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Serigne Mbayé, el pescador que sobrevivió al mar y a la manta

Serigne Mbayé

Belén Remacha

Serigne Mbayé se enteró de que ya tenía papeles por una parada policial. Era diciembre de 2010, paseaba por Lavapiés y le pidieron la documentación. Los gestos de los agentes al comprobar sus datos le hicieron pensar que algo raro pasaba, y tras darle vueltas acudió a una oficina de Tetuán. Ahí y sin ninguna otra notificación le confirmaron que hacía dos meses que su situación en España estaba regularizada. Había iniciado el proceso siete meses antes casándose con su entonces novia, española: “No quería hacerlo así, pero fue la única manera”.

Llegó en 2006 desde su país, Senegal. Durante sus primeros años en España esas paradas racistas le eran habituales. Ahora tiene 43 años y le pasa menos. Es muy alto, delgado y aparenta ser bastante más joven. Considera que tuvo suerte porque no pagó por subirse a la patera que le llevó a Canarias: de visita en una ciudad costera, Saint Louis, vio la oportunidad de colarse en una. Tras un forcejeo, el capitán aceptó llevarle con la condición de que ayudara en la travesía.

Podía hacerlo porque tenía experiencia en el mar desde los 20 años: “Viví todo lo que imagines, vi morir a amigos”. Pescaba “meros, merluzas, doradas” y tuvo su propia embarcación. Pero en los 2000, los buques industriales extranjeros les hacían la vida imposible. Eran peligrosos, creaban una competencia ingestionable y destrozaban el entorno. “Siempre digo que fueron los causantes de la inmigración, muchos que vienen son pescadores. Toda la economía es agricultura, ganadería y pesca. Los agricultores en verano venden en la costa, las mujeres dependen de los mercados”.

Su patera alcanzó Tenerife, donde le internaron cuatro días en el CIE, “otros estuvieron 40”. En un descuido aprovechó que alguien había dejado unas monedas en la cabina y telefoneó a su hermana, que pensaba que seguía en Sant Louise: “Se cabreó muchísimo”. Dice que en su pueblo dejó a “su familia”, y tarda en explicar que no son solo sus padres y hermanos sino también su exmujer y tres niños, ahora adolescentes. La mayor tiene 18 y “las mejores notas de su clase. Quiero que pueda venir a Europa, pero no como vine yo”.

Tras la “libertad” del CIE, Cruz Roja le envió una semana a un centro de acogida en A Coruña. Luego ya a Madrid. “Directamente empecé en el top manta. No sabía cómo iba la movida y los compas senegaleses me lo explicaron: sin papeles no puedes trabajar. Así que me coloqué en Atocha”. A las 72 horas le detuvieron. Pasó muchas más veces, pero aquello fue demasiado rápido, “mala suerte. Bromeo con que he dormido en todas las comisarías de la ciudad”. Gracias a la Asociación de Sin Papeles se pudo defender en los muchísimos juicios y aprendió sus derechos: por ejemplo, que solo le podían acusar si le pillaban in fraganti, nunca con productos en la mochila. Por las causas abiertas y saltándose la presunción de inocencia era por lo que le retrasaban constantemente la documentación.

En 2018, hay unos 200 manteros en Madrid. Cuando Serigne empezó, el producto estrella eran CDs; ahora lo es el merchandising de la Selección. En el último año, el colectivo ha saltado a los medios por las críticas de la derecha a Manuela Carmena por supuesta permisividad. Él lo ha vivido como coportavoz del Sindicato de Manteros: como ya no ejerce, puede poner cara. En agosto, tras la muerte por un infarto durante una redada de su compañero Mame Mbaye, Serigne fue, con Rossy de Palma, pregonero de las fiestas de Lavapiés. Esa ha sido su última “movida” porque, por denunciar violencia institucional, le acusaron de insultar a la policía.

Dejó la manta en 2008 por otros trabajos como cuidador o constructor, aún sin papeles. Mientras, se formaba en informática y aprendía el idioma en centros sociales y “leyendo mucho”. En la escuela había estudiado algo de español hasta justo antes de renunciar al examen de acceso a la Universidad, de lo cual se arrepiente, pero ya descarta retomar en España. En enero de 2011, un mes después de enterarse de que tenía papeles, le contrataron en una empresa como administrativo. El único negro. Sus compañeros le reconocieron después que al verle no creían que pudiese desempeñarse. “Me quemé mucho”. En 2015, su cuñado le propuso unirse a una cooperativa con la que abrieron un restaurante, El Fogón Verde. Para ello capitalizó su paro y ahora “hace de todo” con cuatro socios que bromean sobre lo acostumbrado que está a posar para las fotos.

Serigne tiene en Madrid una hija de tres años con su actual pareja, que no es la misma –“yo siempre he sido muy así”– con la que se casó antes de obtener la nacionalidad española y renunciar a la senegalesa. Casi siempre ha vivido en Arganzuela, pero saluda por Lavapiés a mucha gente en pocos metros. Primero a una chica en la puerta de la UNED. Luego en Sombrerete intercambia gritos en wolof, el idioma de su región, con un hombre que resulta que conoce de la pesca en Sant Louise. En el Valle Inclán, ha quedado con su hermano Magor y otros dos chicos a los que va a ayudar a hacerse la tarjeta RENFE. Hablan también en wolof.

Magor tiene 32 años y también aparenta bastantes menos. Llegó hace tres meses: “Le he dado un límite para que se forme. Que no acabe en la manta”. Serigne no tuvo cuando llegó ningún mentor, si acaso avisos de que se podía meter en alguna casa okupa. Serigne era en 2006 otra persona. En Senegal, había sido activista, pero recuerda exactamente el momento y lugar –Metro Delicias– en el que se escandalizó la primera vez que vio una pareja homosexual. En 12 años ha pasado a defender que “los derechos LGTBI y acabar con el racismo o con la violencia machista va unido. Eso lo he entendido este tiempo. Vuelvo a Senegal y me siento raro, pero aquí también recuerdo que soy de fuera. Supongo que ya no soy de ninguna parte”.

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