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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Pescanova intenta remontar tras falsear las cuentas con la complicidad de políticos, banqueros y prensa

Feijóo le entrega un premio al ex presidente de Pescanova en 2010 / Ana Varela

José Precedo

De historias de hijos que arruinan los negocios familiares están las hemerotecas llenas. La de Pescanova, una transnacional que faena en mares de los cinco continentes y logró engañar a un centenar de bancos antes de ir a la quiebra en 2013 es mucho más que eso.

El gigante alimentario pudo sobrevivir a aquello con respiración asistida: la banca acreedora tuvo que perdonar 2.000 millones de deuda en medio de una batalla por el control que se perpetúa en los juzgados y fuera de ellos. La sociedad, que ha tenido que cambiar la imagen corporativa, el consejo de administración y los principales directivos, sigue empleando a 12.000 personas en 27 países a través de su red de filiales. Pero el prestigio de una de las mayores compañías de congelado del mundo está hecho trizas tras décadas de corrupción, cuentas falseadas y desvío de dinero a paraísos fiscales que dirime desde 2013 la Audiencia Nacional.

Un dato para medir la magnitud del escándalo: la primera fianza para sus antiguos gestores fue de 1.200 millones de euros. El pleito acumula cuatro años de instrucción y todavía no se vislumbra la fecha del juicio.

Por primera vez en sus 56 años de vida de la empresa, los 700 empleados de la sede en Vigo han parado la producción este mes con dos huelgas que reclaman un convenio digno a la nueva propiedad. Pescanova, que el año pasado situó a los mandos del negocio a un gestor llegado de Campofrío, Ignacio González Hernández, ha declarado pérdidas por 36 millones en 2016 aunque su plan de viabilidad confía en cerrar 2018 con números negros. Ahí debe empezar la remontada para dejar atrás años de desventuras de su expresidente.

Manuel Fernández de Sousa-Faro (Mérida, 1951), todopoderoso mandamás durante tres décadas, es el último héroe empresarial caído en Galicia arrastrado por un gigantesco escándalo de saqueo y fraude contable, incluidos varios intentos suyos y de su familia de sacar dinero fuera de España.

Su padre, Pepe Fernández, lucense y emprendedor en los años de penurias de la posguerra que hizo dinero con el transporte de congelados por carretera, le había legado algo más que una empresa boyante. Ideó un negocio nunca visto: instalar congeladores en los barcos que permitiesen pescar durante meses a miles de millas de tierra firme.

Con semejante invento y tras asociarse a un abogado mercantil de Vigo, Agustín Paz Andrade, alumbró una multinacional que empezó a explotar ya en la década de los sesenta los mares de Brasil, Argentina y Uruguay. Jesús Fernández ya había mostrado su intuición para los negocios años antes al fundar Zeltia, hoy Pharmamar, un laboratorio farmacéutico que hizo fortuna con sus patentes en los años 40.

Cuando llegó el momento de la sucesión familiar, Pescanova cayó en manos de Manuel, que asumió la presidencia en 1980, sin cumplir siquiera los 30 años. Zeltia la heredó su hermano José María. Durante un tiempo tuvieron tratos empresariales pero varios encontronazos rompieron la relación fraternal para siempre.

La segunda generación de la saga familiar sacó Pescanova a Bolsa, conservó la ambición del padre fundador y sumó la extraordinaria habilidad de Manuel Fernández de Sousa para relacionarse con los poderes fácticos: la política, los bancos y la prensa comieron de su mano hasta el último día en que el castillo de naipes se vino abajo en febrero de 2013.

Amigos banqueros

Gracias a su amistad con José Luis Méndez, sempiterno director general de Caixa Galicia, otro de los señores del dinero caído en desgracia, obtuvo crédito fácil durante los felices noventa para su expansión empresarial. Y cuando el capital foráneo hizo peligrar el control de la sociedad a finales del siglo XX, ahí estuvo el Gobierno de Manuel Fraga para extender la chequera: 12 millones de euros en ayudas públicas para blindar a uno de los suyos.

