La cotidianidad de la democracia como receta para frenar a la ultraderecha
Desde hace algún tiempo observamos que nuestros conciudadanos más jóvenes se están inclinando cada vez más hacia opciones autoritarias. Aunque no hay que sacar conclusiones apresuradas, ni demonizar a las nuevas generaciones, los datos son preocupantes. En la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas de marzo de 2025, un 38% de los menores de 24 años afirmaban estar dispuestos a vivir en un régimen menos democrático a cambio de mejoras en su nivel de vida.
De momento, no es posible ver en el horizonte un límite a una tendencia que se replica en muchos otros países de nuestro entorno. Estos números también se reflejan en nuestro día a día: adolescentes que comparten sin reparos vídeos de Franco en las redes sociales, jóvenes que apoyan reyertas contra personas migrantes y que desprecian como radicales los valores más básicos del feminismo. Uno no tiene más remedio que preguntarse si la democracia, tal y como la conocemos, podrá sobrevivir a las próximas generaciones.
Frente este reto, proliferan todo tipo de análisis sobre sus causas. La presencia sobredimensionada de la extrema derecha en las redes sociales, las dificultades para acceder a la vivienda y la falta de perspectivas económicas, la desorientación ante una transformación radical de valores en lo que concierne a las relaciones de género y libertad sexual, la estrategia global de una ultraderecha que va ganando terreno en diferentes partes del mundo, la falta de alternativas convincentes por el lado de la izquierda, todas estas cuestiones están sobre la mesa. Lo más probable es que todas sean relevantes para comprender el fenómeno ante el que nos enfrentamos.
Sin embargo, estos diagnósticos a menudo olvidan ampliar el foco hacia dinámicas más profundas que subyacen a nuestras sociedades. Se trata de las dinámicas que nos afectan sin que podamos percibirlas directamente. Hay excepciones, claro. Varias autoras han mostrado que la expansión de la racionalidad neoliberal, esa que nos dice que tenemos que ser competitivos, no solo en el mercado de trabajo o la educación, sino en el mercado del amor o del reconocimiento en las redes sociales, ha ido erosionando la vida democrática. Con ello han surgido subjetividades neoliberales, cada vez más incapaces de desarrollar relaciones de solidaridad y cooperación entre la ciudadanía.
Este tipo de análisis más profundos nos sirve para recordar que la democracia no es tan solo un régimen con sus instituciones y sus partidos en que podemos ir a votar cada cuatro años. La democracia también es una forma de vida cotidiana. Designa la forma en la que nos relacionamos entre vecinos, pero también entre compañeros de trabajo, en la escuela, entre madres e hijas, entre miembros de una pareja o de una relación poliamorosa. Incluso, por extraño que parezca, concierne a la forma en la que nos relacionamos con nosotros mismos.
La formulación más conocida de esta idea la encontramos en la obra de uno de los filósofos norteamericanos más célebres, John Dewey. Para Dewey, las instituciones democráticas solo se sostienen en el tiempo si se acompañan de una serie de hábitos y costumbres que ponemos en práctica en nuestro día a día. Estos son, por ejemplo, la escucha del otro, la apertura a lo nuevo y lo diferente, la aceptación de la propia falibilidad, o el ejercicio compartido de la de creatividad. Es precisamente en nuestro día a día donde tenemos ocasión de cultivar y reforzar estos hábitos. Nos los hacemos nuestros y se convierten, como diría el filósofo G. W. F. Hegel, en nuestra segunda naturaleza. Pero es justo en estos ámbitos cuotidianos donde los hábitos se pueden ir erosionando con el tiempo y de forma casi imperceptible.
Algunos opinan que este tipo de planteamientos están del todo equivocados y prefieren quedarse en el análisis más superficial, esto es, obviar la dimensión intra e interpersonal de la vida de quienes componen la democracia. Critican que lo importante de este sistema es la robustez de sus instituciones. Si los derechos están debidamente garantizados, si el parlamento permite que se expongan libremente las posiciones de los partidos, si nos podemos expresar y reunir libremente, etc., entonces podemos decir con orgullo que vivimos en una democracia robusta. Preocuparnos por otras cosas sería perder el tiempo y desviarnos de lo esencial. Las instituciones democráticas no deberían depender de cosas como nuestros hábitos o nuestra vida cotidiana. Eso la haría más frágil y vulnerable a los cambios de humor de la gente.
