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El salto y la altura

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Los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 se celebraron en 2021. Por la pandemia, ¿se acuerdan? Aquella época en la que tirados en el sofá mirábamos al techo durante horas buscando respuestas a las preguntas universales. No estaban allí y tampoco salimos mejores, aunque no fue por falta de buenos ejemplos. En la prueba de salto de altura de aquellos Juegos Olímpicos ocurrió algo asombroso. Dos atletas, el italiano Giammarco Tamberi y el catarí Mutaz Esssa Barshim decidieron -lo decidieron ellos- compartir la medalla de oro. Igualados tras superar una altura de 2,37 metros y con el listón burlándose en 2,39, se miraron, preguntaron al juez si era posible, volvieron a mirarse, se abrazaron y acodaron no desempatar. Zeus acaba de hacerles hueco a ambos en el Olimpo.

El mundo quedó boquiabierto, como si acabaran de abolir la gravedad. El espíritu olímpico recuperaba el espíritu olímpico y por un instante apartaba a un segundo plano la publicidad de las zapatillas bate récord, el suplemento vitamínico infalible y la Coca Cola ¿Zero?

Tras una prolongada competencia superando altura tras altura Tamberi y Essa Barshin podían haber puesto por delante los cuatro años de esfuerzo, los duros entrenamientos, el dolor y la fatiga sufridos -todo el mundo lo hubiera entendido- pero eligieron compartir victoria y felicidad. Y de algún modo hacer felices a todos los que contemplábamos aquel momento.

El fuego y no el de la llama olímpica me ha recodado a Tamberi y Essa Barshin, También el agua, y la falta de vivienda, el empleo digno, y los menores inmigrantes que llegan a Canarias, y el precio de la energía, y la cobardía para tomar decisiones ante el genocidio en Gaza; y la duda de si habrá profesores suficientes dentro de unas semanas cuando comience el curso escolar, porque médicos de Atención Primaria ya sabemos que no hay.

Parece claro que ninguno de los políticos en ejercicio disfrutó de la prueba de salto de altura de Tokio. Hubieran aprendido sobre las victorias compartidas. No las del día de las Elecciones en que todos dicen que han ganado; las de verdad, las que valen la pena. Porque en nuestro país los partidos políticos tan sólo practican el salto a la yugular. Han creado un frentismo de trinchera tan profundo que ni con un salto de pértiga es posible alcanzar el otro lado. En nuestro país ceder, negociar, llegar a acuerdos, son verbos que suenan a traición y rendición. Triste, ¿no?

Barshim y Tamberi ni siquiera eran amigos de toda la vida. Se conocían de la competición, se respetaban como rivales, pero su gran momento de conexión llegó precisamente en el instante en que podrían haberse destrozado mutuamente. Muy al contrario, nuestros próceres, que se conocen desde que llevaban pantalón corto en las juventudes de sus respectivos partidos, se tratan como si fueran especies en extinción luchando por el último charco de agua en el desierto. Se deshumanizan en busca de un rédito electoral inmediato. Si nuestros políticos hubieran disputado la final de salto de altura -que ya es decir- hubieran continuado la prueba no por ganar sino por asegurarse de que el otro perdiera.

Tamberi y Barshim entendieron que compartir el oro no les restaba brillo. Hoy, en la España política, compartir es como admitir que tu ideología lleva un calcetín agujereado. La política nacional se ha convertido en una carrera de obstáculos donde el obstáculo principal es el sentido común.

Lejos de la fidelidad al deporte generada por Barshim y Tamberi, los partidos políticos practican un peligroso juego que sólo genera desafección ciudadana y del que sólo se benefician aquellos que ofrecen soluciones sencillas a problemas complejos.

Para saltar juntos primero hay que estar dispuesto a mirar hacia arriba. Para compartir el oro el objetivo debe ser el interés ciudadano y no el del partido o el personal. Nos han cambiado el “Citius, Altius, Fortius” por “Grito, Divido, Venzo”. Triste, ¿no?

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