Amigo personal de Fraga y socio de una familia de intelectuales republicanos como eran los Fernández Paz, Sousa fue capaz de tejer contactos para explotar los caladeros de la Sudáfrica del apartheid al tiempo que sellaba acuerdos pesqueros con los gobiernos africanistas de Angola y Mozambique. También pactó con la Nicaragua sandinista.

Los medios de comunicación –donde invertía cientos de millones de pesetas en campañas de publicidad (la más famosa, la del capitán Pescanova)– nunca hicieron demasiado por husmear en la trastienda de la empresa. La prensa gallega cayó rendida cada vez que Pescanova presentaba sus resultados o anunciaba algún nuevo proyecto estratégico. Sousa recibía premios institucionales y se había erigido en uno de los pilares de ese régimen político que algunos llamaron fraguismo. Los pocos medios que decidieron vigilar sus negocios pagaron las consecuencias.

Como una televisión nacional, donde aún se recuerda la respuesta de Fernández de Sousa en el año 2000 a un reportaje en el que varios científicos demostraban que sus palitos de marisco apenas contenían marisco: Pescanova amenazó con retirar toda la publicidad de la cadena y el resultado fue un contra-reportaje que recomendaba el consumo de congelados como alternativa a la carne en plena crisis de las vacas locas.

Con crédito fácil de los bancos, amigos en las administraciones y gobiernos de medio mundo y total impunidad mediática, afloró la personalidad autoritaria de Fernández de Sousa. Un directivo que le acompañó durante años recuerda cómo sus jefes de área le trataban de usted y entraban en su despacho con las piernas temblorosas a someterse a sus gritos.

“Podía llamarte 30 veces al día si se empeñaba en algo, daba igual que fuesen noches o fines de semana. Vivía para el trabajo y siempre manejó la sociedad como su cortijo, por mucho que fuera una empresa cotizada”, recuerda este alto cargo que le acompañó durante años.

En la cerrada atmósfera de la élite empresarial explotó su inmunidad hasta el punto de levantar un puerto deportivo repleto de ilegalidades a los pies de una playa con el único permiso del entonces presidente de la autoridad portuaria en Vigo, Julio Pedrosa, militante del PP y una de esas autoridades con las que el señor de Pescanova alternaba en las cenas de la alta sociedad local.

En vísperas de las elecciones gallegas de 2009 Fernández de Sousa decidió cambiar de estrategia para dejar de influir directamente en los políticos y hacerlo sobre los votantes. Mandó una carta al diario La Voz de Galicia pidiendo el apoyo para el Partido Popular y amenazando con abandonar inversiones en Galicia si repetía el Gobierno de PSOE y BNG que presidió Emilio Pérez Touriño.

El pecado de Touriño había sido impedir a Pescanova levantar una piscifactoría en Cabo Touriñán (Muxía) en plena Costa da Morte sobre un terreno protegido por la red natura.

El rodaballo de la discordia

La coalición de socialistas y nacionalistas ofreció otras ubicaciones lejos pero el primer ejecutivo de Pescanova acusó a aquel Gobierno de querer convertir el paraje natural “en un merendero de Nunca Mais”. La prensa gallega respondió con publirreportajes sobre la planta de rodaballo que la multinacional había levantado en Mira (Portugal) destacando cómo había mejorado la vida de los vecinos al otro lado de la frontera.

Las granjas acuícolas de Mira resultaron una de las inversiones más ruinosas de la compañía, los peces se murieron, pero Pescanova intentó como pudo camuflar las pérdidas (70 millones de euros) ante la Comisión Nacional del Mercado de Valores. No era la primera vez que recurría al maquillaje. Ni tampoco sería la última.

La huida hacia adelante concluyó en febrero de 2013: la compañía comunicó a la CNMV que no podría presentar las cuentas del ejercicio anterior. En las semanas siguientes afloró el descomunal agujero contable en sus presupuestos. Los mismos que hasta entonces había validado sin reparos BDO Auditores: 32 millones de beneficios en 2009, 36,2 un año más tarde, 50 en el ejercicio 2011 y 24,9 durante los tres primeros trimestres de 2012.

