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La vida oculta dentro de un muñeco de Sol: “Me disfrazo de Mario Bros para poder comer”

Un hombre disfrazado de Mario Bros en la Puerta del Sol de Madrid

Gabriela Sánchez

Una mujer venezolana que dejó una vida sin penurias en EEUU para reunirse con sus hijos en España, donde no encuentra trabajo. Un solicitante de asilo de Bangladesh que atravesó el Mediterráneo en un bote para llegar a Europa. Un jubilado español, que vende o alquila disfraces para completar su pensión. Una mujer bangladesí que apura los minutos al máximo para ganar “un euro más” antes de recoger a su niña del colegio. Un señor colombiano que aspiraba a trabajar en Alemania para una gran empresa y ha acabado convertido en Super Mario Bros.

El mundo de los muñecos de la Puerta del Sol va más allá de la última anécdota de Winnie the Pooh, al que la Policía solicitó su retirada de la plaza para evitar ofender al dictador chino durante su visita a Madrid. Las risas despertadas ante el surrealista episodio tropiezan con las historias de precariedad escondidas bajo el disfraz.

Álvaro es Super Mario desde hace 15 días. Aún muestra su sorpresa por tener que vestir cada mañana el peludo disfraz. Todavía no ha querido contárselo a los dos hijos que ha dejado en Colombia. “Trabajaba como conductor en mi país, no me iba mal, pero conseguí un trabajo en Alemania, o eso creía”, explica el hombre mientras sujeta la enorme cabeza para mostrar su rostro. El empleo no salió como esperaba, asegura haber sido engañado, por lo que se quedó en situación irregular. El Gobierno alemán ordenó su devolución a España, el país por el que había entrado a la Unión Europea, según su testimonio.

Conoció el oficio en una de sus primeras visitas a la céntrica plaza madrileña. “Yo veía a los muñecos. Me quedé mirando a uno y empezó a hablar conmigo. Me dijo si quería trabajar, que podía venderme un disfraz”, recuerda Álvaro, ataviado con su peto azul. “Mucha gente se hacía fotografías con ellos pero no les daban dinero. Me preguntaba si de verdad salía rentable, pero acepté”.

A él le sale rentable, porque Álvaro tendría aún menos sin Mario Bros. “Lo hago para poder comer. Es algo. Me da para eso, para alimentarme y desplazarme”, detalla el colombiano, quien vive en una habitación a las afueras de Madrid. “De momento, el alquiler lo pago gracias a la ayuda de unos familiares que viven en Estados Unidos”.

Su herramienta de trabajo, un disfraz de segunda mano, viejo y con pelusas, le costó 300 euros. En Perú, donde obtienen la mayoría de ellos, cuestan alrededor de 50. Unos diez metros detrás de él, un segundo Mario Bros trata de llamar la atención de todo turista que cruza la Puerta del Sol. Él lleva tres días en las pieles del personaje de videojuegos. “A él le costó 120 euros. También es de segunda mano pero está en mejores condiciones que ese”, comenta el muñeco que lo acompaña, el secuestrador de la película de Saw, mientras señala el traje de Álvaro. “Hay que saber negociar. Él debió de comprar el primero que le ofrecieron”.

En esta actividad alegal, en este mundo de los muñecos de Sol, también están quienes sacan tajada. Otros, simplemente, venden a un precio razonable los disfraces que dejan de usar. También los prestan. Hamid, solicitante de asilo de Bangladesh, empezó en este oficio bajo el traje de Peppa Pig, pero lo sustituyó por el de Marshall, uno de los perros protagonistas de los dibujos de moda entre los más pequeños, Patrulla Canina. “El de Peppa se lo dejé a mi sobrino, que ha llegado a España hace unos meses”.

El origen de los muñecos se encuentra en Perú

Unos acaban de llegar, otros llevan entreteniendo a turistas casi 20 años. Los primeros en plantarse en la plaza madrileña convertidos en personajes de dibujos infantiles procedían de Perú. No es de extrañar, apunta el joven peruano escondido tras la máscara de Saw: “Allí están por todas partes. En las fiestas, el parque central de Lima se llena. Hasta las empresas los utilizan para hacer publicidad”, relata Carlos (nombre ficticio), que vive en España en situación irregular desde hace dos años.

