Arriesgar a conciencia
Los libros, series y películas distópicas comenzaron a advertirlo hace más de una década: con la asunción de que nuestros días en La Tierra están contados (y que nos hemos llevado 1.300 especies por delante), la sociedad —además de hacer un viraje hacia autocracias de ultraderecha—, empezará a sobrepasar sus propios límites de manera salvaje. Cuando nos dirigimos irremediablemente al declive, ¿por qué no arriesgar un poquito más? ¿Por qué no jugárnoslo todo ahora que no tenemos nada que perder?
El eslogan por antonomasia, convertido en mantra de una sociedad embarrada en una cultura demasiado terapéutica y poco movilizada, manidísimo gracias a libros de autoayuda y reels en redes sociales, clama incansable: “Sal de tu zona de confort”. Promulga un carpe diem que esconde un discurso perverso y sibilino al desatender la variedad de casuísticas y la matriz de poder y privilegios que nos coloca a cada una en un punto distinto de salida, homogeneizando los riesgos, como si fueran ontológicamente singulares y no tuviesen pesos, densidades, formas y comportamientos distintos en función de las manos que los sujeten. Como siempre, invisibilizan que quienes más arriesgan son las más precarizadas, mientras ese 1% ultrarrico sigue acumulando capital a nuestras espaldas, en un presente donde con un sueldo no podemos pagar un alquiler, no nos queda energía para los cuidados y en el que llenar el carro de la compra es un deporte de élite.
Nos animan a aprovechar la crisis para jugarnos lo poco que nos queda a la vez que nos tildan de generación de cristal. Un caldo de cultivo perfecto para que lo dejemos todo en sus manos sin derecho a queja. Que no nos engañen, hace tiempo que nuestra zona de confort fue incendiada por políticas de ultraderecha que destruyen los estados de bienestar que el norte global había alcanzado (a costa de los países del sur, por cierto).
La solución que nos ofrecen no es un cambio de sistema económico, abogar por la redistribución, el cuestionamiento de las fronteras —y las necropolíticas que las circundan— o que se haga justicia reparativa con el sur global: la solución es que rompas tus cadenas, dejes tu trabajo en una oficina deprimente llena de halógenos blancos, te vayas a vivir a una furgoneta camperizada, y practiques, sin meditación previa ni responsabilidad afectiva, nuevas y capitalizadas formas de libertad amorosa. Todo se acaba, así que no desaproveches el tiempo y, como decía Quique González, “juégatela un poco, valiente”, estrofa que me cantaba mi amante al oído, siendo él un hombre cishetero en 2008, mi jefe y dieciocho años mayor que yo, que apenas acababa de cumplir la mayoría de edad. Una canción preciosa sobre un amor pasional y kamikaze.
Y aquí, a lo personal, a lo que nos atraviesa la carne y los afectos con la fiereza de los poemas de Monique Wittig: «A través de mi vagina y de mi útero tú te introduces hasta mis intestinos rasgando la membrana», es a donde quiero llegar. Empiezo a pensar que la apología del riesgo ha envenenado de maneras fariseas las no monogamias. Hemos leído mal a Anne Duformantelle. Entendimos que el riesgo era lanzarnos al mar. Habitar la pasión al máximo. Lanzarnos de cabeza. A riesgo de partirnos el cráneo contra una roca a pocos centímetros de la superficie del agua. Nos quisimos demostrar a nosotras mismas una valentía exacerbada digna de la masculinidad más tóxica. En nuestro fin del mundo personal, quienes más mucho, y perseguir nuestro fuego interno.
“La pasión es la sustancia misma del riesgo”, decía Dufourmantelle, y añade: «Al inicio cada uno de nosotros corre ese riesgo, tan paralizada está nuestra voluntad cuando el efecto conjugado de la carne y del corazón trastorna nuestros afectos sin posibilidad de escape». Y nos quedamos ahí, entendiendo a medias, integrando solo lo que nos interesaba de su texto:el fuego de la pasión, la idea de que el riesgo merece la pena porque el deseo es una fuerza sobrenatural que nos empuja a perseguir lo que realmente deseamos. Y quizá ignoramos lo que señalaba más tarde, que la pasión, en vez de una fuerza subyugadora, puede ser lo contrario: una liberación que nos eleva, una invocación “a lo amable, al instante, a la sabiduría del cuerpo, a rendir gracias a lo que es dado más bien que a lo que es debido”. Era importante leer mejor y no lo hicimos porque la pasión ciega. Pasamos por encima e aquello de los afectos trastornados, punto clave para repensar cómo queremos relacionarnos con el resto.
