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Queda todavía lo más difícil

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha anunciado en rueda de prensa la declaración del estado de alarma para contener la pandemia del coronavirus.

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El pasado 22 de octubre Robinson Meyer, cofundador del “Covid Tracking Project” de la revista estadounidense The Atlantic, publicó un artículo con el título 'La oleada del coronavirus que definirá los próximos cuatro años'. Los casos, decía, están subiendo en todos los estados menos nueve, es decir, en 41 de los 50 que componen los Estados Unidos. Y es que, añadía, a diferencia de lo que ocurrió en las dos oleadas anteriores, esta no tiene un epicentro. El virus está por todas partes y la emergencia tiene alcance general.

Lo que Robinson Meyer escribe sobre los Estados Unidos es de aplicación al continente europeo. También en Europa los casos están subiendo en todos los Estados y la oleada carece de epicentro. Y por supuesto es de aplicación en España.

Dado el alcance general de la emergencia, sería deseable que se pudiera articular una respuesta general. Pero eso no parece practicable en este momento. Sobre todo con el cuestionamiento por parte de Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud. Ni siquiera en el marco de la Unión Europea parece posible, aunque se están haciendo cosas muy importantes. El marco del Estado nacional sigue siendo decisivo para diseñar e implementar una estrategia frente a la nueva oleada del coronavirus.

En España parece que por fin se abre camino la sensatez y están desapareciendo las resistencias al estado de alarma. Es difícil de entender que se haya tardado tanto tiempo en llegar a la conclusión de que España se encuentra “materialmente” en un estado de alarma y que lo razonable es hacer frente a ese estado “material” de alarma con la declaración formal de dicho estado previsto en la Constitución. Como está ocurriendo en otros Estados europeos, hay que pensar en términos de meses de vigencia de la declaración del estado de alarma, algo que la Constitución permite desde el momento en que es el Congreso de los Diputados el que lo declara, es decir, quince días después de la declaración inicial por el Gobierno. En consecuencia, la propuesta del Gobierno al Congreso de los Diputados para que apruebe una declaración de estado de alarma hasta el 9 de mayo, revisable si la evolución de la emergencia lo permitiera, es más que razonable.

Tras la declaración, queda la gestión del estado de alarma declarado, sea cual sea el contenido del mismo que acabe decidiendo el Congreso de los Diputados, porque no debe olvidarse que lo que el Gobierno lleva al Congreso de los Diputados es una propuesta nada más. Quien decide es el Congreso.

La oleada del coronavirus va a seguir sin reconocer fronteras. Cada Estado nacional no puede decidir nada más que sobre las suyas. Las fronteras de los demás Estados son indisponibles para el Estado nacional. Pero el Estado nacional sí puede tomar decisiones sobre sus fronteras interiores, es decir, sobre las fronteras entre comunidades autónomas y municipios. Decisiones que pueden extenderse no solamente a la definición de quién va a ser “autoridad competente” en el sentido que tiene este concepto en la LO 4/1981, de estados de alarma, excepción y sitio, para la gestión del estado de alarma, sino también a cómo tendrán que relacionarse las “autoridades competentes”, que en esta declaración van a ser los presidentes de las comunidades autónomas y de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla.

Este segundo extremo es muy importante. El virus no conoce fronteras y, en consecuencia, independientemente de que en el ejercicio de su derecho a la autonomía la “autoridad competente” de cada comunidad autónoma debe poder “concretar” en el ámbito territorial de su comunidad la aplicación de las medidas contempladas en el decreto de estado de alarma y en la decisión que adopte el Congreso de los Diputados a partir de los quince días de la entrada en vigor inicial del mismo, es importante que esa “concreción” no solamente se ponga en conocimiento de manera inmediata de las demás “autoridades competentes”, sino que se prevea de manera expresa una Conferencia de Presidentes como órgano permanente durante toda la vigencia del estado de alarma, que pueda hacer los “ajustes” en la gestión del estado de alarma que se consideren necesarios cuando la evolución de la emergencia así lo exija.

Esta presencia de la Conferencia de Presidentes como órgano permanente, acompañada, como es obvio, por una conferencia de los consejeros de Sanidad de las comunidades autónomas, es de importancia capital para dar credibilidad al mensaje que se transmita a la sociedad española en su conjunto acerca de la estrategia que se está poniendo en práctica para hacer frente al coronavirus.

De la credibilidad del mensaje depende el éxito de la operación. Los sociólogos del derecho nos han enseñado desde hace muchos decenios que no hay Estado, por muy perfectamente que esté constituido, que pueda imponer de manera coactiva el cumplimiento de las normas a toda la población. Una norma dirigida a la totalidad de la población, como va a ser el decreto de declaración del estado de alarma o la norma parlamentaria que lo sustituya, únicamente podrá surtir efectos si los ciudadanos cumplimos casi al cien por cien lo que en dicha norma se establece. Una desviación que se aproximara al 5% sería inmanejable. No hay suficiente Policía, incluyendo la estatal, la autonómica y la municipal, para imponer coactivamente el cumplimiento de la norma, si la desviación de la conducta ciudadana alcanza ese porcentaje.

Las restricciones que se impongan durante el estado de alarma tienen que ser percibidas como “legítimas” por la población. Sin esa percepción de legitimidad, no es posible que las medidas que se adopten surtan efecto y tengan éxito. Y ello exige el concurso de todas las autoridades públicas, pero, sobre todo, el concurso del Gobierno de la nación y de los consejos de gobierno de las comunidades autónomas.

Ese concurso tiene que hacerse visible, tiene que ser percibido por toda la población. Madison decía que la democracia es un sistema armónico de frustraciones mutuas. La primera obligación en política es frustrar al adversario. El cumplimiento de esa obligación es una pieza clave en la garantía de los derechos de la población. En el ejercicio de ese derecho de frustrar al adversario, subrayaba Madison, no se debe perder nunca de vista que se forma parte del mismo sistema político y que la frustración no puede llevarse hasta el extremo de que ponga en riesgo la supervivencia del sistema. Piénsese, por ejemplo, en la renovación de los órganos constitucionales. Pero, en cualquier caso, cuando nos encontramos ante una situación excepcional no es en el momento de la frustración, sino en el de la armonía en el que debe ponerse el énfasis.

En esto último se juega el éxito de la declaración del estado de alarma. Es la parte más difícil. Llegar hasta la declaración de hoy ha sido muy difícil. Pero lo más difícil lo tenemos todavía por delante.

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