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Angustia en el sur de Madrid: “Si en una semana no cubro gastos, tendré que cerrar”

En el bar de Elena, en Entrevías, en el distrito de Puente de Vallecas, hay un cartel con un chiste de bar: “Se necesitan clientes, no hace falta experiencia”.

Víctor Honorato

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En el bar de Elena, en Entrevías, en el distrito de Puente de Vallecas, hay un cartel con un chiste de bar: “Se necesitan clientes, no hace falta experiencia”. No hay muchos el sábado a la hora de comer, cuando un habitual entra y bromea con otro, que justo salía a fumar. “¿Te vas porque vengo yo?”, le dice, y se ríe. Detrás de la barra, mientras sirve, Elena explica en voz alta el cálculo que hizo cuando se enteró de que su local caía de lleno en una de las 37 zonas de Madrid que a partir del lunes impondrán nuevas restricciones a la movilidad y la hostelería.

“Esto va a ser parecido a la fase 2 [del desconfinamiento], y entonces me dio para cubrir lo justo”. El lunes abrirá, pero si la facturación baja demasiado, tendrá que echar la verja otra vez. “Si en una semana no cubro gastos, tendré que cerrar”, explica. Ya lo tiene asumido y no se queja. “Si puede ayudar a que la gente esté mejor, estoy de acuerdo. Prefiero eso al confinamiento total”.

Los alrededores de la estación de Cercanías de Entrevías están tranquilos el sábado a mediodía. Muchos establecimientos están cerrados, pero en una calle paralela tres vecinos charlan frente a una frutería, que también vende pan. Son un hombre que bebe cerveza de una lata, una mujer sentada en una banqueta que asiente y María, que regenta el comercio, y a la que se oye casi antes de doblar la esquina. “¡Negro! ¡Lo veo negro!”, canta, mientras los otros dos asienten. María y su audiencia no se aclaran con los mensajes contradictorios de las últimas semanas. “Pongo la radio y dicen una cosa, pongo la tele y dicen otra. Lo que tienen que hacer primero es aclararse ellos”, protesta. A diario viene a la tienda desde Toledo, y para el lunes ya se ha preparado por si hay problemas en el camino. “Mi gestor me hizo un papel”, indica. Confía en que su negocio no se vea afectado por las restricciones, pero anticipa: “Como nos vuelvan a confinar se va a acabar el vino”. Ella no lo vende.

Por las calles del barrio las voces se filtran por las ventanas de los entresuelos. En un almacén de cara a la calle hay un papel pegado a la pared que avisa a quien interese: “Sonría, estamos grabando”. Cerca de la frutería hay otro bar, con cuatro personas dentro. Además de Jesús, que atiende la barra, hay una familia: Jacinto, Puri y Carlitos, que ya va al instituto. Los padres se toman unos quintos y el hijo un refresco de naranja. Jacinto resume el sentir del local: “Siempre vienen a fastidiarnos a los pobres”. El padre se dedica al mantenimiento eléctrico y el lunes, como siempre, cogerá el tren. “Vamos como las sardinas en lata”, critica.

Clientes y camarero se llevan bien. Jesús tuvo que irse a un ERTE durante el confinamiento, pero tardó dos meses y medio en empezar a cobrar la compensación. Así que Jacinto, que además de parroquiano es su casero, le perdonó el alquiler. Ahora se teme una repetición, pues el local, que es casi todo barra, suele hacer caja precisamente a partir de las 22.00. “Se ve que al covid también le pusieron un régimen y solo sale a partir de esas horas”, ironiza.

Dentro de la capital, las zonas más al sur que experimentarán las restricciones están en Villaverde. En San Cristóbal, entre las manzanas de bloques, hay una plaza con otro bar en la esquina. Se llama ‘El rincón del mar’ pero no por nostalgia de la costa, sino porque la antigua dueña se llamaba María del Mar. Está hasta arriba y un cliente se acerca cuando oye preguntas en la barra. Pide que le llamen Javier, porque su nombre real es peculiar y no quiere que lo identifiquen. Ronda los 50 años y asegura que es “del barrio de toda la vida”. Javier lo tiene claro. “El barrio no ha cumplido, la gente no tiene conciencia”, lamenta. Dice que no lleva a sus hijos al parque porque otros padres no usan las mascarillas. “Si la policía insistiese… Pero en todo este tiempo, los he visto bajarse del coche una vez”, critica.

En el local están menos preocupados por el cierre anticipado, según la camarera. “Este es uno de los bares que mejor funciona de aquí. Los que vienen a las 22.00 vendrán antes, y los fijos siempre están”, se ríe. En un momento, un hombre entra con unas cajas entre los brazos. “Mascarillas a 20 céntimos”, anuncia. “No, no, ya tenemos”, le despiden. 

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