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OPINIÓN

Por qué debemos acabar con la farsa de las Olimpiadas después de Tokio

Seis atletas llevan la bandera al estadio durante la ceremonia inaugural de los JJOO Tokyo 2020.

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No hay mal que por bien no venga y los asientos vacíos en los estadios de los Juegos Olímpicos de Tokio no podrán ocultar que este acontecimiento foco de contagios, por bueno que sea el espectáculo deportivo, tiene lugar en medio de una crisis sanitaria sin precedentes y en contra de los deseos de la inmensa mayoría del pueblo japonés.

Así, el Comité Olímpico Internacional (COI) –que insiste en considerarse a sí mismo el líder de un movimiento social a nivel global– demuestra ser poco más que el circo itinerante de la industria deportiva global, listo para asegurarse de que las cadenas y emisoras obtengan lo que necesitan, sea como sea.

No es que la reputación de estos Juegos y del COI no estuviera dañada desde antes de la pandemia. Como en cada olimpiada, los costes han ido escalando y Japón deberá invertir más de 30.000 millones de dólares, de los cuales el COI no pagará un centavo. En el camino se ha producido la usual combinación de costosos estadios inútiles, acusaciones de corrupción en los procesos de licitación y adjudicación de contratos y desalojos de ciudadanos que fueron forzados a abandonar sus hogares.

Promocionados como los “Juegos de la Recuperación” –celebrando el renacimiento del país tras el tsunami y el accidente en la central nuclear, acontecidos en 2011–, los Juegos Olímpicos de Tokio comenzaron la semana pasada en Fukushima, una región en un vertiginoso declive demográfico y todavía llena de residuos nucleares.

París, Los Ángeles y, desde hace poco, Brisbane serán las sedes de los próximos tres Juegos Olímpicos de verano y el COI continúa arguyendo que sus juegos catalizan el crecimiento económico y dejan un legado positivo para la ciudad y el deporte. Pero los estudios son inequívocos: a excepción de Barcelona 1992, ninguna edición de los Juegos Olímpicos en la era moderna ha aumentado la tasa de crecimiento económico, ni los niveles de capacitación y empleo, los ingresos del turismo o la productividad de las ciudades que han servido de sede.

También es un mito que los Juegos Olímpicos aumenten el nivel de participación deportiva. Después de Londres 2012 –los únicos Juegos en tomarse esta proposición en serio–, las tasas de actividad cayeron porque el programa de austeridad del Gobierno condujo a un cierre masivo de recintos deportivos.

Puede que los atletas olímpicos inspiren a otros atletas olímpicos, pero al ser la excepción a la regla en cuanto a lo físico y lo psicológico, no tienen impacto alguno en el comportamiento del público general. Pregúntenselo a los fineses, que abandonaron el patrocinio estatal de la búsqueda de medallas y, en su lugar, han invertido ese dinero en “transporte activo” (desplazamientos a pie y en bicicleta) y accesibilidad de los espacios. Apenas ganan competiciones hoy en día, tienen a la población mayor más activa y sana del mundo. En Reino Unido tenemos pilas de medallas de oro y una crisis de obesidad.

Los programas urbanísticos que acompañaron a Seúl 1988 y Pekín 2008 causaron que casi dos millones de personas fueran desplazadas. Más recientemente, Río 2016 fue montado sobre las espaldas de más de 60.000 personas que debieron irse de sus casas y sus negocios: a menudo se las intimidaba y se trasladaron a viviendas más lejanas y de inferior calidad. La inmensa mayoría apenas fue indemnizada. Además, están las redadas policiales que expulsan a las personas sin hogar y con enfermedades mentales de los lugares que antes solían ser públicos.

Por supuesto, cuando alguien sufre, probablemente alguien más se esté beneficiando, y los Juegos Olímpicos han sido fabulosamente rentables para las empresas constructoras, los políticos corruptos que les han otorgado contratos y los promotores inmobiliarios. La policía local y las agencias de seguridad nacional también se ven beneficiados, dado que los costes en seguridad rondan los 2.000 millones de dólares. Río de Janeiro no construyó ni un solo recinto deportivo comunitario, pero su policía antidisturbios obtuvo nuevos chalecos antibalas de Kevlar y pistolas Taser.

