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El rastro de la ocupación rusa: ejecuciones, saqueos y rabia contra el antiguo amigo

Un vecino observa un autobús destrozado junto a la estación de ferrocarril donde se encontraban las fuerzas rusas en Trostianets, el 29 de marzo.

Shaun Walker

Trostianets (Ucrania) —

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Los tanques rusos entraron en Trostianets en las primeras horas de la invasión. Los soldados se desplegaron por esta tranquila localidad a 30 kilómetros de la frontera con Rusia y ocuparon varios edificios: la sede de la institución forestal, la estación de tren y una fábrica de chocolate.

El general ruso de mayor rango instaló su oficina en la sala número 23 del edificio del Ayuntamiento, la misma donde se solían sentar los contables del municipio. Su botella de whisky de malta sigue en el escritorio y las colillas de sus cigarros, en el borde de un cenicero. El general dormía en una cama individual robada de un hotel cercano.

Sus hombres vivían un piso más abajo. Por los rastros, parece que durmieron, comieron y defecaron en las mismas habitaciones. A juzgar por los uniformes rusos que hay en el suelo ensangrentados, puede que algunos de ellos también murieran allí.

Los rusos se fueron de Trostianets 30 días después de su llegada y en medio de una feroz contraofensiva ucraniana. Se fueron en un convoy formado por tanques, blindados, camiones cargados del botín que habían saqueado y numerosos vehículos robados a los que les pintaron una letra Z, el símbolo de las fuerzas rusas de ocupación.

La carnicería que los invasores han dejado detrás la recordarán de por vida los 20.000 habitantes de esta ciudad balneario, histórica y pintoresca, y será parte de la acusación que pese sobre la misión de “liberación” no deseada de Rusia en Ucrania.

En la plaza de la estación de tren hay ahora un panorama lúgubre de tanques destrozados, con la carcasa blanqueada de un obús autopropulsado y un autobús amarillo tiroteado con los asientos manchados de sangre. Quedan cientos de cajas de municiones y de casquillos verdes, prueba de los proyectiles y misiles Grad que los invasores dispararon desde Trostianets a las ciudades vecinas. Los edificios que se mantienen en pie están pintarrajeados con eslóganes prorrusos e insultos contra Volodímir Zelenski, el presidente ucraniano.

En una visita de dos días a la localidad, The Guardian ha encontrado pruebas de ejecuciones sumarias, torturas y saqueos sistemáticos durante el mes que duró la ocupación. Pero llevará mucho más tiempo catalogar todos los crímenes cometidos por los rusos en lugares como este.

“Me han robado hasta la ropa interior”

Ahora lo que toca es la tarea de limpieza, larga y difícil. Los desminadores ucranianos ya han quitado las minas y los cables trampa del cementerio, de la estación de tren y hasta del museo del chocolate, ubicado en una elegante finca que en su día alojó al compositor Piotr Tchaikovsky.

Tras semanas sin luz, el domingo volvió la electricidad. El primer tren de pasajeros desde la invasión llegó el lunes a la estación destruida. Pero las calles siguen llenas de restos deformados de blindados rusos y no hay nada que comprar. Todo ha sido saqueado.

Los vecinos van en bicicleta a los puntos de la ciudad donde entregaban cajas con comida: cartones de huevos, tarros de pepinos en vinagre y bolsas de plástico repletas de patatas que habían enviado grupos de voluntarios de otras partes de Ucrania. En la ordenada aunque tensa fila que se forma para recibirlos, los conocidos se abrazan y se alegran de verse con vida. Se cuentan historias del horror del último mes.

Al ver a un periodista, se agolpan gritando unos encima de otros. “Me han destrozado la casa”. “Me han robado todo, hasta la ropa interior”. “Han matado a un tipo en mi calle”. “Los cabrones me han robado el portátil y el aftershave”. Una sinfonía de historias. Algunas son personales. Otras son de segunda mano. Todas son horribles.

Este es un lugar en el que hace diez años la gente solía tener cosas buenas que decir sobre Rusia, a poca distancia en coche y donde muchos tienen amigos y familiares. Ahora compiten en los insultos contra unos vecinos que les han traído la miseria: “¡Bárbaros!”, “¡cerdos!”, “¡cabrones!”.

