De la polio de Roosevelt a la neumonía de Clinton: ser candidato a presidente es un trabajo de riesgo
Las campañas electorales, la Casa Blanca y la opinión pública plantean exigencias agotadoras para los líderes: entre las insistentes preguntas sobre la salud de los candidatos, los síntomas han incluido signos de neumonía, migrañas en medio de los debates e incluso vómito en el regazo de un primer ministro.
El diagnóstico de Hillary Clinton de neumonía, hecho el viernes pero revelado el domingo después de que tuviera que irse abruptamente de un acto de homenaje a las víctimas del 11-S por un mareo, ha reforzado las peticiones de que se hagan públicos los informes médicos completos tanto de la candidata demócrata como de su oponente, Donald Trump.
El año pasado, el médico personal de Clinton redactó varias páginas con información vital sobre la historia clínica y la salud de la candidata de 68 años, incluyendo un traumatismo en la cabeza en 2012 y la actual prescripción de antihistamínicos.
Trump, de 70 años, ha revelado menos información: su médico emitió un comunicado que consistía en una confusa carta, escrita en cinco minutos, que decía que el empresario sería “el hombre más sano jamás elegido presidente”.
En el pasado, otros candidatos han sido más minuciosos en sus informes médicos. En 2008, el médico de Barack Obama ofreció un informe de 276 páginas sobre el senador que entonces tenía 47 años, y John McCain, en aquel momento con 71 años y superviviente de un cáncer de piel, hizo públicas casi 1.200 páginas de su historial clínico.
Se espera que Clinton se recupere rápidamente. La neumonía es una enfermedad común que la mayoría de las personas supera en unas dos semanas, aunque puede agravarse y ser peligrosa para personas mayores y niños pequeños. La infección normalmente de desarrolla a partir de un resfriado o la gripe: el médico de Clinton afirmó que la exsecretaria de Estado sufrió alergias persistentes antes del diagnóstico.
La doctora Lisa R. Bardack, del Mount Kisco Medical Group en Nueva York, recetó a Clinton antibióticos y descanso. También le aconsejó que cambiara su agenda, que la tiene viajando casi cada día por Estados Unidos, generalmente a mítines o actos para recaudar fondos.
De las migrañas a los ataques al corazón
Las campañas electorales pueden ser como placas de Petri para los políticos, su equipo y los periodistas que los siguen. Y las elecciones recientes han mostrado varias veces a los candidatos superar o rendirse ante la enfermedad.
La excongresista de Estados Unidos Michele Bachmann, por ejemplo, lideró al principio las primarias republicanas de 2012, pero tuvo que explicar su abrupto abandono de un debate y dijo que sufría de migrañas debilitantes. Después hizo pública una carta de su médico explicando que los dolores de cabeza eran tan fuertes que requerían medicación. Ese mismo año, el exgobernador de Texas, Rick Perry, hizo campaña a pesar de estar recuperándose de una operación quirúrgica en la espalda, y supuestamente utilizó calmantes para soportar el dolor.
Dos décadas antes, el senador por Massachusetts Paul Tsongas fue el rival de Bill Clinton en las primarias presidenciales demócratas. Su historial de cáncer fue un gran tema durante esas elecciones: Tsongas tuvo que admitir luego que había mentido cuando antes de la campaña aseguró que estaba totalmente curado.
Las elecciones presidenciales siguientes tuvieron su propio susto en relación a la salud de los candidatos: el aspirante republicano a vicepresidente, Dick Cheney, tuvo su cuarto ataque cardíaco poco después de las elecciones de noviembre de 2000.
La campaña de Ronald Reagan en 1984 estuvo llena de interrogantes sobre la salud del candidato, ya que con 73 años se presentaba a la reelección siendo el presidente de más edad en la historia de Estados Unidos. Reagan trajo el tema a colación durante un debate contra Walter Mondale, su rival mucho más joven, y bromeó: “No voy a explotar políticamente la juventud e inexperiencia de mi oponente”.
Sólo ocho presidentes estadounidenses murieron durante su mandato, de los cuales cuatro fueron asesinados. Poco después de asumir el poder en 1841, el presidente William Henry Harrison, de 68 años, tuvo un resfriado que, según su médico, se convirtió en neumonía, aunque podría haber tenido fiebre tifoidea. Pese a que se intentó medicarlo con opio y otras toxinas, acabó siendo el primer presidente estadounidense en morir durante su mandato.
Menos de una década más tarde, Zachary Taylor murió mientras era presidente, sólo cinco días después de caer enfermo, probablemente víctima del cólera. En 1923, Warren G. Harding tuvo una enfermedad coronaria (un ataque cardíaco mientras estaba en San Francisco) y murió a los 57 años.
Franklin Delano Roosevelt, que fue diagnosticado de polio a los 39 años y sufrió una parálisis progresiva durante su mandato, sólo ofreció a sus votantes una visión parcial de sus problemas de salud a lo largo de las cuatro elecciones y tres mandatos y medio que sobrellevó. Usaba la silla de ruedas solo en privado, mientras que en público se movía con muletas o se quedaba de pie sobre podios elevados. A menudo viajaba a una clínica de rehabilitación de su propiedad en Warm Springs, Georgia.
Los ciudadanos sabían de su enfermedad, pero Roosevelt daba a entender que su condición estaba mejorando y rara vez permitía que se lo fotografiara sentado en la silla de ruedas. Tampoco quería hablar públicamente de su enfermedad. Murió a los 63 años.
Una silla de ruedas cambió el destino de otro político unas décadas más tarde. Durante su campaña en 1972, el entonces gobernador de Alabama, George Wallace, fue tiroteado. El político luego culpó al potencial asesino de acabar con su carrera política. “Roosevelt fue electo, pero la gente no lo tuvo que ver una y otra vez en televisión mientras lo subían a un avión medio muerto,” le dijo Wallace al juez Oscar Adams, según su obituario en el New York Times.
Incluso la mera apariencia de una enfermedad puede haber afectado a campañas electorales, como le sucedió a Richard Nixon cuando se le vio pálido y enfermo durante un debate televisivo contra John F. Kennedy en 1960. Tampoco son inmunes a enfermedades y lesiones los candidatos que logran llegar al Despacho Oval. En 1865, el vicepresidente electo Andrew Johnson llegó a la ceremonia de investidura enfermo de fiebre tifoidea. Se dice que bebió varios whiskys antes de aparecer, borracho y con resaca, para ser investido ante el Congreso y Abraham Lincoln.
Más de un siglo después, George H. W. Bush sufrió un momento embarazoso similar. El entonces presidente enfermó durante un viaje a Japón y vomitó en el regazo del primer ministro Miyazawa Kiichi. Se recuperó, pidió disculpas y se marchó del banquete.
El hijo de ese Bush, el 43º presidente estadounidense, George W. Bush, escapó de la humillación de haber sido grabado durante un susto mientras veía la televisión en 2002, cuando se atragantó con un pretzel y por un momento se desvaneció.
Traducción de Lucía Balducci