En su búsqueda desesperada de legitimación, el COI ha decidido ser portavoz del deporte limpio y el ambientalismo. Sin embargo, la reputación del primero se ha visto gravemente afectada por la condena liviana a Rusia tras su sistema de dopaje de Estado, un hecho sin precedentes. Por su parte, las evaluaciones ambientales de los Juegos han resultado deprimentes. Pekín estaba más contaminada después de sus Juegos Olímpicos que antes. En Pyeongchang, Río y Sochi se destruyeron hábitats naturales protegidos.

Por lo menos, la COVID-19 ha reducido la gigantesca huella de carbono que suelen dejar los Juegos. Sin embargo, sin importar los planes del COI por compensar su huella de carbono, es difícil ver cómo pueden justificarse estas emisiones, tanto actuales como futuras, en una época en la que la velocidad de la crisis climática implica que la mayoría de las sedes previas de los Juegos Olímpicos de invierno pronto no tendrán nieve suficiente para albergarlos otra vez. Tokio, que hoy se enfrenta con regularidad a veranos ardientes y húmedos, ha tenido que desplazar la maratón 1.000 kilómetros al norte, a la ciudad de Sapporo.

La quijotesca idea de que los Juegos Olímpicos podrían ser una plataforma para la defensa de los derechos humanos –y que organizarlos abriría a dirigentes autoritarios a las normas y al escrutinio internacionales– fue completamente desmontada en Pekín 2008. Los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi 2014 transformaron esta idea en algo ridículo. Las Olimpiadas de Invierno del año próximo en Pekín, que se llevarán a cabo en paralelo con la represión genocida a la minoría uigur, serán grotescas; ¡y ay del atleta que quiera hacer uso de su derecho a la libertad de expresión y a la protesta mientras esté allí!

Todo esto sigue el patrón usual del COI. En la víspera de los Juegos de 1968, el Gobierno mexicano asesinó a más de 300 manifestantes a sangre fría e inició una guerra contra el movimiento estudiantil opositor. Cuando se le pidió al presidente del COI, Avery Brundage, que comentara sobre el asunto, respondió: “Estaba en el ballet”.

Su reacción posterior a la demostración más grande de activismo atlético –los saludos del Black Power– consistió en destruir las carreras de Tommie Smith y John Carlos. A lo largo de su historia, el COI se ha puesto de rodillas ante el poder y la violencia, mientras que acosa a los atletas que dice reverenciar.

Pero un pico de contagios olímpico podría matar más gente en Tokio que la que el Estado mexicano alcanzó con meras balas. Asimismo, la implacable supresión de protestas de los atletas por parte del COI fue pulida con nuevas regulaciones. En cualquier caso, el Comité no entenderá la ironía, porque no aprende de sus errores ni se involucra con aquellos que lo critican.

Elegido por sí mismo durante toda su historia, el COI no designa a expertos independientes, no tolera las voces críticas y es completamente opaco en sus operaciones. La idea de que tal organización debe tener un estatus especial frente a Naciones Unidas y adjudicarse la soberanía sobre el gobierno global del deporte es insostenible.

El deporte ofrece una plataforma extraordinaria para la celebración de las posibilidades humanas. Es un lenguaje universal en un mundo peligrosamente fragmentado. Merece un destino mejor que ser cooptado por el COI y rendirle pleitesía mientras permanece atado a su codicioso modelo de negocio.

Más allá de la emergencia sanitaria causada por la COVID-19, es muy tarde para abandonar los Juegos de Tokio, pero no es demasiado tarde para acabar con esta farsa. El Partido Comunista Chino podrá crear toda la nieve artificial que quiera en 2022, pero simplemente deberíamos negarnos a seguir el espectáculo. París 2024 puede ser el último adiós. El COI debería disolverse y entregar sus recursos a una asociación por el deporte constituida democráticamente. Los Ángeles se perdería los Juegos, pero Hollywood podría comprar los derechos de esta historia.

David Goldblatt es periodista y autor de The Games: A Global History of the Olympics (Los Juegos: Una historia global de las Olimpiadas).

Traducción de Julián Cnochaert

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