Más de 50 civiles muertos

Yuriy Bova, alcalde de Trostianets, dice que es demasiado pronto para dar una estimación fiable de la cifra de civiles que han matado los rusos. “Con seguridad, más de 50; pero probablemente no centenares”.

Ahora, Bova se pasea por la ciudad en traje de faena y con una pistola en la parte delantera de su chaleco antibalas. Sin embargo, en el momento de la invasión, su aspecto era muy diferente. La idea de una agresión militar rusa le parecía descabellada, admite. Pero cuando aumentaron las advertencias de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, Bova convocó una reunión entre los residentes que quisieran unirse a una fuerza de defensa territorial.

Se presentaron unas 100 personas. En Trostianets no hay instalaciones militares y entre todos solo sumaban unos cuantos rifles de caza, un par de pistolas y los kalashnikov de algunos policías. Decidieron pedir armas a Kiev, pero ya era demasiado tarde.

La invasión comenzó tres noches después. A la hora del desayuno, una gigantesca columna de blindados rusos ya había llegado a las afueras de la ciudad. Bova mandó a un grupo de guardabosques a cortar árboles para bloquear la carretera de entrada y eso les ganó unas horas.

A media mañana convocó otra reunión de la unidad de defensa territorial. “Intentar luchar contra los tanques con unos pocos fusiles hubiera significado una muerte segura, así que tomé la decisión de que seríamos como partisanos de la resistencia”, dice. La gente tuvo unos minutos para decidir si prefería quedarse o irse. El alcalde y sus concejales dejaron la ciudad y se replegaron a los pueblos vecinos.

Una ruleta rusa

Los planes de avance de Rusia se truncaron cuando las fuerzas ucranianas volaron un puente al sur de Trostianets. La ciudad se convirtió en un foco de soldados y blindados rusos.

Los habitantes de Trostianets se refugiaron en los sótanos y esperaron a ver qué pasaba. Según los residentes, algunas de las primeras interacciones con los ocupantes fueron relativamente indoloras. “Nos daban miedo pero después de un tiempo empezaron a darnos pena; tenían la cara sucia, olían mal y parecían totalmente desorientados”, dice Yana Lugovets, que pasó un mes durmiendo en el sótano con su marido, su hija y amigos.

Lugovets cuenta que un soldado que llegó a registrar la casa donde se alojaban se marchó sin completar su misión, con los ojos llenos de vergüenza mientras su hija gritaba asustada ante el intruso.

Daria Sasina, de 26 años, regenta un salón de belleza cerca de la estación de tren. Dice que cuando fue a comprobar su estado, descubrió que siete soldados rusos habían entrado en la tienda y la usaban para dormir. Al principio, le pidieron perdón. “Me puse a llorar, estaba histérica, había un joven soldado que me calmó, me dijo 'mira, lo siento, no sabíamos que esto sería así'”.

Muchas personas recuerdan conversaciones amables de ese tipo, o destellos de vergüenza en la mirada de los intrusos, pero cualquier interacción con los ocupantes era como jugar a la ruleta rusa.

Unos días más tarde, Sasina, su marido y su padre se arriesgaron a ir al otro lado de la ciudad para llevarle pan a una tía abuela de 96 años. Un grupo de soldados rusos saltó a la calle detrás de ellos y les apuntó con las armas. “Eran 20 y empezaron a gritar: 'Corred, zorras'. Corrimos por el barro lo más rápido que pudimos, teníamos las piernas heladas y empapadas y estábamos aterrados. Ellos empezaron a dar tiros al aire, podíamos oír sus risas, les parecía desternillante”.

Un día después de que se marcharan los rusos, Sasina regresó para comprobar el estado de su pequeño salón de belleza y descubrió que habían robado equipamiento por valor del equivalente a miles de euros en tintes, champús y esmaltes de uñas, secadores, todo el equipo de corte, un sofá, todas las sillas, varias bombillas, y los cuadros de las paredes. Un aparato de aire acondicionado había quedado colgando de la pared: los cables habían sido más firmes que las ganas de robar el aparato.