El riesgo a vincular
También malentendimos a Marta Vusquets, quien en su poemario En el reino de las gatas dice lo siguiente: “Observar la entrada a una gruta marítima/ oscura y potencialmente llena de terrores [...] Confirmarme a la pequeña linterna en la frente/ y a todo lo que quema en mi pecho./ Tal vez nunca más/ vuelva a la superficie./ PERDÓNAME:/ si no me adentro en la cueva/ no sobreviviré a nuestra historia.” Pensamos que quizá la clave estaba en dejarnos llevar por ese deseo tan jugoso que nos impulsaba a salir del confort y adentrarnos en lo oscuro. Cuando precisamente ambas lo que hacían era invitarnos a tomar riesgos, sí, pero transformados en decisiones contundentes que nos llevasen a ser más auténticas. Siendo más auténticas con nosotras mismas es la única vía para ser más auténticas con nuestros vínculos y más consecuentes con lo que realmente deseamos para nuestras vidas, más allá de los incendios. En esa confusión, nos dijimos que teníamos que ser más libres, desatarnos, desmontar completamente la estructura, el sistema monógamo, y hacerlo todo pedazos, aunque lo que más pusiésemos en riesgo no fuera exactamente el formato sino nuestra emocionalidad y nuestra entraña.
En el ensayo Superemocional, Juanpe Sánchez plantea que el amor romántico aúna el amor de la no elección y el amor de la certidumbre, donde “el yo se equilibra al encontrar al tú perfecto, a su otra mitad, a través de la promesa de que su amor podrá con todo: con las diferencias materiales, sociales y culturales, e incluso con el tiempo”. Explica que actualmente acompaña a ese romanticismo casposo un discurso paradójico (atravesado por la sociedad del consumo) que considera que el amor se puede elegir a la carta, y que podemos hacernos y deshacernos de nuestros amores porque son productos de un mercado que los hace reemplazables. ¿Qué nos queda, situadas en esta encrucijada en que valemos poco y que a la par estamos cegadas por unas pasiones como único leitmotiv interesante? Arriesgarnos, ¿no? Si total, empezamos el juego sabiendo que ya todo está perdido, que vamos en declive, que hagamos lo que hagamos va a ganar la banca; mejor nos la jugamos y ya vemos después qué hacer con los harapos.
Ese tipo de riesgo, el riesgo de quien busca desesperadamente sentir algo en un mundo que nos tiene sobreestimulados y sin capacidad para procesar lo que ocurre y ni para convertirnos en agentes de cambio, es el riesgo del que quiero alertar. Un riesgo desmontable. Una fantasía que otros han construido para nosotres con una intencionalidad muy clara.
El riesgo por el que abogo es otro. Es el riesgo a vincular y el riesgo a que cada una conozca sus propios límites para tener un juego limpio con el otre. Dice Juanpe López: “Hay algo poderoso y molesto en creernos y crearnos vulnerables e interdependientes. Hay algo que nos rompe el corazón antes de que alguien nos rompa el corazón. Hay que mirar, señalar, entender para poder localizar nuestras heridas, seguir dando nuestro corazón, seguir dándole —sobre todo a las personas que queremos— la posibilidad de hacernos daño para poder seguir adelante”. El filósofo resuelve la encrucijada de amor no elegido (que te arrastra) y amor a la carta (y reemplazable), proponiendo un amor que se construye poco a poco en el vínculo con el otre. Un amor parecido al que nos vincula a las plantas: a ensayo y error, probando con cuidado más o menos agua, más o menos luz, un rincón de la casa u otro, hasta que damos con la clave para que crezca lo más posible a nuestro lado.
