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Crítica

'Carmen' llega al Teatro Real con una versión desvaída y cañí

Aigul Akhmetshina (Carmen) y, a la derecha, Toni Marsol (Moralès)
11 de diciembre de 2025 17:26 h

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A los españoles nos encanta que los extranjeros nos expliquen quiénes somos. Fíjense en cuantísimo hispanista habla inglés y cómo la mitad de nuestro folclore más hondo e intransferible se ha inventado de los Pirineos para arriba. Del país del cruasán y la baguete (si jugamos a los tópicos, jugamos todos) vino Prosper Mérimée a darse una vuelta por los arrabales patrios. Los viajeros románticos tendrán su halo de prestigio, pero cuesta distinguirlos de esos nómadas digitales que se mudan a Bali a la búsqueda del contenido.

“Estoy ya de regreso en Madrid tras haber recorrido durante varios meses, y en todos los sentidos, Andalucía, esa clásica tierra de ladrones sin encontrar a uno solo. Casi siento vergüenza”, confesaba por carta a algún amigote. “Me hallaba dispuesto a ser atacado por bandoleros, no para defenderme sino para hablar con ellos y preguntarles muy cortésmente sobre su estilo de vida. Al mirar mi traje, gastado en los codos, y mi escaso equipaje, me pesa no haber visto a estos señores. La pérdida de un ligero maletín no hubiera sido un precio demasiado alto por el placer de conocerles”. Hay que ser cretino.

En 1845, don Próspero (permítanme la confianza) reconcentró su erudición sobre lo andaluz en una novelita llamada Carmen, sobre la que Georges Bizet acabaría componiendo su famosa ópera estrenada treinta años después. En el siglo XIX, todo exotismo es poco; y los intelectuales europeos sacaban billetes para España, donde hay tantas rarezas como en Oriente (y un grado de civilización tan cuestionable como allí) pero queda más cerca. La localización peculiar no era ninguna novedad: Mozart había ubicado El rapto del serrallo en las costas berberiscas y a Hamlet las cosas no le huelen a podrido en el Támesis, sino en Dinamarca. Tradicionalmente, mandar la acción a tierras lejanas no era más que una treta para evitar problemas. Hay aristócratas canallas, pero no son los nuestros: ¡estos llevan turbante!

Aigul Akhmetshina (Carmen) y Charles Castronovo (Don José)

En cambio, en esa efervescencia de los nacionalismos que fue el siglo XIX, los compositores se ponen intensitos: quieren retratar el alma de los pueblos y el genio de las razas en compás de tres por cuatro. “La música de Carmen me parece perfecta. Es malvada, refinada, fatalista: a pesar de ello, sigue siendo popular, porque posee el refinamiento de una raza, no del individuo. Posee todo aquello que es propio de las regiones cálidas: la sequedad del aire, su transparencia”, dejó escrito Nietzsche y reproduce el programa de mano. “Envidio a Bizet por haber tenido el coraje de expresar esa sensibilidad, que hasta hoy no había poseído un lenguaje en la música culta de Europa: el coraje de esta sensibilidad del sur, más bronceada, más ardiente”, constata.

Como otros compositores, Bizet descubrió estas intimidades extranjeras por correspondencia. Miren, el francés no transcribió la célebre habanera con la que se presenta la protagonista tras escucharla en un corral de Triana: le bastó con cambiar los acentos de una dancilla cubana titulada El arreglito, compuesta por Sebastián Iradier, que tampoco era de Camagüey, sino de Álava. Pero ya les digo: Puccini hizo lo mismo cuando le tocó escribir a lo asiático. Denme usted unos discos, que ya les capto yo la medida del espíritu a los japoneses.

Intentemos sortear por un momento el asunto de los topicazos (“el amor es como un gitanillo que nunca conoció la ley”, manda narices) para sintetizar el argumento. En Sevilla, un destacamento militar protege la Real Fábrica de Tabacos: el ambiente está cargado de la espesa sensualidad sureña, que pasa del galanteo a los navajazos en un santiamén. Una cigarrera destaca entre todas, “voilà la Carmencita”, por quien suspiran propios y ajenos. “¿Cuándo nos amarás?”, pregunta la milicia. “Si me amas, no te amaré; pero si te amo… ten cuidado”. En el retén, el brigadier don José recibe una carta de su madre: la mujer añora a su chiquillo. Le pide que se comporte, que gane un ascenso y que, al promocionar, escoja un destino más cerca de su anciana progenitora, que vive en Navarra. La carta se la lleva Micaela, que hace de “personaje femenino noble y bueno”, un indispensable en la ópera romántica.

Pequeños Cantores de la ORCAM

El traslado tendrá que esperar, porque se desata una pelea a cuchillazos en el interior de la fábrica. ¿El motivo? Bragueta u honor, que para el caso es lo mismo. Detienen a Carmen, autora del tajo, que logrará manipular a don José para que la libere. “Sé que estás enamorado de mí”. El soldadito cae en el embrujo, que le cuesta un mes de talego y una degradación. Pasado este tiempo, la pareja se reencuentra en la taberna de Lilas Pastias (el típico nombre de garito del barrio de la Macarena), adonde nuestra gitana ha ido a “bailar la seguiriya y beber la manzanilla”. Allí seduce nuevamente a don José, manipulándolo para que deserte y la acompañe en su vida errante. El tipo vuelve a caer: la vida de bandolero, la vida mejor. La cosa, claro, no tarda en torcerse. José —al que, seamos francos, nuestra protagonista le ha arruinado la vida— se convierte en un maníaco celoso, molesta afición si eres el novio de una señora que utiliza sus encantos para sacar ventaja de cuanto hombre haya de Despeñaperros para abajo.

