestionando los trasvases. La elaboración de planes de adaptación a escala regional y local no admiten demoras, como ha hecho Ámsterdam (el ejemplo que recogen en el libro), ni tampoco los programas de adaptación de las actividades económicas más expuestas al impacto climático.
No parece necesario esperar a despertar de la pesadilla viral en la que estamos instalados, por lo que respecta a mejorar los mecanismos de coordinación y cooperación que la buena gobernanza territorial de nuestro país exige y comenzar a acometer “nuevas reformas pactadas” que precisa la arquitectura institucional española. Sobre todo, porque hacerlo nos reportará beneficios en distintos frentes, mientras postergarlo y no acometer las reformas necesarias con acuerdos y decisión nos sitúa ante escenarios no deseados, más allá de las limitaciones de la política medida en horizontes electorales. Y no solo por cuanto al cambio climático se refiere. Por lo demás, consideran con razón una “anomalía inexplicable” la ausencia en el diseño de la gobernanza territorial de mecanismos de “funcionamiento eficaz, regular y ordenado” de conferencias sectoriales sobre cambio climático, agricultura, turismo, infraestructuras y ordenación del territorio, y salud pública.
Traducir de forma eficiente la inyección millonaria de la Unión Europea en las políticas públicas comprometidas por nuestro país, que tienen que ver en parte con la transición energética, requiere también aligerar de disfunciones y desajustes la mochila de la gobernanza. Para ello, apuntan los editores del libro, hay que trabajar elementos tales como el liderazgo de la esfera pública, la calidad institucional, los consensos inteligentes, la “capacidad para entender la democracia en contextos interdependientes y en sociedades complejas y heterárquicas”, como señala Innerarity, así como las formas de concebir la estructura de las administraciones y la acción de gobierno.
Nada de esto es ajeno ni a las actuaciones contra la pandemia ni a la lucha contra el cambio climático, ese rinoceronte gris (según la metáfora acertadamente recogida por Joandomènec Ros), que resopla ante nuestra puerta mientras nos frotamos los ojos tratando de alejar el mal sueño viral que nos atormenta. “La pandemia no debe utilizarse como coartada para proseguir con modelos productivos y de crecimiento insostenibles”, advierten Romero y Olcina. Tampoco para seguir con mecanismos de gobernanza ineficaces. Más bien supone la gran oportunidad para plantear cambios y ajustes precisos a la sociedad de riesgos globales y acciones locales que hemos generado.
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