En la misma línea hablaba Dufourmantelle de la hospitalidad incondicional (concepto que recoge de Derrida) como un invitar al otre a tu casa sabiendo que puede corromperla. Invitarle sin pedir nada a cambio, y asumiendo el riesgo de que, al abrir las puertas de nuestro hogar, puede que esta quede expuesta al daño. “Hay que seguir confiando, pero no en aquello que nos está destruyendo”, añade Juanpe; pero, ¿cómo discernir entre lo que nos está destruyendo o lo que únicamente nos está doliendo porque un músculo que modifica su forma siempre se ha de romper primero? Para mí, la clave no está en qué o cuánto arriesgamos sino en cómo lo hacemos. No se trata de que midamos y mesuremos todo al milímetro de antemano, pero sí de que tomemos conciencia de lo que hacemos y si hay una mano invisible impulsándonos a ello. Sólo así nos arriesgaremos por aquello que realmente deseamos.
Y vuelvo a las relaciones amorosas. Un ejemplo de apología del riesgo sin consciencia podría ser, por ejemplo, acudir a una fiesta con tu pareja no monógama asumiendo que un imprescindible del decálogo de las no monogamias es que, en base a que no se tiene derecho de propiedad sobre la otra, es imperdible el tonteo. Somos muy modernas, abiertas, transfeministas, deconstruidas y coincidimos con Sara Torres en aquello de que “Mi principal problema con la monogamia es como ideología: ya que implica que el deseo de la otra, independiente al tuyo, te agrede”. ¿Cómo voy a negar que mi pareja reaccione divertida cuando una tercera se ponga a tontear con ella? ¿Cómo voy a coartar un flirteo que sé que no va a llevar a corto ni medio plazo a un encuentro que nos distancie a nosotras? ¿Cómo voy a exigir la extirpación de un juego? Y, es más, aunque esa tercera persona juegue sucio en su ligoteo, sacándome lo más lejos posible de la ecuación, empujándome hacia las fronteras del espacio, ¿quién soy yo para decir: “¿Oye, me estoy sintiendo incómoda?” ¿No era no monogamia lo que querías? ¿No coartar a tu pareja? ¿Acariciar los bordes? ¿Cómo voy a ser yo la cortacorrollos conservadora? Cobardes quienes no se atrevan siquiera a ese riesguito en una fiesta.
Me cuento, en una malinterpretación de Anne Dufourmantelle, de Sara Torres y de todos los libros de no monogamias que me han traído hasta aquí, que tengo que flexibilizar, que he de confiar en mi pareja y en los acuerdos que hemos establecido y que no me queda otra que atravesar ese miedo a la pérdida, dejando que otra entre a nuestro hogar libremente cuando desee. Tengo que asumir el riesgo y confiar en nuestro amor indestructible, porque si no, ¿quién soy yo? ¿Una cobarde y conservadora que encarcela nuestros múltiples y necesarios deseos? ¿Una reaccionaria de los afectos?
El miedo
El enemigo principal del riesgo es el miedo. El miedo es una respuesta natural de supervivencia a algo que percibimos como peligroso. Pero a menudo tenemos demasiado activadas las alertas. Como decía Dufourmantelle, “construimos diques tan altos para tener a distancia la noche, para no tener más miedo, nos imaginamos reparos intangibles, nos pretendemos tan razonables y no tenemos suficientes palabras para la banalidad de nuestro aburrimiento, de nuestra hambre, de nuestra desesperación, de nuestra pobreza, de nuestra sorpresa”. A veces, el miedo a sufrir es tan grande que nos construimos un búnker. Los miedos hay que enfrentarlos. De uno en uno. A su tiempo. Pero una cosa es tomar riesgos para enfrentar miedos y otra muy distinta asumir riesgos para demostrarles a otros lo valientes que somos. Este riesgo tan tradicionalmente masculino, el que nos lleva a apretar el acelerador en una carretera, es el riesgo irresponsable que no me interesa. El riesgo que no mira hacia los lados durante la carrera para cerciorarse de no golpear a los demás con los codos. “Salta/ y su vuelo es bello y aterrador/ le da igual dónde caigan las piedras que/ desprenden sus patas en el salto/ caen tejados/ hormigas/ secuoyas/ certezas” narra en su poemario Más adentro Laura Casielles.