Son ellos, los peruanos, quienes consiguen disfraces nuevos de su país de origen. “Cuando viene algún familiar o amigo, les piden que traigan”, explica uno de ellos. Todos los muñecos consultados aseguran que no hay una estructura formal, no hay ninguna “mafia” tras este empleo informal, como algunas veces se insinúa. “Aquí somos libres. Compramos los disfraces y nos los ponemos donde queremos. Nadie manda sobre nosotros y el dinero que obtenemos es para cada uno”, aclaran.

Sí hay una norma no escrita que toda mascota de Sol debe cumplir: no colocarse muy cerca unos delante de otros. No taparse, ni obstaculizarse. “Sí podemos ponernos en parejas”, dice un joven de Bangladesh, que lleva un año bajo el disfraz de Marshall, personaje de los dibujos infantiles Patrulla Canina.

Su actividad se enmarca en un limbo legal. En principio, no existe la venta de servicios. Los muñecos atraen a los turistas o transeúntes, se toman una fotografía y solicitan “la voluntad”. “Muchas veces no nos dan nada. Al menos pido que me den las gracias”, sostiene el hombre escondido en la máscara de Saw.

El limbo de los muñecos

“Es una actividad no regulada, no hay ninguna ordenanza municipal al respecto”, explican desde el Ayuntamiento de Madrid“. ”Entendemos que son personas para las que muchas veces disfrazarse es la única vía laboral que tienen“, sostienen fuentes municipales. Durante la temporada de Navidad, ha aumentado el despliegue policial en la Plaza del Sol, lo que también afecta a los muñecos.

“Aumenta la influencia de personas por lo que las medidas de seguridad, también. Todas las vías de evacuación tienen que estar libres, por eso, si hay mucha gente, se solicita a los muñecos que se retiren de ciertas zonas o que no se junten varios en una misma calle”, apuntan desde el Consistorio.

Cabezas de Mickey Mouse, Chucky y Peppa Pig reposan colgadas alrededor de un árbol en la calle Montera de Madrid. Son las tres de la tarde y las personas escondidas bajo las mascotas de la Puerta del Sol aprovechan el menor tránsito de turistas para comer un bocadillo. El ratón de Disney, que en realidad se llama Ana, mastica con la misma desgana con la que describe su trabajo informal: “Estoy aquí por necesidad, pero espero irme pronto”, decía hace dos semanas a eldiario.es, sentada en un bordillo junto a otros cuatro muñecos.

“Veo aquí a gente que lleva dos años, cuatro, hasta 20. No sé cómo pueden. Yo he tenido otra vida. Otra en la que podía comprar cosas, tenía dinero, no tenía esta preocupación, quizá por eso tengo menos aguante”, sostiene la mujer. “Viví en Estados Unidos con mis niños pequeños, pero me vine a España hace un año porque mis otras hijas vivían aquí”, sostiene Ana (nombre ficticio), todavía arrepentida de su decisión. “Pensaba que las cosas estaban mejor por aquí. Hacía mucho tiempo que no estábamos juntos. Pronto me di cuenta de que España es un país de apariencias. Se visten de plumas, se engalanan, pero en realidad hay pobreza”, critica con la gran cabeza de Mickey en su mano.

“Es una posibilidad para la gente cuando se queda sin trabajo, pero no aguanto más”, comenta la Ana. Durante los últimos once meses, ha sobrevivido en España por la venta de globos y las fotografías realizadas con turistas. “Me he cambiado de viviendas muchas veces: casas de familiares o conocidos, habitaciones baratas... ”, sostiene.

Dos semanas después, Ana lo ha logrado. Este jueves ha llegado el último día de Mickey. De uno de ellos, porque no es el único que ronda por la Puerta del Sol para entretener a los turistas. A última hora, el famoso ratón trata de conseguir alguna moneda antes de cerrar una etapa. Cuando llegue a la habitación en la que vive hará su maleta y las de sus dos hijos, de ocho y diez años. Se muda a Albacete, donde ha conseguido trabajo en una fábrica. Esta noche la venezolana cuelga su disfraz hasta nuevo aviso.

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