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Trinquete de Pelayo: memoria de la pelota valenciana

Josep L. Barona

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Dicen que el juego de la pelota es tan antiguo que se remonta a la Antigüedad, cuando formaba parte de las tradiciones deportivas y de ocio de muchos pueblos del Mediterráneo. El deporte y el juego forman parte esencial de la cultura y de las formas de diversión y sociabilidad. En nuestra tradición médica, también desde la Antigüedad, el hipocratismo estimulaba la actividad física y el deporte como instrumentos de salud. En la Edad Media, los médicos recomendaban equilibrio y moderación, tanto en la dieta, como en el sueño y en la práctica de la actividad física. Así lo hacía Arnau de Vilanova en su regimen sanitatis dedicado al rey Jaume II y también en otros escritos dedicados a la vida higiénica de la nobleza.

La historia dice que la pelota era una práctica popular en las calles de las poblaciones valencianas durante todo el periodo medieval, aunque más adelante la práctica fue restringida a recintos cerrados por motivos de orden público, para evitar peleas y algaradas. El Consejo General de la Ciudad de Valencia promulgó un bando el 14 de junio de 1391 donde se prohibía el juego de pelota en la calle, porque exaltaba los ánimos, incitando a los insultos y las broncas. Bendita restricción, ya que en definitiva impulsó la creación de los primeros trinquetes en las poblaciones valencianas. No sé muy bien cuál fue la razón por la que sólo en el Reino de Valencia se difundió la afición a la pelota en el trinquete, mientras desaparecía del resto de territorios de la Corona de Aragón. De ahí que el juego en el trinquete, la pelota valenciana, tenga una significación muy especial en la identidad cultural de los valencianos. Aunque el juego de pelota existía en muchos otros territorios -los vascos, por ejemplo, abandonaron el juego cara a cara sustituyéndolo por el frontón- la pelota valenciana tuvo una difusión limitada en otros territorios europeos o americanos. La escala i corda pasa por ser la modalidad más popular, la que más pasiones despierta. Y dicen que el trinquete de Pelayo es la catedral, el templo máximo. Un lugar emblemático donde también se practica el raspall, tal vez las dos variedades más populares de la pelota.

El Trinquete de Pelayo me traslada a los años de la infancia. A una Valencia gris, cuando, de la mano del abuelo, recorría las calles del centro de la ciudad. Me trae el ruido humano del catch en la plaza de toros, el sonido metálico de las ranas camino del campo de Vallejo, el olor rancio de los animales en el circo y las noches de vedettes y varietés en la plaza del barrio. Para un niño, las dimensiones de los espacios se distorsionan, y los cerca de sesenta metros de largo del Trinquete de Pelayo me parecían más grandes que el circo máximo de Roma. El sonido apasionado del público, que vibraba con cada gesto de los jugadores -especialmente cuando devolvían pelotas imposibles- se mezclaba con el golpe seco de la pelota de cuero contra las manos, contra la pared o la tierra, y los gemidos y los improperios mezclados con aplausos y exclamaciones. Toda la llotgeta vibraba de espectadores, de gente que a veces burlaba el peligro del pelotazo. Ajenos a la atmósfera tensa de la competición, hombres mayores con gorra o boina, quizás con un puro en la boca, jugaban al xamelo poniendo la ficha en medio con un golpe seco y rostro inexpresivo. Los sonidos de la calle eran otra cosa. Atravesar la puerta y adentrarse en ese espacio de sueños que era el trinquete transformaba el rumor de las voces y el pulso de la vida. Había sido construido un siglo antes, en 1868, cuando estalló la vieja revolución democrática, y en mi memoria de niño todavía estaba abierto al cielo. Después, durante dècades, desapareció de mi vida, se ocultó escondido tras los muros de una entrada disimulada. Hoy se conmemora el 150 aniversario de la fundación del Trinquete de Pelayo, un lugar aún vivo, un espacio discreto y único de la cultura valenciana. El Ayuntamiento de Valencia le ha otorgado la medalla de oro de la Ciudad y los infatigables Víctor y Recaredo Agulló preparan un libro para commemorar el aniversario. Es un reconocimiento emotivo para ese tesoro escondido en el corazón de la ciudad, que forma parte de nuestra memoria como pueblo.

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