El tercero en discordia no tarda en llegar: Escamillo, torero de Granada y favorito de la afición. Galantería va, bronca viene, el desenlace llega con otra misiva materna, venida de manos de la amorosa Micaela: la doña está por morirse, así que ahora o nunca. José intenta explicar a Carmen la gravedad de la situación. Ella le espeta que si se marcha no se moleste en volver. De fondo, suena la cancioncita de Escamillo. Finalmente, don José regresa. Carmen, que ahora forma parte de la troupe toreril, y a la que los naipes le han dicho que si sigue con el dichoso cabo la muerte les aguarda a ambos, lo manda a hacer puñetas. Él, que ha perdido a su madre y no se le conocen hermanas, no encuentra motivos para ser feminista, así que la mata.

Anoche, el Teatro Real estrenó una versión de Carmen con montaje de Damiano Michieletto y dirección de Eun Sun Kim. La escenografía sitúa la acción en un ambiente acalorado, donde la luz cae pesadamente, como grumosa. La propuesta, por momentos, recuerda a aquella de Calixto Bieito, en la que la “ópera comique” se transformaba en un drama fronterizo protagonizado por narcos de baja estofa. Digo que recuerda porque esta versión está descafeinada. Al convertir al coro en una masa indiferenciada (no hay soldados, los grupis de los toreros son indistinguibles de las cigarreras, o de los parroquianos del tugurio de Pastias) la opresión sexual, militar y fabril que da contexto a la ópera desaparece (“os seguiremos, cigarreras, para murmuraros palabras de amor”, canta el retén al comienzo de la ópera).

Coro Titular del Teatro Real

Las localizaciones, decididamente precarias y cañís, refuerzan torpemente lo estereotípico del libreto y la música, ¡como si hiciera falta! A Escamillo, el seductor, nos lo dan convertido en un hortera vestido amarillo al que le llevan las banderillas en una bolsa de palos de golf. Con esas pintas, ¿quién lo cambiaría por ningún amante? La taberna es un prostíbulo de carretera; los sevillanos, figurantes de cine quinqui dispuestos a mostrar su devoción por el diestro de turno dejándose torear a golpes de chaqueta. También resultan innecesarios los añadidos destinados a subrayar los significados de la música: quizás, el motivo de la fatalidad (un soniquete que se repite cada vez que se preludia el desenlace de la obra) no necesitaba los continuos cameos de una señora enlutada y con mantilla para que lo entendiéramos.

La falta de tensión, me temo, tampoco se arregló desde el foso. Eun Sun Kim nos ofreció una versión destemplada de la partitura, que terminó por desarticular los momentos de tensión ralentizando los tiempos o desproveyéndolos del vigor necesario para hacerlos creíbles. Las discusiones entre los protagonistas sonaron deslavazadas, el fervor taurino, funcionarial y el jaleo de la multitud (ahora militares, ahora paisanos; siempre indistinguibles) sin fuste.

Marie-Claude Chappuis (Mercédès), Lluís Calvet (Le Dancaïre), Aigul Akhmetshina (Carmen), Lucas Meachem (Escamillo),  Natalia Labourdette  (Frasquita)

En el capítulo de voces, me gustó Aigul Akhmetshina, que canta con una voz grande y matizada, capaz de unos piani muy hermosos y con una plasticidad admirable, muy ajustada a la volubilidad de su personaje. También Adriana González (una de las grandes ovacionadas de la noche), que hizo su Micaela con tanta calidez y belleza que podríamos olvidarnos de que la hayan caracterizado como una beatona sin sal dispuesta a preguntarte si tienes un minuto para hablarte del salvador.

Me gustó la primera comparecencia de Lucas Meachem como Escamillo, sobre todo por la alternancia de dinámicas: la idea de un “toreador” más frívolo que rígido me parece interesante. Luego, creo que se desdibujó. Tristemente, el don José de Charles Castronovo es uno de los grandes defectos de la función: donde debiera haber pasión hay gritos; donde dudas, torpeza. Canta nasal y estrangulado y todo lo hace inverosímil.

Muy bien el coro, como acostumbra, y los Pequeños cantores de la Orcam, para los que esta propuesta reserva episodios muy simpáticos. Bien también el resto de papeles menores del elenco: David Lagares, Toni Marsol (que comenzó un tanto entrecortado), Natalia Labourdette, Marie-Claude Chappuis, Lluís Calvet y Mikeldi Atxalandabaso, viejo conocido del público del Real. No sé cuántas Cármenes llevaré en los oídos, pero reconozco que cada vez se me hace más cuesta arriba la operita de marras. Ayer reparé en un incordio del que no me acordaba. ¿Saben qué grita el público cuando el matador liquida al toro? “Victoria”. Very well fandango, claro que sí.

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