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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Libertad de expresión y efecto disuasivo

Isabel Elbal

En el día de la proclamación de Felipe VI se produjeron detenciones, identificaciones a ciudadanos que portaban la bandera republicana, “retenciones”, confiscación de efectos republicanos e, incluso, una “visita policial” a una redacción de un diario ante la colocación de una tricolor en su balcón.

Todo esto ocurrió en un marco previa y concienzudamente diseñado por las autoridades: en la víspera de la coronación, se difundió que la abogacía del Estado había emitido un informe en el que daba vía libre a la prohibición general de portar símbolos republicanos, coincidiendo con la fecha y el lugar de tan solemne acto.

Creado este ambiente previo, a los ciudadanos les quedaría claro que acercarse a cualquier calle céntrica de Madrid, aunque estuviera fuera del recorrido del cortejo real, portando cualquier signo de republicanismo, sería reprimido duramente. Por lo tanto, avisados estábamos todos de lo que no debíamos hacer en tan señalado día, para no enturbiar la proclamación de la continuidad monárquica en la persona de Felipe VI. Al parecer, daba igual que estuviéramos de acuerdo o no con el celebrado acontecimiento y con lo que supone políticamente. Poco les importaba que discutiéramos la legalidad de la medida. Y les ha sido indiferente que, al final, no se acordara oficialmente dicha prohibición, pues el aviso ya estaba emitido.

Esta prohibición general a la libertad de expresión, plasmada en un discutible estudio jurídico que comparaba el peligro que podría ocasionar la provocación entre diferentes hinchas de dos equipos de fútbol, y la remota posibilidad de que la exhibición de posturas republicanas en un ambiente “inclinado” a la monarquía pudiera producir altercados entre uno y otro bando ideológico, no sólo constituía un insulto a la inteligencia (por pueril), sino que, además, suponía una clara burla a la Constitución que nuestros gobernantes dicen defender a capa y espada, aunque solo lo hagan para perpetuar una forma de Estado que proviene del franquismo.

Finalmente, sucedió aquello que nos advirtieron podría suceder: hubo durísimas intervenciones policiales contra quienes portaran símbolos republicanos; hubo incautación de banderas; hubo “retenciones” más allá de lo permitido, como la muy difundida de una mujer con su hijo menor de edad que, aterrorizado, rompe a llorar ante la mirada amenazante de los cinco policías que los rodean; hubo detenciones absolutamente humillantes, esposados a la espalda, en medio de la vía pública, por gritar “Viva la República” y por negarse a callar; hubo una visita a la redacción de eldiario.es de dos policías que exigían la retirada de la bandera republicana colgada en su balcón (“Hoy no es día para eso”); hubo golpes a personas que se negaban a acatar la orden de cesar en su empeño de expresarse contrarias a la monarquía; hubo impedimento de transitar libremente por la vía pública, encerrando a manifestantes en varias plazas (Plaza de Tirso de Molina, Puerta del Sol). Incluso vimos llevarse en volandas a un detenido y meterlo en un furgón policial, porque quería irse a su casa e hizo caso omiso de las órdenes policiales para que se quedara donde estaba.

En fin, todo un cúmulo de delitos presuntamente cometidos por los agentes de Policía Nacional, que la Fiscalía debería investigar: coacciones, detenciones ilegales, prevaricación, tratos vejatorios, delitos contra el ejercicio legítimo de los Derechos Fundamentales…

Sin embargo, no se trata aquí, ni mucho menos, de sentar un precedente acusatorio contra policías, sin que éstos tengan la ocasión de defenderse, pues esa labor debería desempeñarla el Ministerio Público en el marco de un procedimiento judicial, que es donde los responsables de tales desmanes tendrían que responder.

No, el objeto de este artículo no es incidir en las múltiples detenciones que se llevaron a cabo, en sí mismas desproporcionadas y brutales, contrarias a lo establecido en nuestra legislación, que obliga a realizarlas con el mínimo daño y perjuicio a la reputación del ciudadano, y siempre proporcionadas al delito que se quiere prevenir, inexistente, por cierto, en el caso que nos concierne. Tampoco es mi labor, desde este espacio de libertad, llamar la atención sobre cómo se ejerció una coacción grave al impedir el paso a una ciudadana porque llevaba en la solapa una chapita de la tricolor. Ni haré hincapié en esa absurda e ilícita incautación de una bandera por parte de un agente, que, sin levantar acta de incautación, la conservaba arrugada bajo su brazo.

Y es que esta no es una labor de opinión jurídica, como la que se realiza en este blog, sino una labor de denuncia e investigación, que corresponde, de oficio, a la Fiscalía.

Sí querría, en cambio, llamar la atención sobre el efecto “desaliento” o disuasivo que se persigue cuando una conducta no prohibida en nuestro Ordenamiento Jurídico, como el ejercicio del derecho a la libertad de expresión y a la libre manifestación, se criminaliza y se reprime, después de haberla tachado de peligrosa. ¿Les parece un asunto obvio? Para aclararlo, puede consultarse abundantísima doctrina y jurisprudencia al respecto del Tribunal Supremo, del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

El efecto desaliento se crea no solo cuando se castiga lo que está perfectamente protegido en nuestra Constitución, el legítimo ejercicio de un derecho fundamental, sino también cuando, con ocasión de la expresión del derecho fundamental, se pudiera crear una situación de peligro que obligara a intervenir policialmente, a juicio de la fuerza actuante. En estos casos, dice nuestra jurisprudencia (cito, como ejemplo, la famosa sentencia del Pleno del Tribunal Constitucional de 20 de Julio de 1.999), que la desproporción entre el fin perseguido y los medios empleados para conseguirlo puede dar lugar un sacrificio excesivo e innecesario de los derechos que la Constitución garantiza.

Es decir, bajo ningún concepto, ni siquiera el hipotético riesgo de seguridad ciudadana, se puede impedir ni reprimir el derecho a la libertad de expresión. Un derecho, bueno es recordarlo estos días, que abarca la disensión política en un Estado de Derecho, incluso para expresarse profundamente contrario al sistema establecido.

Desde este prisma constitucional, el pretendido efecto “desaliento” ejercido sobre ciudadanos que venían a expresar libremente su opinión contraria a la forma de Estado, reclamando un #ReferéndumYa, es propio de un régimen autoritario, no de uno que se presume democrático.

Desde este mismo prisma, nos asistiría el derecho a desobedecer una orden policial ilegal; también el derecho a resistirnos ante el propósito intimidante de impedir transitar libremente por la calle. Y es que, lo que nuestra Constitución consagra es el derecho a la protesta, no solo “cuando toque y convenga”, sino siempre, y en todo caso, sin cortapisas ni condiciones. Y, a propósito, también sería bueno recordar que en casos de exceso policial, abuso de autoridad e, incluso de presuntos delitos cometidos por agentes de policía, éstos perderían su condición de autoridad, por lo que no cabría hablar de atentado, resistencia o desobediencia a la autoridad. Es pacífica la doctrina que entiende que en estos casos de abuso policial, el Estado no puede ni debe dispensarles la protección como autoridad, sino que se les tratará judicialmente, como simples ciudadanos.

Lo demás, ya decimos, es asunto de la Fiscalía.

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