'Disidencias de género' es un blog coordinado por Lucía Barbudo y Elisa Reche en el que se reivindica la diversidad de puntos de vista feministas y del colectivo LGTBQI.
El piropo, el acoso y los cuerpos
Recuerdo perfectamente el día que un amigo me expresó lleno de preocupación aquello de “si ahora el piropo es acoso ¿cómo vamos a ligar?” y lo decía totalmente en serio. Ese día me hizo un poco crack el cerebro: si un hombre tan feminista, tan deconstruido y tan consciente de (la mayoría) de los privilegios y desigualdades sociales se lo tomaba así: ¿cómo se lo tomaría alguien que nunca se había parado a mirarse por dentro?
Fue una conversación interesante. Él me decía que le gustaba expresarse libremente incidiendo en las grandes diferencias entre sus piropos, refinados y bonitos, y los de los obreros, que suponía rudos y explícitos. Yo le comentaba que quizás esas personas receptoras (él es bisexual) no querían escuchar a un desconocido opinando sobre sus cuerpos y que, además, se podían sentir violentadas por la situación. No acababa de entender porqué alguien se iba a sentir violenta si le decían algo bonito sobre su aspecto y usaba el argumento kantiano de “a mi me encantaría que me dijeran algo bonito por la calle”. Él, leído como hombre, con 47 años y una estructura grande como un oso, nunca había tenido miedo físico y creía desear ser interpelado por gente como él. Él nunca se había tenido que preocupar por pensar en su escote o falda de cara a coger una bicicleta o elegir un camino u otro para ir a casa.
Charlamos sobre cómo un piropo no siempre es (o acaba en) acoso, pero puede ser vivido como tal por algunas mujeres, lo que hace que la diferencia a efectos prácticos sea nula. Los argumentos no le acabaron de convencer. “¿Pero si soy de los que me cambio de acera para no asustar a ninguna mujer?”, me decía sintiéndose cuestionado como hombre feminista y metido dentro de ese grupo de hombres malos que han tomado tanto protagonismo en el imaginario social. Me costó un rato desmontar esta idea y volver a una normalidad no defensiva.
La conversación viró hacia como cada vez dependemos más de las tecnologías y cómo ahora hablarle a alguien por la calle era extraño -algo en lo que ambos coincidíamos-, aunque llegamos a la conclusión de que no era excusa y había un montón de lugares donde se podían entablar conversaciones sin necesidad de halagar la estética de nadie.
Un tiempo más tarde nos encontramos en un evento cultural y me dijo que al fin entendía aquella conversación. Resulta que había comenzado una relación con una chica tímida y muy menuda que tenía mucho miedo a transitar algunos lugares, sobre todo de noche, debido a su constitución y voluptuoso cuerpo. Bien desde la posesión (parece que solo afecta cuando le ocurre a una madre, hermana o novia y no al resto de mujeres) o el acompañamiento (una compañera de vida da para conversaciones más íntimas que una amiga) por fin fue consciente de lo poco agradable que es que te interpelen por la calle y cómo, a veces, es una cuestión de poder y privilegio masculino.
Y ahora estaréis preguntándoos a qué viene contaros mi vida hoy… Pues os la cuento porque no siempre tenemos el tiempo o las ganas de hacer pedagogía feminista cuando nos ocurren estas cosas. A veces, simplemente, nos cabreamos y gritamos, mientras que otras hacemos oídos sordos y fingimos que no ha pasado nada.
Sin embargo, necesitamos de un entendimiento mutuo para una mejor convivencia en nuestras calles. Porque como decía aquel libro “Si la calle es de todos, ¿de quién es la violencia?”
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