Ante ello, los defensores de la democracia como forma de vida responden que la robustez de las instituciones depende precisamente que de la ciudadanía sea capaz de practicarla en su día a día. No importa lo bien que esté redactada una ley: si las personas que se encargan de implementarla no activan una serie de disposiciones y hábitos o deseos democráticos, esa ley tal vez se acabe aplicando de una forma que ponga en peligro el mismo estado de derecho. La democracia es frágil, sí, pero eso ya se sabía desde un principio. De lo que se trata es de hacerla menos vulnerable garantizando que los que viven en ella sean verdaderos demócratas y que no experimenten la democracia como algo externo que se impone sobre ellos o como algo a lo que tienen que adherirse continuamente de forma explícita.
¿Podemos ser demócratas en nuestra vida cotidiana? ¿Y qué puede significar esto exactamente? Parece que cada vez tenemos menos ocasiones (y motivaciones) de practicar hábitos democráticos en nuestro día a día. Un ejemplo es el lugar de trabajo, donde normalmente la competitividad se impone a la cooperación, el cinismo a la creencia en valores, la falsedad a la honestidad. Incluso en empresas donde se vanaglorian de incluir métodos de toma de decisión horizontal y participativa pronto se terminan descubriendo las grietas producidas por las jerarquías invisibles y la imposición de la lógica de la ganancia. De hecho, estos modelos de falsa horizontalidad son los más peligrosos ya que desvirtúan en la experiencia diaria el sentido de la participación democrática. Así uno se puede preguntar: ¿para qué voy a participar si finalmente lo que yo diga o haga no va a contar verdaderamente?
Otro lugar no menos importante es la familia. Hay muchas voces que reivindican el retorno a los valores tradicionales y la autoridad paterna. La democratización de la familia les parece una aberración que desorienta a las niñas y niños, y que genera una crisis de la autoridad que estamos sufriendo en las escuelas. Cierto es que, tal como nos recuerda Hannah Arendt, promover la democracia no debe significar renunciar a la autoridad. Seguramente hay mucho que mejorar en el ámbito de la democracia en el interior de la familia. Sin embargo, pocos se plantean que tal vez el problema de fondo no es tanto la pérdida de autoridad, sino las disonancias y contradicciones que experimentamos como individuos a lo largo de la vida entre lo que aprendemos en casa y cómo se nos pide que nos comportemos fuera de ella.
Defender que la democracia es una forma de vida no significa politizarlo todo, en el sentido de convertirlo en un ámbito de lucha y controversia. Aunque la politización es a menudo la mejor opción para superar relaciones injustas y tiene que ser reivindicada, la democracia como forma de vida nos invita a hacer algo complementario, a saber, a identificar en nuestro día a día el significado democrático de lo que hacemos, de cómo amamos, de cómo trabajamos o de cómo resolvemos los problemas con nuestros vecinos.
¿Contribuimos a romper lazos y a crear abismos con nuestras acciones? ¿Nos comportamos como seres que compiten absurdamente por el reconocimiento de los demás en el trabajo o en las redes sociales? No se trata aquí de juzgarnos y moralizar la perspectiva sobre nuestras relaciones para intentar ser mejores personas. Se trata simplemente de entender mejor cuál es el modelo de sociedad en el que queremos vivir y de abrir posibilidades de explorarlo libremente en su significado pleno. Esto, obviamente, no se puede hacer a solas desde casa.
Aspirar a una forma de vida democrática significa cambiar estructuras e instituciones que nos permitan querernos mejor, trabajar mejor, o ser amigos y amantes desde el respeto, la escucha, la cooperación, la autonomía y el cuidado. Y esto solo se puede conseguir con luchas sociales y con acción política decidida, dispuesta a iniciar transformaciones profundas en la sociedad y que los jóvenes puedan hacer también suya. Hace falta una verdadera orientación hacia la democracia como forma de vida.
3