Los rusos habían dejado en el suelo mechones de su propio pelo afeitado y montones de heces en la tienda de alimentación de al lado. Es de suponer que, en algún lugar de Rusia, las esposas y novias de los soldados recibirán pronto productos de belleza de alta gama como regalo. Sasina no sabe cómo pagar la reconstrucción del salón: “Todo lo que he trabajado para levantarlo ha sido destruido”, dice.

Ejecuciones y torturas

El alcalde fue criticado por su decisión de huir, pero Bova insiste en que esa era la única opción sensata. Repasando en su móvil las fotografías de los días de la ocupación, muestra cómo la gente le enviaba información sobre los despliegues rusos, incluso las de un vecino que logró volar un dron sobre las posiciones rusas. “La gente nos dijo dónde dormían, dónde comían, dónde estaba su equipo”.

Mientras el Ejército ucraniano atacaba las posiciones de los rusos, los soldados rusos se enfurecían cada vez más. Los servicios de seguridad ucranianos difundieron la grabación de un mensaje, cargado de improperios, que un supuesto general ruso envió tras recibir disparos desde un pueblo cercano. En él, el militar ordenaba un ataque con misiles contra objetivos civiles: “Borrad de la tierra todo este lugar, desde el lado oriental hasta el occidental”, se le escucha decir.

Al aumentar los ataques contra ellos, los rusos cortaron la señal de los móviles en la ciudad y fueron casa por casa exigiendo los teléfonos para ver si los vecinos tenían información comprometedora sobre ellos. En el desorden de las barracas rusas de la estación de tren, se encontró una nota manuscrita donde se describía a posibles enemigos ucranianos a los que dar caza, con rasgos tan poco concretos como “conduce un todoterreno blanco”.

En Bilka, una aldea tranquila y azotada por el viento de las afueras de Trostianets, los rusos aparcaron más de 200 vehículos. Al menos dos vecinos fueron ejecutados. El primero fue Alexander Kulybaba, un granjero de cerdos que protestó por la toma de su establo. Lo fusilaron en el acto el 2 de marzo, cuando los rusos llegaron al pueblo.

Mykola Savchenko, un electricista con bigote retorcido en las puntas, vivía junto a su mujer Ludmyla y sus seis hijos adoptivos. Durante la primera mañana de la ocupación, salió a buscar un sitio para cargar su teléfono y el de su esposa porque ya no había electricidad. “Solo voy a salir cinco minutos”, le dijo. Nunca regresó.

Ludmyla llora en la puerta de su casa. Tiene en las manos un certificado de defunción sellado por la policía donde se explica que su marido fue “brutalmente torturado y luego asesinado con un disparo en el corazón y otro en la cabeza”. En la inspección del cadáver encontraron huesos rotos en los dedos y en los brazos.

“No dije nada a los niños porque son pequeños y todavía no lo entienden del todo. Todos los días esperaban que su padre volviera a casa, pero nunca lo hizo. Ayer les dije: 'Sentaos, os explicaré todo'”, cuenta. El menor de sus seis hijos tiene cuatro años y el mayor, 11. Están de pie junto a ella, en fila como matrioskas, callados y confundidos.

Rabia contra Rusia entre rusoparlantes

Ludmyla insiste en que su marido no participaba en la resistencia, pero que muchos otros lugareños sí lo hicieron. En una calle cercana, un granjero de cerdos cuenta que escondía su móvil con acceso a Internet bajo tierra, dentro del corral, y que como señuelo llevaba un teléfono viejo y casi sin funciones por si los soldados rusos le pedían que lo enseñara. Luego, en la oscuridad de la noche, desenterraba su teléfono de verdad y se iba al único lugar donde sabía que aún había señal para enviar las nuevas ubicaciones del armamento ruso a un pariente del Ejército ucraniano.

“Luego enviaron los Bayraktars y los jodieron”, dice el granjero riéndose. Se refiere a los drones de fabricación turca que Ucrania ha utilizado con un efecto letal para las columnas rusas. “Los rusos son perros, son infrahumanos”, dice.

