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'Frozen II', un resbaladizo paso por la madurez que no suelta a la original ni la mejora

Elsa, en 'Frozen II'

Mónica Zas Marcos

Las fábulas infantiles siempre han presentado el echar raíces como la única forma válida de madurar. Eran unas expectativas unisex, pues las cumplían tanto las princesas de turno como sus contrapartes masculinas. Correr aventuras, sí, pero solo hasta encontrar el amor romántico, casarse y fraguar una vida común entre las cuatro paredes de un palacio. Permanecer allí felices y comer perdices.

Más tarde, Disney se modernizó y eliminó al príncipe de la ecuación en películas como Frozen (2013) y Vaiana (2016), pero la obligación de echar raíces seguía ahí. El reino debía descansar sobre sus hombros y claudicar no entraba dentro de las opciones. Pero ¿qué pasa si eso ya no es suficiente? ¿Si los muros que antes representaban el hogar y un final indiscutible se vuelven claustrofóbicos?

Son preguntas difíciles de afrontar en el mundo real y en ficciones que siguen atadas a una tradición patriarcal. Pues bien, Frozen II ha roto el tabú en su secuela como ya hizo la primera parte con las expectativas románticas de las princesas.

Hace seis años, la factoría de Mickey Mouse daba luz verde a su mayor fenómeno con el hocico torcido. El dinero es conservador y el revisionismo que planteaba Frozen fue tomado como un riesgo empresarial más que como la oportunidad de abanderar una transición en el imaginario infantil. Los adultos trajeados de California quizá no intuyesen su importancia, pero el público sí, y por eso Frozen se convirtió en mucho más que en el estreno mejor acogido de la historia de Disney.

La princesa Elsa no quería ni necesitaba la compañía de un hombre. Disfrutaba de su soledad y abrazaba sus rarezas, aunque al final acabase confinada otra vez en el castillo de Arendell. Ahora, una nueva huida hacia delante representa el inconformismo de una generación perdida a la que han enseñado a permanecer quieta y a buscar un terreno fértil donde instalarse.

Frozen II trata de la madurez y de las distintas formas de afrontar la vida adulta, y no es un mensaje velado. Lo dice abiertamente Olaf en la primera canción, el muñeco de nieve pizpireto que sirve como puente con el público más joven. Porque la segunda parte de esta reina de las nieves es mucho más musical que la original. Quizá porque también es mucho más oscura y necesitaba un bálsamo para los niños y niñas que este fin de semana abarroten las salas.

Aun así, la cinta tiene los problemas de todas las secuelas que no fueron pensadas para tener una continuidad. Repite la fórmula de la crisis existencial de Elsa, la persecución a ciegas de Anna, el bonachón romántico que busca su protagonismo entre ambas y la banda sonora espectacular que no logra, aunque lo intenta, alcanzar el clímax de Let it go.

A Frozen II le pierde el miedo al riesgo, aunque su moraleja sea justo la opuesta. Al mismo tiempo tiene la necesidad constante de justificar su existencia por encima de las secuelas sacacuartos. Eso se traduce también en unos gags algo casposos que, por suerte, no echan por tierra la épica de la película ni su resultado final.

Modernidad, pero no mucho

Cuando Disney anunció que pondría a su gallina de los huevos de oro a trabajar y habría una segunda parte de Frozen, muchos se preguntaron si la compañía se atrevería a crear su primera princesa abiertamente homosexual. Pues no. Y, además, es un tema peliagudo de tratar con Chris Buck, uno de los directores de la película junto a Jennifer Lee. Ambos se escudan en que esa no es la intención de la cinta, que su interés era el de explorar el amor fraternal.

Sin embargo, a Anna no la liberan de un marco romántico que genera vergüenza ajena por lo burdo de su propuesta. Todo lo que une a la hermana pelirroja con Kristoff, su pareja, es un intento de hincar la rodilla por parte del segundo frustrado por situaciones supuestamente cómicas. En esa sucesión de despropósitos destaca la canción Into the Woods, en la que convierten al personaje en una suerte de Michael Bolton que canta sus penas amorosas entre un coro de renos parlantes.

Aun así, es justo admitir que el arco de Anna y el de Elsa se combinan en un espectro amplio de posibles futuros y vidas adultas que hasta ahora no se había explorado en Disney. Sí en Pixar, con Toy Story 4 como máximo exponente. Es una forma de no pillarse los dedos ante un público dispar y ante los accionistas californianos, aunque una trama lésbica habría sido del todo maravillosa.

Por último, aunque menos pegadizas, la letra de las canciones de Frozen II son mejores que muchas líneas del guion y mucho más atrevidas. Elsa reivindica su derecho a ir hacia lo desconocido en ellas, a ser la ingrata que se desentiende del reinado para ir a correr nuevas aventuras. “No estoy donde debería estar”, a pesar de que “todos a los que quiero están entre estas paredes” y de que “tengo miedo de lo que arriesgo si te sigo”.

Esta -Into The Unknown- y Show Yourself, donde reivindica que las “normas conocidas no se aplican”, son toda una declaración de intenciones para una princesa a la que permiten crecer con un final abierto. Sin príncipe (ni princesa), ni castillo, ni reino, ni cadenas. Porque el hielo y el agua, como el ser humano, son cambiantes. Y aunque hoy no lo entiendan los más pequeños, esa es una de las mejores lecciones que les puede dejar una película infantil.

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