No quiero con esto hacer un alegato contra el riesgo. Ni redimir la valentía. Decía Simone Weil que “el deseo encierra una ilusión de omnipotencia; el miedo de radical impotencia” y creo que ahí está la clave: no dejarnos amedrentar por discursos castigadores y entender que el deseo es una fuerza superpoderosa que nos impulsa a otros mundos más allá del que habitamos y que, como fuerza, ha de ser bien dirigida. Mi apuesta es retomar nuestra capacidad de agencia. Lejos de apuntalar una verdad que promulgue un discurso conservador, mi invitación es a escucharnos (individual y colectivamente) para entender qué es lo que nos está doliendo y qué es lo que deseamos, organizándonos para ir hacia donde queremos. Hago una invitación a ser valiente, como en determinado momento lo es la despiadada amante de Monique Wittig, cuando actúa consciente al final de su sangriento y visceral poemario El cuerpo lesbiano: “Atraviesas a nado el río de enfangadas aguas sin temer las lianas medio vivientes las raíces las serpientes desprovistas de ojos. Cantas sin cesar. Las guardianas de las muertes enternecidas cierran sus bocas abiertas. Obtienes de ellas que yo sea devuelta a la luz de las vivientes con la condición de no volverte a mirarme”. Asumir el riesgo sabiendo que hay consecuencias.
Para mí, el riesgo, en el ejemplo que ponía antes de la fiesta, no está en permanecer en una situación que me resulta incómoda en pos de mostrarme liberal y abierta, sino atreverme a cuidarme a mí y cuidar el vínculo: quizá transmitirle a mi pareja y a esa tercera que me estoy sintiendo incómoda: o decirle a mi pareja, con mucho cariño, que la situación me está desbordando y que, si para ella es importante continuar el ligoteo, yo prefiero marcharme y no presenciarlo: plantearnos qué hacer en próximas ocasiones en caso de inseguridad y celos, cómo cuidarnos, y posiblemente generar espacios separados donde ese juego que incomoda pueda darse sin pasarle a la otra por encima. Pero, en ningún caso, ampararnos en un riesgo idealizado —acuñado por otres para determinar una nueva moral de lo que es conveniente—.
Porque, pensándolo fríamente, ¿hay un riesgo mayor que decirle a tu pareja hasta dónde puedes andar, asumiendo que ella quiera correr y efectivamente se vaya?
Cuando el riesgo se convierte en dogma, cuando es uno y totalitario, cuando el riesgo es por aquí, por este caminito inamovible, por esta senda de árboles marcados que has de seguir para que se te abra el tercer ojo y vivas en plenitud contigo misma, entonces no es un riesgo sino un nuevo mandato disfrazado. “La libertad no es un estado permanente, sino un movimiento de desencadenamiento”, apuntaba Dufourmantelle. Y a veces, a quienes practicamos con nuestras torpezas esto de las no monogamias, creyéndonos que lo estamos cambiando todo, nos encontramos con nuevas cadenas y nuevas jaulas que otres han construido y que no se ajustan a nuestros cuerpos.
“El amor es el medio para poder imaginar y hacer posibles otras vías, mejores mundos donde no estemos tan cansados, donde no todo vaya tan rápido, donde no notemos negativamente nuestra vulnerabilidad y fragilidad. El milagro del amor no se encuentra en lo extraordinario sino en nuestra cotidianidad”, dice Juanpe. Y añade: “Son en nuestras vidas donde se contienen las posibilidades de mañana”. ¿No es bello pensar el amor desde una imaginación luminosa en lugar de una apuesta arriesgada que se toma individualmente porque la pasión te arrastra a ello?
Volviendo a Dufourmantelle: “Vivir no se aprende, se necesita de una infancia tranquila que envuelva nuestros pasos, un poco de dulzura acumulada, de tiempo para nada, aburrimiento, amor libre e imágenes vivaces en los ojos”. El riesgo que cada una puede asumir según su casilla de salida y el riesgo que cada una elige no ha de ser cuestionado por terceros. Quienes no hemos tenido la oportunidad de una infancia tranquila y a quienes la dulzura nos ha llegado ambivalente y racionada, en nuestra adultez tenemos la oportunidad (casi la responsabilidad con nosotras mismas) de regalarnos algo de tiempo y de cuidado. Porque sólo en ese espacio de relajo y reflexión, en esa sobremesa liminal entre la comida que fue y la actividad que vendrá, es donde podemos escuchar nuestro estómago, valorar qué hemos digerido bien y qué se nos ha revuelto, dándole el espacio a las vísceras retorcidas y manipuladas de Monique Wittig para recomponerse y volver a un lugar de cierta calma. Cuidarnos para poder ser. Para continuar el día.