El balance ocultaba nada menos que 2.000 millones de euros en deudas financieras con un centenar de bancos. Y Caixa Galicia, intervenida de facto por el Banco de España y en medio de un proceso de fusión con Caixanova, ya no estaba ahí para salir en su auxilio con los créditos dudosos de otras veces. Según certificó KMPG, el boquete real era de 3.280 millones de euros, muy lejos de los mil que registraba la contabilidad oficial.

En marzo de 2013 las cosas empezaron a ponerse feas de verdad y el propio Sousa recurrió a sus viejos métodos. Se ocupó personalmente de presionar para que un proveedor informático de Pescanova despidiese al marido de una periodista del diario Expansión que estaba escribiendo artículos muy críticos con su gestión. El episodio se saldó con un comunicado crítico del Colexio de Xornalistas de Galicia.

Pero para entonces los titulares de prensa eran ya el menor de los problemas para el presidente de Pescanova. La investigación de la Audiencia Nacional reveló un carrusel de facturas falsas entre filiales y empresas pantalla. La facturación del grupo también era mentira. Diez mil pequeños accionistas se vieron atrapados con unas participaciones que no valían nada y que compraron basándose en la propaganda que el grupo enviaba a los medios.

Los miembros del consejo de administración se enzarzaron entonces en una batalla por quedarse los restos, y los enemigos internos de Fernández de Sousa (la familia Carceller, propietaria de Damm) aprovecharon para asaltar el poder. Sin éxito.

Huida hacia delante

Nada de esto pilló por sorpresa al magnate de los congelados. Él mismo Sousa lo dejó por escrito en su correspondencia con una amiga y confidente. No solo le confesó mientras su imperio se desmoronaba que intentaba vender por la puerta de atrás el 7% de sus acciones para salvar parte de su capital. En esos cruces de emails que aireó Interviú expresaba su temor a acabar en la cárcel.

Así consta en una de las cartas que remitió a su confesora el 14 de octubre de 2013, tres meses después de dimitir y solo un día antes de comparecer ante la Audiencia Nacional, desde su teléfono móvil: “Este será mi último mensaje en caso de que mañana dicten auto de prisión para mí. No tendré teléfono ni ningún otro medio electrónico, así que no volverás a tener noticias mías hasta que salga de prisión. Hoy borraré tu dirección de mi ordenador y Blackberry. Si salgo de este trance, te llamaré desde algún teléfono portugués”.

El empresario salió del trance y evitó la cárcel pero en sus siete horas de declaración ante el juez Pablo Ruz no aclaró el origen del quebranto patrimonial ni del maquillaje de sus números. Sí aseguró que tanto la banca como la empresa auditora estaban al tanto de sus manejos.

La filtración de esos mensajes íntimos evidencia que hasta los más cercanos han abandonado a quien fue un empresario modelo. Su esposa, María Rosario Andrade, también está imputada por tratar de desviar a una cuenta de Hong Kong cuatro millones de euros.

Hoy Fernández Sousa no es ni sombra de lo que fue. Las revelaciones del sumario lo han vuelto de carne y hueso. El Tribunal Superior de Xustiza de Galicia le ha obligado a derribar parte de su puerto deportivo edificado en la orilla de la Ría de Vigo. Su rocambolesca demanda a Pescanova por despido improcedente –en la que reclamaba 600.000 euros por ser apartado de la gestión– recibió una reprimenda del juzgado mercantil.

Entretanto, la nueva Pescanova capitaneada por un consorcio de bancos (Abanca, la entidad que salió de la fusión de las cajas gallegas, Caixabank, Sabadell, Bankia, BBVA, Popular y UBI Banca) que controlan el 62% de la compañía tras condonar 2.000 millones, intenta salir a flote.

El 20% de la nueva sociedad sigue en manos de los viejos accionistas, que el miércoles decidieron impugnar la ampliación de capital de la matriz que pretende reducir su participación hasta el 3%. En ese pequeño grupo continúa Fernández de Sousa, apartado definitivamente del timón del emporio que heredó de su padre.

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