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Algunos mecenas van al cielo

Artesonado de la sala Várez Fisa en el Museo del Prado.

Mónica Zas Marcos

El nuevo firmamento de la sala Várez Fisa, en el edificio Villanueva del Museo Nacional del Prado, ha eclipsado desde su posición privilegiada a todas las obras que se exponen bajo su atenta mirada. La antigua sala, antes denominada 52 A, ha acogido uno de los proyectos de ingeniería más complicados que ha llevado a cabo la pinacoteca para insertar una techumbre. El colosal artesonado tiene unas medidas de escándalo, nada menos que 66 metros cuadrados de madera de pino de casi seis toneladas de peso.

Los detalles medievales, dragones, animales fantásticos, figuras inverosímiles y escudos de Castilla y León bañan en color esta masa arbórea. Originariamente este artesonado presidía el coro de la iglesia de Santa Marina en Valencia de Don Juan, León, que llevaba décadas abandonada y finalmente se derrumbó en 1926.

Cuarenta años más tarde cubría el techo de uno de los salones del coleccionista José Luis Várez Fisa hasta que, desde ayer, completa el conjunto de diecisiete donaciones que la familia ha cedido a la institución. La colección Várez Fisa contribuye a completar otros fondos, que van desde el 1200 al 1500, y palía la carencia en el Prado de obras de artistas de este periodo.

La estancia ubicada en el bloque medieval del Museo del Prado ha sido acondicionada para albergar la enorme bóveda, datada en 1350 por el experto arquitecto Rafael Moneo, y el complicado proceso de colocación se ha efectuado bajo la atenta mirada de Enrique Nuere, arquitecto, académico y carpintero. Esta hazaña, que se inició el pasado junio, ha tenido en vela al equipo de reparaciones encabezado por Enrique Quintana, jefe de Restauración de la galería, que ha retocado las escenas cinegéticas y legendarias respetando su toque vetusto y las heridas del tiempo.

El precio del mecenazgo

El pasado enero, el empresario José Luis Várez Fisa y su mujer, María Milagros Benegas, donaron doce piezas, que completaron con otras cuatro en calidad de depósito, fundamentales para el estudio del arte medieval y renacentista.

El valor de esta dote oscila en torno a los 16 millones de euros y en ella se pueden encontrar obras de Pedro Berruguete y del Maestro de Lluça. En aquel evento, el presidente Mariano Rajoy advirtió a los mecenas que no esperasen ningún beneficio fiscal por sus actos de solidaridad, pero que algunos sí se verían recompensados al recibir un espacio propio en el Museo del Prado para que “se sientan orgullosos”.

El director de la pinacoteca, Miguel Zugaza, ha precisado a eldiario.es que “el museo nunca ha recibido una donación tan cuantiosa e importante”, por lo que José Luis Várez Fisa se suma al privilegiado grupo de particulares con sala propia, como Fernández Durán, Pablo Bosch y Ramón de Errazu.

Según Zugaza, esta es una cuestión meramente cuantitativa y que no discrimina al resto de los mecenas. “Todos los donantes están reconocidos, pero no se puede acondicionar un espacio a cada uno”, afirma el directivo. No en vano, la reforma de esta sala en concreto [Várez Fisa] ha requerido una importante inversión de tiempo y dinero, aunque Zugaza asegura que “el único gasto importante ha sido el del traslado y la ascensión del artesonado”.

Los gastos de acondicionamiento para convertir a la antigua sala 52 A en este pequeño universo medieval, así como el contrato de asesoramiento con Enrique Nuere, salen de los Presupuestos Generales del Estado destinados para el Prado. Ni el museo ni el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte han facilitado a este diario las cifras de esta partida ni han especificado los fondos dedicados a la obra de la techumbre.

“Esperamos con mucho interés la reforma, hay que incentivar más la aportación privada y compensarla para que tenga cada vez más presencia”, ha asegurado Miguel Zugaza respecto al proyecto de Ley de Mecenazgo, que lleva retrasándose más de dos años. El director ha declarado también que no cree que esta presencia privada perjudique al espacio público del Prado, dejando su suelo a merced de las empresas e individuos más pudientes, porque “la potestad sobre los programas son del propio museo y no hay peligro en eso”.

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