Entender los límites
En este momento histórico de desesperanza, creo que es importante rodearnos de amigas, textos y discursos que nos ayuden a entender cuáles son nuestros límites personales y colectivos. Y una vez que veamos nuestros límites, decidir hacia dónde debemos arriesgarnos, en lo personal y en lo comunitario, para organizarnos y cambiar las dinámicas que nos han inculcado y que es necesario cuestionar, cuando no echar abajo.
Arriesgarnos sí. Pero arriesgarnos por lo que merezca la pena. Como ese poema tan bello que Adrienne Rich le dedica a Elvira Shatayev y a su equipo de escaladoras rusas que murió sepultado bajo la nieve cuando escalaban el pico Lenin en 1974: “Ya sabemos que siempre hemos estado en peligro/ abajo al estar separadas/ y ahora aquí arriba juntas pero hasta ahora/no habíamos alcanzado nuestra fuerza [...] Qué significa el amor/ qué significa ”sobrevivir“/ Un cable de fuego azul amarra nuestros cuerpos/ que arden junto a la nieve No viviremos/ para conformarnos con menos Hemos soñado con esto/ toda nuestra vida”.
Mi elogio del riesgo en las no monogamias es señalar mis límites a sabiendas de que la otra persona puede no querer habitar conmigo ese marco relacional. Asumir el riesgo de que tome la decisión consciente de irse, aunque se nos parta el corazón a ambas. Arriesgarnos a transmitir lo que una puede y lo que no. Quizá yo prefiera quedarme a esta altura sobre el mar. Y está bien que otras suban más y otras menos. Que se vayan hacia los lados, que se tiren al agua o se metan en una cueva. No seré yo quien os diga hasta dónde o no podéis iros. Cada una que mida su cuerpo y averigüe el camino. Podemos llevar los walkies, estar conectadas por si alguna se tuerce un tobillo, organizarnos para volver al pueblo de la mano cuando anochezca y prepararnos juntas la cena.
Mi elogio del riesgo es no tirarme al agua sin meditarlo, no salir corriendo sólo por demostrar la fortaleza de mis piernas. Mi elogio del riesgo es llenar este texto de poesía porque considero que el apocalipsis, además de luchas sociales, necesita belleza. Llenar este texto de otras autoras que, al igual que el fantasma de mi bisabuela, me dan la mano y me hacen sentir que, hasta en los momentos de mayor aislamiento, me acompaña su energía cálida y dorada. Mi elogio del riesgo es contar un ejemplo personal que puede ser muy criticado con la intención de compartir mi vulnerabilidad y reflexiones por si a otras les sirve mi experiencia encarnada. Mi elogio del riesgo no es comprarme una caravana, ni hacerme nómada digital ni fingir en redes sociales que vivo unas vacaciones perpetuas romantizando la precariedad e ignorando que hay una crisis habitacional que me empuja a ello. Mi elogio del riesgo es tomar conciencia de mis malestares en el trabajo, hablar con mis compañeras y organizarnos. Salir a la calle a reclamar el derecho a la vivienda. “A veces tampoco hace falta una gran transformación, tan solo mirar un poco más, más allá, para encontrar lo que necesitamos” dice Juanpe. Quizá no necesito montarme una oficina portátil en una playa de Cantabria pero sí un salario digno, más días de vacaciones y de teletrabajo y más permisos para el cuidado de familiares y amigas.
Mi elogio del riesgo es que vayamos juntas al despacho del jefe y le digamos que en estas condiciones no, que el curro en la oficina —con sus horas de transporte y atascos y su luz mohina— nos quita calidad de vida. A riesgo de que nos traten de ridiculizar diciéndonos que nuestra generación no trabaja como las de antes. A riesgo de que nos amonesten. A riesgo de que nos dejen. A riesgo de que nos despidan. Arriesgar sí, pero no bajo mandatos impuestos ni en formas que nos destruyan; arriesgarnos para la construcción consciente de vínculos, cuidados y luchas colectivas. Arriesgarnos bien porque aún queda mucho en La Tierra por lo que merece la pena seguir luchando.
Rechazar, como proponía Anne Dufourmantelle, esa cultura del riesgo como algo heroico que ocurre “hacia adelante” y pensarla como una ruptura del tiempo, una revuelta, una posibilidad de estar en el presente. Una línea de fuga a lo Deleuze y Guatari. Una oportunidad para defender y gozar de todo aquello que todavía existe en este fascinante planeta.
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