Una consecuencia duradera de la decisión que tomó Vladímir Putin al invadir Ucrania será la rabia contenida que ahora se siente contra los rusos en pueblos como Bilka, donde la gente habla una mezcla de ucraniano y de ruso, y antes vivía ajena a las preocupaciones geopolíticas.

Junto a la ira, también hay confusión y decepción por la forma en que se están portando los rusos de a pie. Nadezhda Bakran, una enfermera de 73 años del hospital local, se refugió junto a sus pacientes en el sótano mientras un tanque ruso disparaba contra el edificio, ahora vacío y destrozado. El bloque de apartamentos de al lado también quedó reducido a un esqueleto, con todas las ventanas reventadas y graves daños estructurales.

Pero cuando Bakran llamó a su mejor amiga en Moscú para contárselo, solo escuchó burlas y acusaciones escépticas. “Intenté explicárselo, pero no me cree, ella cree a su televisión”, dice Bakran, que desde que conoció a su amiga en Crimea hace 43 años se ha ido con ella de vacaciones casi todos los años. “Le dije: 'Tu gente está destruyendo mi ciudad'. Y ella me dijo: 'Vosotros mismos habéis provocado esta guerra'. Éramos amigas, lo que teníamos era incluso más fuerte que una simple amistad, y ella no me cree, no lo entiendo”.

Para muchos, esta sensación de traición por parte de amigos y familiares ha sido un golpe casi tan duro como el de las pérdidas materiales.

Sasina, la propietaria del salón de belleza, enumera las pérdidas sufridas por su familia durante un mes de ocupación rusa: su casa, destruida; su salón de belleza, saqueado; la tienda de juguetes de su madre, también saqueada; el coche de su amiga, robado, pintarrajeado con letras 'Z' y destrozado. El hermano de Sasina camina con muletas desde que el primer día dispararon contra su coche en un puesto de control y una bala se le clavó en la espalda. Dice que los soldados rusos llegaron a disparar al gato de su abuela durante una inspección de la casa.

Sasina llamó a su tía, que vive en las afueras de Moscú y en verano solía visitarle en Trostianets, para contarle los horrores que estaban padeciendo. Su tía le respondió que estaba diciendo tonterías. “Dijo que no es posible, que probablemente los soldados son ucranianos disfrazados de rusos, y ahora ha dejado de hablarme”, dice Sasine, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

Un hospital de campaña improvisado

Es posible que los soldados rusos que sobrevivieron a Trostianets nunca hablen de la ira que presenciaron ni de la carnicería que provocaron. Regresarán a un país donde la propaganda estatal considera que la invasión de Ucrania es una misión heroica para salvar al país vecino de las garras de radicales y neonazis.

Aunque muchas familias rusas lloren ahora la pérdida de sus hijos y de sus hermanos, es posible que los espectadores de la televisión rusa nunca sepan el coste que está teniendo la intervención no deseada de su Ejército. En la morgue del hospital de Trostianets, los cadáveres amarillentos de tres soldados rusos yacen sin refrigerar y sin que nadie los reclame. Según un soldado ucraniano que participó en la recuperación de la ciudad, hasta 300 podrían haber muerto aquí.

En el sótano de la estación de tren, la débil luz de las linternas revela un hospital de campaña improvisado donde los rusos curaban a sus heridos. Pusieron papel de plata acolchado sobre dos escritorios para preparar mesas de operaciones. El suelo está lleno de pastillas y otros suministros médicos. Sujeto a un perchero, un gotero.

Tal vez la imagen más sorprendente de todo Trostianets es la de la pared del pasillo de fuera. En la pared hay pegados dibujos de niños de Rusia, regalos de escolares en honor al Día del Ejército, que fue en la víspera de la invasión.

Las tarjetas están decoradas con flores bonitas y coloridas junto a mensajes de apoyo escritos con letras infantiles temblorosas. Una de ellas, firmada por Sasha P., de primer grado, tiene dibujos con lápiz de cera y un mensaje. Dice: “Gracias, soldado, por asegurarte de que vivo bajo un cielo tranquilo”.

Traducido por Francisco de Zárate.

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